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Tras un largo momento, con la mirada fija más allá del cristal, Leonora murmuró:

– No soy muy buena en esto. -Hizo un breve gesto y movió la mano entre los dos-. No he tenido ninguna experiencia real.

A Tristan lo sorprendió su sinceridad.

– Lo suponía.

Ella volvió la cabeza y lo miró a los ojos.

– Tendrás que enseñarme.

Él se irguió. Cuando Leonora se le acercó, frunció el cejo y le rodeó la cintura con las manos instintivamente.

– No estoy seguro de…

– Yo estoy totalmente dispuesta a aprender. -Bajó la mirada hasta sus labios y sonrió inocentemente sensual-. Incluso ansiosa.

Alzó la vista hacia sus ojos, se puso de puntillas con las palmas apoyadas en su torso y acercó los labios a los de él. Sólo entonces murmuró:

– Pero eso tú ya lo sabes.

Y lo besó.

La invitación fue tan descarada que lo atrapó por completo. Lo dejó temporalmente sin razón, a merced de sus sentidos.

Y sus sentidos no tuvieron piedad. Deseaban más. Más de ella, del suave y exquisito refugio de su boca, de sus labios maleables e inocentemente seductores. De su cuerpo, que se pegó vacilante pero decidido al suyo, mucho más duro.

Eso último lo conmocionó lo suficiente como para recuperar el control. No sabía qué tenía ella en mente, pero con los labios sobre los suyos, su boca entregada, su lengua batiéndose en un duelo cada vez más ardiente con la de él, no pudo prestarle suficiente atención a sus contorsiones. Ya lo haría más tarde, porque en ese momento… lo único que podía hacer, lo único que pudo obligar a hacer a su cuerpo y a sus sentidos fue seguirla. Y enseñarle más.

Dejó que se le pegara más y la abrazó con fuerza. Dejó que sintiera cómo su cuerpo se endurecía contra el suyo, que sintiera lo que le provocaba, la respuesta que su cuerpo le causaba; aquel cuerpo delicado, lleno de curvas y descaradamente tentador, todo él suavidad y calor femenino.

Durante su recorrido por la casa, se había abierto la pelliza. Tristan deslizó entonces la mano por debajo de la gruesa lana y apoyó la palma sobre el pecho. Esa vez no se lo recorrió con suavidad, como había hecho antes, sino que lo reclamó posesivamente. Dándole lo que su anterior intercambio había prometido, lo que había anticipado burlonamente.

Leonora jadeó y se aferró a él, pero no vaciló ni una sola vez. Sus labios fueron fieles a los suyos, exigiendo. No sentía miedo, ni dudas. Estaba decidida, cautivada. Se sentía enganchada, totalmente fascinada. Tristan profundizó el beso, tocó, acarició. Sintió cómo las llamas empezaban a arder, cómo aumentaba el deseo, cómo se extendía lánguidamente y, ávido, intentó ir más allá.

Aunque no supo identificarla, Leonora también sintió esa oleada de vacío caliente en lo más profundo de su ser. La impregnó entera. La intrigó y la llamó. Atrapada, sintió que tenía que acercarse más, que tenía que profundizar de algún modo el intercambio; deslizó las manos hacia arriba y las entrelazó tras la nuca de él. Suspiró cuando el movimiento hizo que su pecho se pegara con firmeza contra la dura palma masculina.

Trentham cerró la mano y sus sentidos se tambalearon. Movió los dedos, buscó, encontró, y toda su mente se paralizó. Luego se quebró, rompiéndole en mil pedazos cuando aquellos dedos expertos se tensaron más y más, hasta hacerla jadear a través del beso. Sólo entonces se relajaron y el calor la inundó: una increíble oleada de sensaciones que no había sentido nunca antes. Se le inflamaron los pechos y sintió el corpiño del vestido demasiado prieto. El fino tejido de la camisola la molestaba y él parecía saberlo, porque le desabrochó los diminutos botones del corpiño con experimentada facilidad y entonces Leonora pudo respirar de nuevo. Aunque sólo para contener el aliento en una oleada de placer, en una punzada de anticipación cuando, descaradamente, él le deslizó la mano por debajo del vestido para acariciarla, tocarla. Ese contacto a través de la fina seda volvió a aumentar su anhelo, porque la hizo ansiar otro contacto más definitivo. Ardió por tener su piel pegada a la de él, desesperada por sentirlo aún más.

