– Empecemos por la primera. Di todo lo que puedas alegar en tu descargo.
– En diciembre de mil novecientos sesenta y nueve, cuando visité el templo de Konarak, acababa de cumplir treinta y dos años y me encontraba en una difícil situación psicológica y, si el adjetivo no te ofende por su tufo sindicalista, laboral.-¿Laboral?
– Por así decir. Desde mi más tierna infancia quise ser escritor y, fiel a mi carácter y a la sandunguera extraversión que Dios me ha dado nunca me tomé la pudorosa molestia de esconder ese propósito. Al contrario: presumía de ello me jactaba, lo proclamaba a los cuatro vientos se lo restregaba en el morro a mis amigos, a mis enemigos, a los profesores, a los compañeros de clase, a mis correligionarios en el tira y afloja antifranquista, a las chavalas, a la portera, a los miembros de mi familia y a todo bicho viviente.
– Seguro que Si, seguro que esta vez no exageras, Dionisio. No me cuesta ningún trabajo creerte. Siempre has sido un bocazas. ¿Ligabas así?
– Claro que ligaba. Las chicas-tú no las conoces y no puedes saberlo-suelen ser muy sensibles a esas cosas.
– Yo también lo soy, encanto.
– Naturalmente, brujita. Pues sí: ligaba, y me ponía moños…
– ¡Huy! ¡Estarías preciosa!
– … y me daba pote, y me disfrazaba de poeta maldito, y llevaba a todas partes-por extemporánea que mi actitud resultase-un libro bajo el brazo, y tomaba notas viniese o no a cuento en libretas de tapas de hule. O, mejor dicho, fingía que tomaba notas, porque todo aquello era -o empezó a ser a partir de un determinado momento-un paripé mucho más peligroso que gracioso.
– ¿No era cierto que quisieras ser escritor?
– Claro que era cierto, y muy cierto, pero lo malo, Herminio, es que no escribía prácticamente nada, ni una página, ni un párrafo, ni una línea, ni una palabra. Sólo, con sacacorchos y de vez en cuando, algún que otro versito de mierda. Todo se me iba por la boca.
– Y por el pito.
Me eché a reír.
– Tienes razón -convine-. Y por el pito. ¿Cómo rayos podía escribir sesudas y voluminosas obras maestras de la historia de la literatura universal si dedicaba casi todo mi tiempo a seducir mujeres o a separarme de ellas para saltar a los brazos de otras? Una vida infernal, Herminio. Y mientras tanto, de idiotez en idiotez y de entrepierna en entrepierna, los años iban pasando y acumulándose en mi carnet de identidad, los amigos-mal que bien y poco a poco-empezaban a hacer pinitos literarios de cara al público y a cosechar sus primeros y muy relativos éxitos, y yo, en el ínterin, seguía tan puñeteramente varado en dique seco como las barcas de las verbenas. Seco, sí: ésa es la palabra. Te aseguro brujita, que mi situación-de cara al mundo exterior y también, y sobre todo, a solas por la noche frente al espejo- llegó a hacerse insostenible. Las mujeres me lo reprochaban dentro y fuera de la cama, la familia me miraba de través y los amigos se pitorreaban de mí dándose codazos por lo bajinis. Mi vida, Herminio, estaba convirtiéndose en una farsa repugnante.
– No exageres, hermoso. A Henry Miller, salvando todas las distancias que sea preciso salvar, le pasó lo mismo. Y tenía ya más de cuarenta años de holgazanería y sexus cuando un buen día, abandonado por la puta de su mujer pegó un puñetazo en la mesa, rompió la baraja se largó a París desde Nueva York, conoció a Anais Nin y a Lawrence Durrell, sajó la pústula se espatarró y parió el Trópico de Cáncer. Fue la primera en la frente. Y ya no dejó nunca de escribir.
– No menciones la soga en casa del ahorcado, Herminio. Se nota que eres vidente, porque acabas de poner la bala donde pusiste el ojo. ¿Sabes que el ejemplo de Henry Miller me sirvió durante mucho tiempo de estímulo, de consuelo y de escudo protector frente a las insidias de mis semejantes, en general, y de mis futuros colegas en particular, y me ayudó -dentro de lo que cabía, que no era mucho-a nadar, a guardar la ropa y a ir tirando?
