Podía, claro que podía. ¡Faltaría más! Verme -comentó- era un placer tan intenso como el que le producían los orgasmos, aunque por desgracia mucho menos frecuente.
No esperé a que se arrepintiera. Me puse un chubasquero y salí a la calle. No había un alma.
Entré en el cafetín de la esquina, que estaba a rebosar, y pedí un carajillo doble. La crisis evangélica-llamémosla así-me empujaba hacia el alcohol. Estaba violando todos los mandamientos de la nueva era, que yo mismo,-en fraterna colaboración y comunión de ideas con un grupo de adelantados del Espíritu y de insurrectos frente al Sistema-me había esforzado por trasladar con relativo y sorprendente éxito, desde las playas y comunas de la risueña California hasta los áridos pegujales de mi país. ¡Si mis correligionarios y acólitos me viesen!
Pero no había riesgo, no frecuentaban esos ambientes de clase obrera, humo de tagarnina, lingotazo de cazalla servido en copa de coñac, serrín en el suelo, café de cazuela, venablos a discreción y apasionadas discusiones sobre el resultado y el arbitraje del partido de fútbol de la víspera. Santiago, y cierra España.
A las cinco menos siete minutos entraba como un obús por el portal de la casa de Herminio subía de dos en dos los peligrosos escalones de madera desbastada por el paso del tiempo y por las rugosas suelas de los zapatos de los vecinos y de sus adláteres,-aquel barrio de artistas, de putas, de navajeros, de heroinómanos y de señoras haciendo punto en sillas de enea con un chal negro sobre los hombros hundía sus cimientos en uno de los núcleos más antiguos de la ciudad- y golpeaba sonoramente la puerta del cubil del brujo (y picadero coquetón de treinta y ocho metros cuadrados y abigarradamente aprovechados) con la aldaba de hierro renegrido que muchos años atrás, y en recuerdo de una noche al parecer inolvidable, le había regalado un farmacéutico sordo de las montañas de Orense.
– ¿Qué mosca te ha picado? -dijo el mariquita al abrirme.
Y acto seguido me indicó con un gesto de sus manos huesudas la mesa de camilla que utilizaba para desplegar ante la mirada atónita de sus clientes y de sus queridos el fastuoso espectáculo de sombras chinescas protagonizado por las figuras e imágenes del tarot.
Herminio llevaba un batín corto y ceñido de color violeta con la carota del boxeador Cassius Clay estampada en el trasero de la prenda y delicadamente rodeada por un óvalo de cordoncillo en relieve. Los mofletes del negrazo se hinchaban y deshinchaban siguiendo el hilo de los sinuosos y cadenciosos movimientos de las nalgas del zahorí. ¿Dónde habría comprado éste semejante pingo de marujona insatisfecha y sin estudios? Seguro que se lo había puesto para mí. Ya le agradecería después el detalle y le felicitaría por el hallazgo.
Era aquel salto de cama-aquella apoteosis del kitsch-un gozo para la vista, un derechazo al buen gusto, una pieza de museo de los horrores, una obra maestra de la lencería homosexual.
Obedecí la indicación de Herminio y me dirigí hacia la mesa de camilla. Empezaba a atardecer, pero la única habitación existente en aquel cuchitril de loco sublime no necesitaba de la oscuridad exterior para que la penumbra la envolviese.
Sabido es que tanto los homosexuales como los videntes adoran las velas. Y Herminio era lo uno y lo otro-vidente y homosexual-y las dos cosas, por añadidura, de nacimiento. Nada tenía pues, de particular el hecho de que la pieza estuviese invadida (y muy débilmente alumbrada) por diez o doce velas de todos los colores, formas y tamaños.
El resto de la decoración era pacotilla de jipi venido a menos comprada en el Rastro.
Del tocadiscos, que también era una reliquia de museo, brotaba milagrosamente una canción.
Milagrosamente, digo, porque a la luz de mis escasos conocimientos tecnológicos y fonográficos era imposible entender cómo diantre llegaba la canción de marras hasta mis oídos por entre los saltos, eructos, carraspeos, gargarismos y rechinar de dientes de la antigualla.
