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– Buenos días, señor… Perdón, es milord, ¿no?

Él sonrió levemente.

El nerviosismo de Colby aumentó.

– ¿En qué puedo ayudarle?

Tristan se lo explicó. A pesar de su aspecto, Colby era el reconocido cabecilla de los bajos fondos del territorio de Londres, incluido Montrose Place. Tristan lo había conocido, o más bien se había asegurado de que Colby supiera de él, cuando instaló el club en el número 12.

Al escuchar los extraños acontecimientos en Montrose Place, Colby apretó los dientes y adoptó un aspecto severo. Tristan nunca había creído que los robos frustrados fueran trabajo de los delincuentes locales y la reacción de Colby y su subsiguiente afirmación se lo confirmaron.

El hombre entornó los ojos. Ahora se parecía más al tipo potencialmente peligroso que era.

– Me gustaría encontrarme con ese elegante caballero.

– Es mío. -Tristan lo afirmó con suavidad.

Colby lo miró, valorándolo, y luego asintió.

– Haré correr la voz de que quiere tener unas palabras con él. Si alguno de los chicos oye hablar del tipo, me aseguraré de informarle.

Tristan inclinó la cabeza.

– Una vez le ponga las manos encima, no lo volverá a ver.

Colby asintió una vez y aceptó el trato. Información a cambio de la eliminación de un competidor. Tristan llamó a Havers, que acompañó a su invitado hasta la puerta.

Entretanto, acabó la última de sus solicitudes de información, luego se las entregó al mayordomo con instrucciones estrictas para su entrega.

– Nada de librea. Y usa a los sirvientes más fornidos.

– Por supuesto, milord. Deduzco que desea hacer una demostración de fuerza. Collisons será el mejor a ese respecto.

Tristan asintió y reprimió una sonrisa cuando Havers se retiró. Aquel hombre era una bendición. Se encargaba de la miríada de demandas de las ancianas y, sin embargo, con igual aplomo, se adaptaba al lado más duro de los asuntos de Tristan.

Tras hacer todo lo que estuvo en su mano en relación con Montgomery Mountford, Tristan centró su atención en el deber diario de mantenerse a flote con los detalles y exigencias del título nobiliario. Mientras, el reloj avanzaba y el tiempo pasaba sin que hubiera hecho ningún progreso en ese terreno.

Para una persona de su temperamento, eso último era muy irritante.

Le pidió a Havers que le llevase el almuerzo en una bandeja y continuó haciendo disminuir el montón de cartas de negocios. Tras garabatear una nota para su administrador, suspiró, apartó a un lado la pila ya completada y centró su mente en el tema del matrimonio. En su futura esposa. Era revelador que no pensara en ella como en una novia, sino como en su esposa. Su asociación no estaba basada en superficialidades sociales, sino en interacciones del día a día, prácticas y sin adornos. Podía imaginársela fácilmente a su lado como su condesa, encargándose de las demandas de su futura vida.

Suponía que, a esas alturas, debería haber considerado ya a una serie de candidatas. De hecho, si se lo pedía, sus chismosas parientes estarían encantadas de proporcionarle una lista. Había coqueteado con la idea, o al menos se había dicho a sí mismo que lo había hecho. Sin embargo, recurrir a otros para una decisión tan personal y crucial en su vida no era su estilo. Además era superfluo, una pérdida de tiempo.

A la derecha del secante estaba la carta de Leonora. Con la mirada fija en ella, con su delicada escritura que le recordaba a su autora, se quedó allí sentado y meditó mientras le daba vueltas a la pluma entre los dedos.

El reloj dio las tres. Alzó la vista, echó la silla hacia atrás, se levantó y se dirigió al vestíbulo.

Havers se reunió allí con él, donde lo ayudó a ponerse el abrigo, le dio el bastón y le abrió la puerta.

Tristan salió, bajó rápidamente la escalera y se dirigió a Montrose Place.

Encontró a Leonora en el taller de su primo Cedric, una gran habitación en el sótano del número 14. Las paredes eran de sólida piedra, gruesas y frías. Una hilera de ventanas altas, a la altura del suelo, daba a la parte delantera de la casa. En su momento, habrían dejado entrar una luz razonable, pero ahora estaban empañadas y agrietadas. Tristan se fijó en seguida en que eran demasiado pequeñas para que ni siquiera un niño pudiera pasar por ellas.