– ¿Para qué sirve remover todo eso, Dionisio? Ya no tiene ninguna importancia. La fuerza de los hechos se la ha quitado, porque lo cierto-te guste o no, llorica-es que te convertiste en un escritor caudaloso, que las enciclopedias hablan de ti y que tu próximo libro, si no he echado mal las cuentas, será el decimoquinto en la lista.
Decía tu admirado Hemingway que importa más el fin de algo que su principio.
– Esa frase es de la Biblia -apunté distraídamente-. Hemingway la sacó de allí.
– Olvidaba tus estudios evangélicos. Las enciclopedias no deberían citarte como escritor, sino como Padre de la Iglesia. ¿Cuándo subes a los altares?
– Cuando en Roma se enteren de la paciencia que tengo contigo. Y ahora, por favor, déjame terminar mi cuento. ¿Quieres saber cómo y cuándo me convertí en un escritor de verdad, en un escritor que escribía y que, desde entonces no ha dejado de hacerlo?
– No hace falta que me lo digas, porque se te ve venir. Apuesto doble contra sencillo a que te convertiste en escritor a tu regreso de Konarak. ¿Acierto?
– Aciertas, sabelotodo. Fue como un milagro como si amaneciera, como si el polen de la flor amarilla me hubiese preñado. Llegué a España, descargué-como Henry Miller-un puñetazo en la mesa, desenfundé la máquina de escribir (que tenía polvo de siglos), rompí aguas y puse la primera línea de mi primera novela. Tres meses después estaba vista para sentencia. Y ya todo fue coser y cantar, Herminio, excepto en lo tocante al libro sobre Jesús.
– Por cierto: ¿cómo va eso?
– Olvídate. Y a lo que íbamos-: ¿te convence la prueba que acabo de darte? ¿Empiezas a creer que las tres flores amarillas están indisoluble e hipostáticamente unidas entre sí como según la Iglesia, lo están las tres personas de la Santísima Trinidad?
– ¿Otra vez a vueltas con la teología?
– Anda, sé bueno y reconoce que estás impresionado.
– Estoy impresionado. Dame la segunda prueba.
– Inmediatamente. Y átate bien los machos…
– Imposible.
– … porque es reciente.
– Especifica fecha y lugar. Y abrevia, que ya es noche cerrada y tengo una cita galante.
– El asunto empezó hace cosa de un año y pico en el casón de los jesuitas de Madrid.
– ¿Empezó?
– Sí, empezó, porque todavía no ha terminado.
– ¿Qué hacía un chico como tú en un sitio como ése? ¿Algún trámite de tu proceso de canonización?
– Me habían invitado a dar una conferencia sobre temas de parapsicología y al final saqué a relucir la historia de la flor amarilla. La conté más o menos, tal y como la cuento en el libro.
– ¿Y qué pasó?
– Nada. De momento, nada. Terminé de hablar, capeé el coloquio, saludé al respetable, me despedí de los organizadores y cada mochuelo se fue a su olivo. Pero alrededor de quince días más tarde recibí una llamada telefónica. Una extraña llamada. Era de una desconocida…
– Ya estamos. Cherchez la femme. Como de costumbre.
– … una señora de media edad -aunque eso no lo supe hasta que la vi-que con voz ligeramente lúgubre…
– ¡Lagarta! Seguro que quería impresionarte.
– … me dijo que tenía que darme algo, que se trataba de una cosa muy importante para mí -no para ella, recalcó- y que, si consentía en recibirla, no me arrepentiría.
– Y la recibiste, claro. Supongo que esa misma noche, bien perfumado, a media luz los dos, con una película porno ya preparada en el vídeo y, naturalmente, en paños menores, ¿no? ¡Pendón, que eres un pendón!
– Esta vez sólo aciertas en lo primero, bruja. Nunca me han gustado las mujeres maduras. Yo que tú revisaría y apretaría las tuercas de la clarividencia, porque deben de andar un poco flojas.
– Sí, por culpa del continuo tracatrá al que me entrego con descoco todas las noches. Sigue verdugo.
– Sigo. La misteriosa desconocida vino, pues a verme e inmediatamente observé que traía en la mano un pequeño paquete primorosamente envuelto en papel de regalo. La invité a pasar y a sentarse en el saloncito de las visitas, no quiso beber nada, intercambiamos unas cuantas vaguedades -las de rigor- y enseguida me explicó que era profesora de yoga y adicta a la nueva era…