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Porque eso sí: en cualquier caso, y saliese el sol por donde saliese, estaba firmemente decidido a cumplir la promesa que le había hecho a Jaime. Aquel tiburón con hechuras de buitre, y amigo mío, sabría el próximo lunes si Dionisio Ramírez, el escritor madrileño que pasó en absoluta soledad -como Sinuhé, el egipcio- todos los días de su vida, se embarcaba o no en la incierta aventura de escribir y publicar las memorias de Jesús de Galilea.

El martes, festividad de san José, no mejoraron las cosas. Me desperté pasada la una de la tarde con varios litros de engrudo en el cerebro.

En seguida comprobé que la casa estaba vacía. Devi, por lo visto (eso, al menos, aseguraba una nota que encontré sobre la mesa de la cocina) se había ido a comer al campo y a corretear luego por el Parque de Atracciones con la familia de una compañera de colegio que se llamaba Pepa y que celebraba así el día de su santo. Bruno como de costumbre había desaparecido sin dar explicaciones, tragado por el escotillón de su afanosa búsqueda de autonomía y de sus insoportables e inexplicables rarezas. Y de Kandahar, que era el báculo de mi congoja, ni rastro.

La secretaria, efectivamente, no había venido.

La criada pasaba todos los días de fiesta en su pueblo. Mi chica seguía viaje y, al parecer, no tenía un teléfono a mano. El puñetero loro de Cartagena de Indias estaba pachucho, tristón, con la cresta mustia y las plumas lacias, y no decía ni pío. Jumble debía de andar haciendo el golfo por los tejados y las guardillas. Y en cuanto al otro gato, el que aún no tenía nombre porque acababa de incorporarse a la comunidad de los Ramírez, lo más probable era que siguiese escondido debajo de la alacena o de cualquier otro mueble bufando a diestro y siniestro.

No hice prácticamente nada en todo el día. No desayuné, almorcé zumo de frutas y cápsulas de vitaminas, y a la hora de cenar me tomé desganadamente un plato de sobras. El teléfono, en contra de su costumbre, guardó un silencio sepulcral. Ni siquiera me molesté en sacar los bártulos del hachís para prepararme un buen chilón que me consolara y me quitara el polvo de la abulia o me hundiese del todo en ella. Puse a Jesús entre paréntesis, conté una por una y analicé con detenimiento las motas, grietas, desconchones e irregularidades del techo del cuarto de estar y no recurrí ni una sola vez al truco terapéutico de la respiración abdominal en ocho tiempos. Intenté leer sin mucho convencimiento un par de libros de escaso fuste y en ninguno de los dos pasé de la primera página. Al dar las cinco de la tarde en el reloj de péndulo del comedor acepté la idea de que la jornada estaba perdida, me tiré como un trapo sucio delante del televisor y absorbí sin pestañear ni rabiar, durante muchas horas, dosis masivas de veneno, de patrañas, de idioteces, de tetas de silicona, de muslos de futbolistas, de anuncios de detergentes y de consignas subliminales elaboradas, envasadas y lanzadas al éter por los nauseabundos periodistas pesebreros del partido en el poder.

Me acosté a las nueve y dormí-del lobo un pelo-como un bendito: diez horas de un tirón sin pesadillas, sin dar vueltas en la cama y sin abrir la boca. Se conoce que estaba agotado y que, sin saberlo, confiaba en que se cumpliese también para mí el pronóstico y el deseo formulados por Escarlata O'Hara en la última línea de aquel culebrón ecuménico que se llamaba (y se sigue llamando) Lo que el viento se llevó.

Vale decir: mi subconsciente confiaba en que mañana, después de todo, fuese otro día.

Y lo fue, ya lo creo que lo fue.

El miércoles amaneció plomizo, lluvioso abrupto y encabronado. Salté de la cama a las siete, una hora antes de que sonara el despertador, y puse manos a la obra. El ángel y el demonio-puntuales, feroces, intransigentes-me habían dado un ultimátum. La lucha se intensificaba. No podía seguir perdiendo el tiempo a la espera de que el árbitro pitase el final del partido mientras el marcador registraba un empate.

Tenía que tomar una decisión.