Leonora no lo había oído entrar; tenía la nariz metida en un tomo mohoso. Cuando rozó el suelo con una suela a propósito, ella alzó la vista y le sonrió encantada.

Tristan le devolvió la sonrisa y dejó que ese sencillo gesto lo animara mientras entraba, estudiando la estancia.

– Creí que me habías dicho que este lugar había estado cerrado durante años.

No había telarañas y todas las superficies -mesas, suelos y estantes- estaban limpias.

– He mandado a las doncellas esta mañana para que la limpiaran. -Lo miró a los ojos cuando él se volvió hacia ella-. No me gustan mucho las arañas.

Tristan se fijó en una pila de polvorientas cartas amontonadas en el banco, al lado de ella, y olvidó la frivolidad.

– ¿Has encontrado algo?

– Nada en especial. -Cerró el libro y una nube de polvo subió de las páginas. Le señaló el organizador de madera, un cruce entre librería y casillero, que cubría la pared de detrás del banco-. Era pulcro, pero no metódico. Parece ser que lo guardaba todo. He estado separando las facturas y cuentas de las cartas, las listas de la compra de los borradores de documentos eruditos.

Tristan cogió el viejo pergamino que había en lo alto de la pila. Era una carta escrita con tinta borrosa. En un principio, pensó que la había escrito una mujer, pero el contenido era claramente científico. Miró la firma.

– ¿Quién es A. J.?

Leonora se inclinó para comprobar la carta; su pecho le rozó el brazo.

– A. J. Carruthers.

Cuando se alejó para colocar el viejo tomo en el estante, Tristan reprimió el fuerte impulso de atraerla hacia él para restablecer el sensual contacto.

– Carruthers y Cedric se escribían con frecuencia. Parece ser que estaban trabajando en algo antes de que mi primo muriera.

Una vez guardó el tomo, Leonora se volvió. Mientras él continuaba hojeando las cartas, ella se acercó con la mirada fija en la pila de pergaminos. No calculó bien y se acercó demasiado. Lo rozó desde el hombro hasta el muslo y el deseo se encendió, ardió entre ellos.

Tristan intentó tomar aire, pero no pudo. Las cartas se le escaparon de los dedos. Se dijo a sí mismo que debía retroceder, pero sus pies no se movieron. Su cuerpo ansiaba demasiado el contacto para negárselo.

Leonora le lanzó una fugaz mirada a través de las pestañas, luego, como si se avergonzara, retrocedió un poco y dejó un hueco de menos de un centímetro entre los dos.

Demasiado, aunque no suficiente. Tristan levantó los brazos automáticamente para atraerla hacia él de nuevo, pero cuando se dio cuenta de lo que hacía, los bajó. Ella, por su parte, cogió las cartas y las extendió.

– Yo iba… -su voz sonó ronca. Hizo una pausa para carraspear- iba a revisar estas cartas. Puede que haya algo en ellas que nos ayude a descubrir algo.

A Tristan le costó más de lo que le gustaría volverse a centrar en las cartas. Estaba claro que llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Tomó aire y exhaló. Su mente se despejó. Dijo:

– Tal vez nos dejen ver si Mountford va detrás de algo que Cedric descubrió. No deberíamos olvidar que quiso comprar la casa, y todo esto es algo que él esperaba que se hubiera quedado en ella.

– O algo a lo que, al ser comprador, pudiera tener acceso, antes de que nosotros tres nos marcháramos.

– Cierto. -Acabó de repartir las cartas sobre la superficie del banco, luego alzó la vista hacia los grandes casilleros. Acto seguido, se alejó de la tentación que ella representaba, dio la vuelta a la habitación siguiendo el banco, mientras examinaba los estantes encima de éste en busca de más cartas. Sacó todo lo que vio y lo dejó sobre el banco-. Quiero que revises todas las cartas que puedas encontrar y separes las escritas en el año anterior a la muerte de Cedric.