– ¿Cuánto duró la edad de oro?
– Bastante, Kandahar, bastante… Algo más de dos años y algo menos de tres. Luego, muy suavemente, empezó la decadencia y con ella poco a poco, vinieron los juegos absurdos, las transgresiones, las provocaciones y el toma y daca de una cadena de recíprocas infidelidades que ninguno deseábamos, pero que los dos practicábamos con la cabeza muy alta y sacando pecho. ¡Qué ciegos estábamos! ¡Qué estúpidos fuimos!
– ¿Y el infierno, papá? ¿Durante cuánto tiempo os socarrasteis en el infierno?
– Otro tanto… Menos de tres años, más de dos.
– ¿Y después?
– Después, misteriosamente, empezamos a resucitar. No estábamos muertos. Algo se movía y coleaba dentro de nosotros. Ignoro cómo y porqué, pero habíamos sobrevivido. Seguí los pasos de Marco Polo, me fui hacia el sol naciente y nuestra relación, quizá por aquello-tan socorrido- de que la ausencia es aire, o por lo que fuese, entró en una fase de vertiginosa regeneración. Y así estaban las cosas cuando, zas, vino el hachazo de la muerte de tu madre con la rebaja. Inshállah!
– Y fue entonces, precisamente entonces cuando nací yo.
– El treinta y uno de julio de mil novecientos sesenta y nueve. Parto provocado. El ginecólogo dijo que era imposible esperar a que la naturaleza se decidiese. Cristina tenía que pasar por el quirófano para que le extirpasen el tumor.
– ¿Dónde estabas tú ese día?
– ¿El de tu nacimiento? ¿Nunca te lo he contado? Pues agárrate: estaba en una piojosa celda de la Prisión Federal de Hombres de la ciudad de Bombay. Más o menos, Kandahar, porque entonces no usaba reloj ni calendario. Cuestión de coherencia: era el primer jipi español de Asia y tenía que dar ejemplo.
Suspiré y arranqué otra calada del chilón. La última. En la cazoleta sólo quedaba ceniza.
– Así murió Cristina-dije a modo de aplastante corolario-y así naciste tú. Ya sabes: Dios suele dar con una mano lo que quita con la otra. Casi se podría pensar que te trajo una cigüeña. Y no venías con un pan debajo del brazo, sino con un libro. Con mi primer libro. Cristina y yo rompimos aguas al mismo tiempo.
– No del todo.
– No del todo, efectivamente, pero me gusta pensar que tu madre y yo escribimos esa novela a dos manos. La idea, en realidad, fue suya. Ella también quería ser escritora.
Guardamos otro minuto de silencio. Me incliné sobre los bártulos del alimento de los dioses y preparé con parsimonia un chilón. No me quedaba mucho chocolate y había que escatimarlo.
La España democrática era cada vez más fascista. Pronto habría que volver a las barricadas, a los encierros y a los calabozos. Cosas que pasan.
Fue, nuevamente, Kandahar quien reanudó la conversación.
– Si de verdad piensas que el amor no es un encuentro -dijo-, sino un desencuentro, ¿por qué te pasas la vida enamorándote a troche y moche?
– Eso no es cierto.
– Sí lo es.
– No, no lo es y no me obligues a enfadarme. Para este asunto tengo muy poca correa. La última vez que le puse los cuernos a mi chica fue en el neolítico.
– Vale. No es cierto ahora, desde hace cinco o seis años, pero ¿y antes, papá? A mí no puedes venirme con pamplinas, subterfugios ni cambalaches. Recuerda que casi todas las mujeres que han pasado por tu vida, desgraciadamente lo han hecho también por la mía.
– Tampoco, Kandahar. Antes, tampoco. Sé mi amiga, como decía Kipling, hasta el pie y más allá de mi cadalso. No te dejes engañar, también tú, por las malditas apariencias. Es verdad que me he emparejado conyugalmente -remaché el adverbio- nada menos que seis veces, aunque sólo en dos ocasiones accediera a pasar por el juzgado o por la vicaría, y también es cierto que mis ligues, mis fugas, mis aventurillas y mis aventurazas parecen configurar una carrera, qué digo un carrerón, de tenorio reincidente e impenitente, pero eso, Kandahar, no significa que me haya enamorado tanto ni tantas veces como tú insinúas.
