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Versículo trigésimo del segundo canto: siendo el Espíritu sempiterno e indestructible, no puede recibir el menor daño. Así que no te aflijas por ninguna criatura viviente. Y ahora -pasé la página- vamos a ver lo que dice el versículo cuadragésimo quinto del mismo canto. Aquí está: por encima de todo anhelo mundano-leí-, concéntrate en la plenitud de tu Yo.

Cerré el libro, lo lancé hacia mi mesa de trabajo con ojo y puntería de auero zen, y añadí con voz grave: -Ahora, Kandahar, mira dentro de ti y dime una cosa: en tu opinión, ¿forma o no forma parte la familia de los anhelos mundanos?

Tardó unos segundos en contestar. Luego parpadeando, reconoció:-Sí, papá. Forma parte de los anhelos mundanos.

– Nada más, hija mía. Ahí quería llevarte.

Abrió desmesuradamente los ojos, tragó saliva y preguntó sin esconder su aprensión:-¿Significa este juego, y lo que acabas de decir, que estás harto de tu familia y que ves en nosotros una trampa, una atadura, algo que se interpone entre tu cuerpo y tu alma, entre lo que haces y lo que te gustaría hacer? ¿Te librarías de nosotros, si pudieras, de la misma forma que Arjuna se libró, después de la intervención de Krishna, del peso moral y sentimental de sus parientes, de sus amigos y de sus enemigos?

La miré con algo de sorna e infinita ternura me reí, me levanté, me senté a su lado, le pasé la mano por los hombros, la atraje hacia mí, la besé en la frente y dije: -No te asustes, Kandahar, y no seas boba. ¿Cómo va a significar eso? Hablaba en abstracto. Las mujeres lo personalizáis todo, y si sois de la familia, más. Ya me conoces, ya sabes que vivo con un pie en el mundo de abajo y con el otro en el de arriba, con un ojo aquí y con el otro en Benarés. Pero el ojo de aquí y el pie del mundo de abajo tienen raíces muy sólidas. No hay quien los mueva. Mis hijos son, junto a mi madre, lo que más me importa en la vida. Con nadie me divierto tanto como con vosotros. Con nadie estoy más a gusto que con vosotros.

Lo dije de corazón. Era escrupulosamente cierto. La familia se había ido convirtiendo poco a poco en unos de los dos principales oasis y puertos de asilo de mi ajetreada existencia de nómada recalcitrante. Pero mentiría por omisión si ocultara aquí que en ese mismo momento, cuando me callé cediendo implícitamente la palabra a Kandahar, se me vino a la cabeza lo que decía Kipling, siempre Kipling, en su celebérrimo If:

Si a todos apreciáis, y poco a todos, / y nadie amigo o no, dañaros puede.

Toda la sabiduría de Levante afloraba en esos dos versos.

Y tal era, en definitiva, el estado de la cuestión.

¿Deben, pueden y quieren los monjes giróvagos, los caballeros andantes, los vagabundos, los artistas o aprendices de artistas, los guerreros y los buscadores de la Verdad tener familia?

No, no quieren, ni pueden, ni deben. Doloroso (¿o no?), pero cierto.

Esa contradicción-irresoluble ya en mi caso y de la que sólo yo era culpable-me estaba minando, me estaba chinchando, me estaba costando muy cara.

Me sentía perdido en un callejón sin salida.

En la India se reconoce el sacrosanto derecho de cualquier hijo de vecino y honrado padre de familia a retirarse del mundo, de la sociedad y de sus obligaciones cuando llega, a grosso modo a los cincuenta años, para poder adentrarse sin ánimo de retorno en el terreno y el camino del Espíritu, de la búsqueda de la Verdad y de la apuesta de la Santidad. Ha cumplido con su deber de padre, de hijo, de esposo y de ciudadano. Ha puesto su granito de arena en la historia de su país, ha vertido unas gotas de aceite en los engranajes de la sociedad y ha conseguido sacar adelante a su familia. Ya puede, en consecuencia, partir en busca de la plenitud de su Yo.