Y al menos una cosa, en medio de aquel confuso e infame gatuperio, saltaba a la vista: yo no era capaz de pasar el Rubicón a solas inclinándome por el sí o por el no. Necesitaba ayuda. Alguien -un brujo, un amigo, una madre, una mujer enamorada, un guía espiritual-tenía que darme un empujón para que me cayese al río y el agua me refrescara, me enjuagara y me aclarara las ideas.

Cogí la libreta de los teléfonos y repasé los nombres anotados en sus páginas. Al final, después de darles no pocas vueltas, decidí empezar por Herminio, el mariquita gallego que se me había acercado una mañana en el estanque del Retiro con la intención de tirarme los tejos y que desde ese mismo día-despechado, pero feliz- se había convertido en mi echador de cartas, en mi oráculo de Delfos, en mi sumo sacerdote del tarot.

Tenía veintinueve años, pesaba cincuenta y ocho kilos prorrateados,-tocaban a poco-entre ciento setenta y siete centímetros de estatura y hablaba con la melosa y melodiosa cadencia de las muchachas de Muros (que son, según los expertos en antropología cultural, las más guapas y embaucadoras de toda Galicia).

Era lo que se dice un virtuoso de la lectura del destino, un príncipe de los naipes, un artista de las ciencias ocultas y del psicoanálisis sagrado.

Y, además, vivía-eso fue, en el fondo, lo que me decidió a empezar por él mi romería de petición de árnica-a un tiro de piedra de mi casa.

Se acostaba siempre muy tarde, empantanada hasta las tantas en los cazaderos y atolladeros del amor oscuro, y se levantaba, lógicamente cuando los niños salían del colegio. Vivía, como casi todos los homosexuales, solo y, sin duda solo también moriría. Pero no le importaba. Había apostado por sí mismo, sin trampa ni cartón, y eso le obligaba a sobrevivir-o a gastar la vida-dando la espalda a la sociedad. Sabía, como lo saben todos los maestros cantores del ocultismo que la Luz únicamente desciende sobre las personas que se atreven a escarbar sin miedo en sus propias tripas, que así aprenden a conocerse y a aceptarse, y que a partir de esa aceptación y de ese autoconocimiento obran en consecuencia sin detenerse nunca para mirar atrás.

Hice tiempo -febril, nervioso, demudado- hasta que oí dar las cuatro y media en el reloj de péndulo y sólo entonces, con pulso tembloroso, me arriesgué a telefonearle. No quería turbar su sueño ni interrumpir su descanso. Por nada del mundo-ni incendio, ni terremoto, ni impacto de meteorito, ni hecatombe nuclear-me hubiese atrevido a ello. Y no, como cabe imaginar por respeto, por buena crianza o por miedo a su reacción, sino por puro egoísmo: sabía por experiencia que el quinqué del tarot no ardía en su corazón ni se encendía en su mente cuando estaba cansado. Para que el sésamo, ábrete, golpease la roca y ésta se abriese, Herminio-flor de acequia, rosa de pitiminí, mariconazo de tente mientras cobro-tenía que encontrarse en plena forma.

Yo, de hecho, le llamaba, entre bromas y veras princesita del almendro y él, al escuchar ese apodo, se sonrojaba, se estremecía de gusto y temblaba como una hoja de hierba de Walt Whitman.

Marqué su número, oí su voz, contuve el impulso de creer-siempre me sucedía-que estaba hablando con una chica y dije: -Soy Dionisio. ¿Te despierto?

– No, corazón, no me despiertas-contestó-.Entre otras razones, cariño, porque para ti siempre estoy despierto. Puedes entrar en mi habitación cuando se te antoje y, naturalmente, sin avisar. Me encantan las sorpresas. ¿Por qué no quieres que te deje una llave de mi casa? Eres malo avieso, machista y desdeñoso conmigo. Ya me vendrás a buscar cuando te castigue Dios. Recuerda que la vida es larga y que yo sólo voy a cumplir treinta, no como tú, que eres un vejestorio.

Bromas de mariquita solterón -pese a su edad-que yo, cuando estaba de buenas y con tiempo por delante, le seguía. Pero esta vez, ay ni tenía tiempo para vacilar ni estaba de buenas.

Le corté, le pedí perdón por el tono de mi voz y por mi prepotencia-justificadísima, dije, por las circunstancias-y le pregunté si podía recibirme y leerme las cartas esa misma tarde.