– No lo he insinuado, papá. Lo he afirmado.
Y se rió al decirlo.
– ¿Y ahora, princesa? ¿Sigues afirmándolo?
– Ahora te escucho imparcialmente. Ya veremos. Termina de leer tu pliego de alegaciones y ponte luego de pie con expresión sumisa para que te notifique el veredicto.
– Así lo haré, señoría. Pero entérese antes la sala de que, en realidad, nunca o casi nunca me he enamorado. Lo juro por éstas…
Escupí en la palma de mi mano y la levanté verticalmente. Kandahar volvió a reírse.
Luego recuperé el hilo de mi alegación y añadí: -También juro por lo que usía quiera que cuando me enamoraba o, mejor dicho, cuando me creía enamorado, esa enfermedad no sé si infantil o senil me duraba muy, pero que muy poco tiempo. A los dos años, como mucho, o inclusive después de la primera noche, el amor se desvanecía.
– ¿Y qué quedaba entonces? Me refiero, naturalmente, a las relaciones conyugales-también Kandahar remachó la palabra-y no a los ligues fugas, aventurillas ni aventuranzas.
– Según, depende, chi lo sa?… De todo, ilustrísima, de todo. A veces, cariño y hastío. Otras, las menos, simplemente respeto. Y las más, ay de mí sólo inquina, rabia, frustración, resentimiento o resaca de tiempo perdido, de energía dilapidada y de oportunidad desperdiciada. Algo así como el ir y venir de la pelota en una partida de ping pong que siempre volvía a empezar y en la que nunca ganaba nadie. Una verdadera pesadilla, Kandahar. Y recurrente, como suelen serlo las pesadillas.
Marqué una pausa, inhalé un buche de humo milagroso, lo retuve, lo expulsé y dije:
– No sé, señoría, si lo expuesto vale para todo el mundo, pero en mi caso, por desgracia y por mi mala cabeza. es tan cierto como el postulado de Euclides, la ley del punto de apoyo de Arquímedes y el teorema de Pitágoras. Amén.
Volví a levantar la mano después de escupir en su palma. Kandahar, sin embargo, no levantó la sesión ni dio por terminada la audiencia pública con el clásico visto para sentencia.
– ¿Y ellas, papá? -indagó-. ¿Qué decían y qué hacían ellas? ¿Seguían enamoradas como corderitos de ti cuando tú dejabas de quererlas?
– La próxima pregunta que sea más facilita por favor. Esta es de oposición a notarías. Intentaré, de todos modos, contestarte, aunque lo lógico sería que plantearas tan ardua cuestión a las interfectas.
Me interrumpí, me rasqué con visible perplejidad la coronilla y dije:-Bueno, la verdad es que casi todas protestaban, se tiraban de los pelos, se desgarraban la minifalda, lloraban a moco tendido y aseguraban que sí, que me amaban, que todo era como el primer día, que hoy más que ayer y menos que mañana, que sus sentimientos no sólo no habían variado, sino que antes bien se habían desorbitado y llegaban ya a los cuernos de la luna…
Volví a interrumpirme, me rasqué otra vez la coronilla, abrí un inciso y comenté:
– Claro que, a lo mejor, lo de los cuernos de la luna, conociéndolas, podía ir con segundas.
Kandahar me miró, risueña, y no dijo nada. Sopesé la posibilidad durante unos segundos, puse cara de ahí me las den todas y volví a circular por mi carril.
– Eso es lo que decían y eso es lo que hacían, Kandahar, pero yo, acojonado y con las orejas gachas, sin saber dónde meterme ni cómo salir del paso, hacía y decía lo mismo que ellas mientras la nariz me crecía un par de palmos de modo que…
– ¿También tú te desgarrabas la minifalda papá?
– No, la minifalda, no. La moral imperante entonces era muy rigurosa y los hombres aún vestíamos de hombres, pero me desgarraba la túnica de sacerdote de Shiva bisbiseando hare Krishna y respirando abdominalmente en ocho tiempos. Ya sabes: cada loco con su tema. Ellas a enseñar los muslos en los pubs de moda y en los bochinches antifranquistas, y yo a sentarme durante horas en la posición del loto con los ojos en blanco y el culo dolorido. Éramos así. Había que tomarnos o que encerrarnos.