Pero llegaba, vaya si llegaba, y probablemente no sólo hasta mí y hasta su propietario, sino también hasta las sufridas orejas de los restantes inquilinos del inmueble, convencidos todos-desde muchos años antes-de la inutilidad de avisar a la policía para pedirle que metiera en cintura, insensata pretensión, a aquel gallego aquijotado y metafísico que parecía una meiga con faralaes.
La canción era de los Beatles y se llamaba Abbey Road. Supuse que la Princesita del Almendro también la había escogido pensando en mí como el deshabillé con la efigie de Cassius Clay y en mi irreprimible nostalgia de los años sesenta. Muchas veces, en efecto, había escuchado yo ese himno oficioso de la Década Prodigiosa psicodélicamente arrellanado en los divanes morunos del salón de música del piso de la pequeña ciudad provinciana. Los homosexuales, por lo que a lo largo de mi vida de maratoneta nocturno he podido comprobar, tienen memoria de elefante diplomado en la Sorbona y cuidan hasta extremos realmente inverosímiles las nimiedades cotidianas de las que muy a menudo depende la felicidad o la infelicidad de los seres humanos.
Ya lo dije antes: no había tiempo que perder. Y no lo perdí. Esquivé como pude las zalemas y los requiebros de mi anfitrión y entré brutalmente por uvas.
– Herminio-le solté a bocajarro-, necesito que me ayudes, pero sin formular preguntas. Sé que eres un cotilla de tomo y lomo, como todos los de tu especie, y que al pedirte lo que te pido en las condiciones en que te lo pido te estoy asestando una cuchillada trapera. Entiéndelo, Princesita del Almendro, y perdóname. Te prometo que tú serás una de las primeras personas en enterarte de la tostada cuando mis labios dejen de estar sellados por la neurastenia.
Se rió, asintió y dijo:-Lo que tú mandes, Robert Redford, pero conste en acta que los cartomantes y los maricones somos como los curas: todo lo que decimos y lo que oímos, lo oímos, y lo decimos, bajo riguroso secreto de confesión.
– Sí-comenté-, especialmente los maricones.
– Por la cuenta que nos trae-dijo Herminio con acidez.
Se levantó, fue a buscar la baraja del tarot-utilizaba siempre el llamado del Universo-y yo le esperé en la camilla con el alma en vilo. Tenía una fe casi ciega en él, en sus análisis y en sus predicciones, que no eran-las últimas-tales, sino sosegado y dulcísimo descorrer de cortinas y velos de Isis (ahora sí, Kandahar) para que el beneficiario de esa operación de luz, con la pupila del tercer ojo dilatada al máximo, pudiera asomarse sin pestañear a sus abismos interiores.
Pero mi fe, por muy cegata que fuese, no se debía a la amistad ni a la credulidad ni al voluntarismo, sino a la experiencia. En lo tocante a mí Herminio jamás había marrado un golpe. Y en cuanto a los demás, por lo que se me alcanzaba tampoco.
Le expliqué que tenía entre manos un viaje inminente de vital importancia para mí y, en consecuencia, para los míos y que -por una serie de circunstancias, contrariedades, contradicciones y pejigueras que no venían al caso- me sentía incapaz de decidir si debía emprender o no ese viaje, simultáneamente celestial y diabólico, al fondo de lo desconocido. Y ese era el problema -añadí-que con tanta premura y nerviosismo casi histerismo, me había llevado hasta él en aquella tarde lúgubre, lluviosa y cargada de esplín del último día del invierno.
Fue extremadamente lacónico. Dijo que muy bien, que se daba por enterado y que iba a buscar y encontrar el sentido de mi dilema echándome siete cartas, porque siete-aclaró-era el número sagrado de la Cábala (y yo, al oírlo, me estremecí, pues al fin y al cabo estaba preguntándole si era o no conveniente para mí visitar el epicentro, capital y tabernáculo del orbe judío), y por último me explicó que luego, tras la lectura e interpretación de esos siete naipes, pondría sobre la mesa -fuera de concurso, por así decir- el octavo y, al parecer, resolutorio.