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– La clásica mariconchi insatisfecha y menopaúsica.

– … que había asistido a mi conferencia en la casa madre de los jesuitas y que, un par de días después, había ido a la sede madrileña de los rosacruces para escuchar en ella a otro tipo tan pirado, supongo, como yo.

– No creo que existan.

– Y en la puerta del salón de actos se topó al parecer, con un par de miembros de la secta plantados allí para entregar a todo el que entraba, como saludo de bienvenida, una rosa tan bonita, princesita, tan bonita como tú.

– ¡Zalamero! ¿Me dejas que adivine el desenlace? Está cantado: la desconocida abrió el paquete y sacó de él la flor de Borges que le habían regalado los rosacruces. ¿A que sí?

– Caliente, Herminio, muy caliente, pero espera un poco, que el asunto no es tan simple. La rosa que le dieron era amarilla, como la de la muerte del poeta Marino, pero la desconocida -que ya empezaba a dejar de serlo para mí- no reparó en la coincidencia. Se fue a casa con su regalo a cuestas, colocó la flor en la peana de una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y se olvidó de ella hasta tal punto que ni siquiera se preocupó de ponerla en un jarrón o en un vaso con un poco de agua.

– Acaba de una vez. ¿Te acostaste o no te acostaste con ella?

– Deja de graznar, maricón… La señora, a todo esto, que ya se me olvidaba, tenía en su biblioteca desde hacía mucho tiempo, y entre otros libros míos, mi primera novela, ésa que está ahí -la señalé-, sobre tu camilla, y después de oír mi conferencia en el casón de los jesuitas se decidió a leerla, cosa que hizo, pian piano, durante las dos semanas siguientes. Y así fueron pasando los días y las páginas hasta que llegó al capítulo que acabamos de releer juntos.

Me interrumpí para mojar los labios en el vasito de orujo de las montañas de Orense que Herminio me había servido al llegar a su casa y que estaba muriéndose de risa y de calor junto a la palmatoria de una de las velas, y seguí en el uso de la palabra.

– Lo leyó-dije-y al terminarlo levantó casualmente, o quizá causalmente, la mirada hacia el altarcillo del Sagrado Corazón y descubrió, con el estupor que cabe imaginar, que la rosa seguía tan fresca, tan lozana y tan rozagante como el primer día.

– ¿Púrpura del jardín, pompa del prado?

– Tienes buena memoria. Pues sí, Herminio supongo que sí, más o menos. Y entonces, la señora, intrigada, hizo lo mismo que habrías hecho tú: se levantó, se acercó a la imagen de Jesús cogió la rosa, la olió, la miró y la remiró de arriba abajo, la puso al trasluz, volvió a olerla y se quedó acojonada.

– ¿Por qué?

– Porque de repente empezó a atar todos los cabos sueltos: el faquir de Konarak, el texto de Borges, mi conferencia, la rosa de los rosacruces(que no se marchitaba), el Sagrado Corazón de Jesús -descargué un hachazo fonético con pretensiones fonológicas sobre la palabra corazón- y una novela, la mía, escrita por un hombre que no ocultaba su pasión y su obsesión por el Galileo, en la que se cuenta de pe a pa la historia de la flor amarilla.

– Una novela, además -terció Herminio-que se titula El camino del corazón.

Y fue él, esta vez, quien subrayó la última palabra.

– Exactamente. Pasmoso, ¿no?

– Toda una cadena de casualidades.

– De casualidades, no. De causalidades. Y fue entonces cuando la desconocida decidió entregarme el cuerpo del delito y me llamó por teléfono.

– ¿Fin de la película?

– No, no, ni mucho menos. La película, como te anticipé al principio, sigue dale que te pego y no lleva trazas de terminar.

– ¿Qué quieres decir?

– Que la rosa está en mi mesa de trabajo junto a la cruz cátara que compré en Montségur guardada en la misma urna de cristal de roca en la que me la trajo la desconocida. Y ahora, Herminio, viene lo gordo. Agárrate. Me creas o no la rosa sigue tal cual, fragante, reventona, perfecta, maravillosa, en sazón, llena de salud y con cutis de porcelana.