Sus labios se mostraban hambrientos, sus demandas eran claras. Tristan no podía resistirse. No lo intentó. Dos rápidos tirones y la camisola quedó suelta; metió un dedo entre los firmes pechos y bajó la fina tela. Luego, tomó posesión del regalo que ella le ofrecía. Sintió en su propia alma el profundo estremecimiento que la atravesó. Cerró la mano, ávidamente posesiva, y cuando a Leonora el corazón le dio un vuelco, el de Tristan lo siguió, sumergiéndose en una caldera de codiciosa y anhelante entrega, de sensual disfrute, de apreciación y de un naciente reconocimiento de mutuo deseo. Las manos y los labios alimentaban ese deseo, ávidos, incitantes. Embelesados.

De repente, se produjo un cambio. Tristan lo percibió y se sorprendió de encontrarse con que ya no estaba dirigiendo el juego. La creciente seguridad de Leonora, su interés y comprensión, daban poder a sus labios, guiaban el modo en que le respondía, las lentas y sensuales caricias de su lengua contra la de él, el seductor roce de sus dedos en el pelo, la abierta confianza, el modo decidido y fascinado en que se pegaba a su cuerpo, toda ella suaves extremidades y suave calor, bañándose en las llamas de una conflagración mutua que Tristan no había imaginado que compartiría nunca con una mujer inocente.

«Lujuria y una mujer virtuosa.»

El pensamiento resonó en su cerebro al mismo tiempo que ella llenaba sus sentidos. Era más de lo que había esperado, aunque también Tristan era distinto de lo que Leonora había pensado. Algo que iba más allá de su experiencia, igual que ella iba más allá de la de él. Las llamas entre los dos eran definitivas, reales, abrasadoras, despertaban pensamientos de pasión, de mayor intimidad, de satisfacción de ese deseo mutuo.

A Tristan no se le había ocurrido pensar que fueran a ir tan lejos tan pronto. No se arrepentía en absoluto, pero… Un instinto profundamente arraigado lo hizo retroceder, soltarla. Ralentizar las caricias, hacerlas más ligeras. Dejar que las llamas se redujeran poco a poco a un fuego lento.

La miró a los ojos. Vio cómo se alzaban las pestañas y luego se encontró con aquella mirada clara y asombrosamente azul. No vio en ella conmoción, ni el más mínimo rastro de retirada o aturullamiento, sino un interés recién despertado. Una pregunta.

Y ahora ¿qué?

Él lo sabía, pero ése todavía no era el momento de explorar semejante posibilidad. Recordó dónde estaban, cuál era su misión. Sintió cómo su rostro se endurecía.

– Está oscureciendo. Te acompañaré a casa.

Leonora frunció el cejo para sí misma y su mirada se deslizó más allá del hombro de Trentham, hacia la ventana; había anochecido. Parpadeó y retrocedió cuando él la soltó.

– No me había dado cuenta de que era tan tarde.

Naturalmente que no; su mente se había convertido en un torbellino. Un torbellino agradable, uno que le había abierto los ojos de un modo considerable. Ignoró su camisola abierta mientras se negaba obstinadamente a dejar que su mente pensara en lo que acababa de suceder. Se lo permitiría más tarde, cuando él no estuviera allí para ver cómo se ruborizaba. Se colocó bien el corpiño y se lo abrochó, haciendo luego lo mismo con la pelliza.

La mirada de Trentham, tan aguda como siempre, no la había abandonado. Leonora alzó la cabeza y lo miró directamente. Él contempló sus ojos y después arqueó una ceja.

– Por lo que veo -su mirada se apartó de ella para recorrer la estancia-, ¿apruebas la decoración?

Leonora arqueó una altiva ceja.

– Me atrevería a decir que es muy adecuada para vuestro propósito. -Fuera ése cual fuese.

Con la cabeza alta, se volvió hacia la puerta. Sintió la mirada de Trentham en la espalda mientras atravesaba la estancia; finalmente, él se movió y la siguió.