Son los sanyansin o renunciantes. Se les ve con su hatillo y su colchoneta al hombro, tan libres y ligeros como los pájaros, por todos los rincones de la península del Indostán.

Y a mí, en cambio, nadie me reconocía ese derecho. Con cincuenta y tres tacos a cuestas, se me obligaba-o yo mismo me obligaba-a seguir al pie del cañón. En mi casa, y en el seno de mi familia, pechaba con todos los papeles: era padre, madre, abuelo, marido, amante, gestor universal y paño de lágrimas. La crianza, educación y mantenimiento de mis hijos, por otra parte, aún no había terminado. Kandahar y Bruno estudiaban en la universidad. Devi sólo tenía diez años. Y algo menos de treinta la mujer que seguía siendo mi chica a pesar de que vivía con nosotros.

Y luego, para colmo, envolviendo aquel batiburrillo, estaba la vida, tentándome aún-como dijo Rubén-con sus frescos racimos. No había renunciado a ella. El vigor de la juventud, inexplicablemente, seguía acompañándome.

Llevábamos dos o tres minutos en silencio.

Volví a la tierra, y a su necio e inmisericorde trajín, cuando Kandahar me preguntó:-Si no quieres tener relaciones con personas del otro sexo, ¿por qué las tienes conmigo?

– Veo que sigues personalizando -dije-. Mira, princesa, todo lo que ha salido de mi boca atañe exclusivamente a las mujeres con las que se entablan relaciones pasionales o matrimoniales. Exclusivamente, he dicho. Métetelo bien en esa cabezota de pelo de color de otoño. Con las hijas, con las madres, con las hermanas, con las sobrinas, con las primas, con las compañeras de trabajo y con las desconocidas no hay problema.

¿Tengo que volver a repetirte que la maldad no está en la mujer ni en el hombre, sino en la pareja? Y punto final.

Sabía, por supuesto, que cada uno habla de la feria según le va en ella. Era evidente-a mis cincuenta y tres años podía decirlo sin temor a equivocarme- que yo, por lo que fuese, no servía para el matrimonio ni tampoco para el amontonamiento. Lo había intentado una y otra vez con mi mejor voluntad, y siempre me había estrellado. Pero no era eso lo peor, lo que verdaderamente me turbaba y me descolocaba. Lo malo-lo dañino para mí, para las mujeres de mi vida y, de rebote, para quienes me rodeaban-era la triste y clamorosa evidencia de que todos, absolutamente todos los disgustos y trances amargos de mi existencia, sin una sola excepción digna de mencionarse, tenían algo, poco o mucho que ver con mis líos de faldas, ya fuesen éstos conyugales, sentimentales o meramente sexuales.

Disgustos o trances amargos para mí y para los míos. Y también, por supuesto, para las baqueteadas protagonistas de mi delirante vida amorosa.

En fin…

Un pajarraco negro se me cruzó de pronto -siempre era el mismo-y, cambiando bruscamente de tema y de tono, dije: -Por cierto, Kandahar…

– ¿Sí?

Estaba adormilándose.

– ¿Cuándo te hiciste la última mamografía?-pregunté.

– No seas neurótico, papá-dijo-. Estuve con la ginecóloga un par de días antes de que empezaran las vacaciones de navidad. ¿No te acuerdas?

– No, no me acuerdo. ¿Todo bien?

– Todo bien.

Su madre había muerto a causa de la metástasis de un cáncer de mama. Y yo sé que los cánceres, por mucho que los médicos se empeñen en llevarme la contra, son tan hereditarios como los pecados capitales.

Miré el reloj y luego alcé los ojos hacia la ventana. Ninguna luz se filtraba aún por las rendijas de sus postigos.

– Ahora sí que está a punto de amanecer -dije-y creo que ha llegado el momento de apartar de mi cabeza, y de la tuya, los jodidos problemas de los hombres y de las mujeres para volver a centrarme en Jesús. ¿De acuerdo?

– Lo que tú quieras, papá. Me estoy quedando frita.

Guardé silencio mientras chupeteaba la punta del bolígrafo. Después, con un ligero toque de dramatismo, dije: -Quizá emprenda pronto un viaje.