– ¿No se ha marchitado?

– No se ha marchitado, brujita. Y lleva bastante más de un año allí y así.

– ¿No se ha secado?

– No se ha secado. La tocas y parece como si estuviera mojada por el rocío.

– ¿No se ha arrugado?

– Ya te he dicho que no.

– ¿Ni siquiera un poquito? ¿Unas patitas de gallo como éstas?

Y se tocó con coquetería las comisuras de los párpados.

– Ni siquiera un poquito.

– ¿Huele?

– Como deben de oler los ángeles.

– ¡Válgame Dios!

– Pues sí: que Dios nos valga y se eche al quite, porque nunca, entre todas las cosas inverosímiles e inexplicables que hasta ahora he presenciado en la vida, había visto nada tan parecido a un milagro como esto.

El vidente bajó la cabeza, miró con detenimiento la flor amarilla del naipe y guardó silencio. Yo le imité. Así estuvimos durante dos o tres minutos, abismados los dos en la taciturna contemplación de los arcanos del universo.

Luego, la brujita me miró, sonrió con timidez y dijo: -¿Quieres que termine de echarte el tarot?

Asentí. Herminio, que no parecía muy seguro del terreno que pisaba, añadió: -Aunque, la verdad, ya no sé si es necesario o, por lo menos, conveniente. El oráculo se ha pronunciado.

– Pero su mensaje, como siempre, es ambiguo. Vayamos hasta el final.

Tiró una carta: la sexta.

Era el Hierofante.

En su superficie vi una habitación de piedra granítica con una ventana de madera sin barnizar que se abría a un lejano horizonte de altivos picachos. El sacerdote, dibujado de perfil, ocupaba el centro de la estampa. Por una de las dos esquinas superiores asomaba un trozo de sol como si el astro-equiparándose a la luna-estuviera en cuarto creciente. La escena pintada en el naipe resultaba desasosegante. Dionisio sintió que su entereza zozobraba.

El vidente dijo: -Primer dato: situación apocalíptica dentro de ti. ¿Verdadero o falso?

– Verdadero-admití.

Pero no expliqué hasta qué punto lo era.

– Segundo dato: catarsis, Dionisio, como en la tragedia griega. O sea: explosión, purificación, regeneración, liberación inminente siempre y cuando…

Se calló, titubeó, reflexionó como si buscase algo-la expresión de su rostro le delataba-y por fin, con ostensible y contagiosa inseguridad reanudó la frase donde la habían cortado los puntos suspensivos.

– … siempre y cuando -repitió- el Viajero de las Puertas, que está a punto de recibir el magisterio de la luz, escuche la llamada y responda a ella desde su interior.

Lo dijo arrastrando las palabras, empujándolas, troceándolas. No era él quien las escogía.

Algo o alguien hablaba por su boca.

Mientras tanto, alrededor de nosotros, el aire se cuajaba, se solidificaba. Habíamos envejecido bruscamente: debíamos de parecer dos ancianitas encorvadas sobre la mesa de camilla. El tocadiscos había dejado de toser y de sonar. Los vecinos -pensé- exhalarían un suspiro de alivio. Algunas de las velas se habían consumido y la figura del vidente estaba envuelta por las sombras. Sólo alcanzaba a distinguir con relativa nitidez sus ojos, que fosforescían, y el agujero de su boca, que se movía con vocación de silencio y creciente dificultad, como si las escasas palabras que salían de ella fuesen visibles y palpables.

Recordé mi pasión infantil-que no se había apagado en mi edad adulta-por la Eneida. La recordé porque Herminio, en aquel momento, parecía la Sibila de Cumas descendiendo al Hades con el héroe.

– ¿El Viajero de las Puertas?-pregunté silabeando con lentitud, como si tanteara en la oscuridad-. ¿Y quién es ése? ¿Un socio con el que no habíamos contado?