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– ¿Cómo si una fuerza oculta tocase las fibras más hondas del alma del pueblo?

– Sí. Lo explicas muy bien. Eso es exactamente lo que sentí y lo que pensé.

Estallé en carcajadas.

– Herminio -dije-, no sé qué te pasa hoy. Has vuelto a mentar la soga en casa del ahorcado. Seguimos con la racha de causalidades. Soy uno de los mayores expertos del país en todo lo tocante a la mitología, al simbolismo y a los usos y costumbres, que son curiosísimos, de la historia y de la crianza del gusano de seda.

– ¿Tú?

– Yo, brujita, yo. Aunque te cueste creerlo. No negarás que soy un pozo de sorpresas.

– Nunca lo he negado. Los achares que me das y los sufrimientos que tu displicencia me causa no me impiden reconocer tus escasos méritos. Eres un pájaro de cuenta y un tenorio sin entrañas, pero resultas divertido. Explícame cómo carajo se convierte un novelista con insensatas pretensiones de gurú en entomólogo y sericultor.

– Hay precedentes, Herminio. Junger y Nabokov, sin ir más lejos, comparten o compartían esa afición. No olvides que tanto el uno como el otro figuran en la lista de mis escritores preferidos.

– De los lepidópteros al Nóbel… ¿Es esa tu trayectoria, Dionisio?

– Sí, pero lo que busco es el Nóbel de zoología, no el de literatura.

– No me has explicado…

– Te lo explico ahora, aunque debería de ser nuestro común amigo Sánchez Dragó quien lo hiciera. Él es el culpable de mi metamorfosis.

– Nunca mejor dicho: de lombriz a polilla. Cuéntame qué cirio lleva el tarambana de Fernando en este entierro.

– ¿Y si llegas con retraso a tu cita galante y el maromo se te ha ido? No querría echar esa responsabilidad sobre mis hombros.

– No hay cuidado. Me espera en su picadero.

– ¿Has visto a Dragó últimamente?

– ¡Que va! Hace casi un par de años que sólo sé de él por los periódicos y por la tele. Ya no me llama nunca ni viene por aquí. Se conoce que ha encontrado otro vidente y que me pone los cuernos con él. ¿Qué es de su vida?

– Lagartijeando, como de costumbre. Dice que ya no es escritor, que la literatura se le queda chica y que, en cualquier caso, chica o grande que sea, no tiene ningún sentido dedicarse a ella en un país tan sórdido, gregario y traicionero como éste.

– ¡Qué exagerado! Casi tanto como tú.

– Ya sabes que somos hermanos de horóscopo, porque los dos nacimos el mismo día del mismo año a la misma hora y en la misma ciudad. Es lógico que nos parezcamos. Las estrellas mandan.

– ¿Y qué pretende hacer? ¿Por dónde va a salir ahora?-Jura y perjura que lo suyo es la sanación integral y la farmacopea alternativa. Dice que en lo que a él respecta se acabaron las vaguedades idealistas y espiritualistas. Quiere ser útil al prójimo de una forma tangible, concreta, y asegura que para conseguirlo va a convertirse cueste lo que cueste en un terapeuta de la Nueva Era.

– ¿Una especie de curandero ilustrado?

– O de saludador a la antigua usanza con un toque tecnológico de Silicon Valley y otro, más o menos metafísico y mágico, de medicina ayurvédica. Ya sabes: imposición de manos, chakras, corrientes de energía cósmica y telúrica, yinseng, guaranat, vegetarianismo, taoísmo, macrobiótica cristales, gemas, meditación, numerología…

– Cosas serias.

– Sí, cosas serias, aunque no todas… Pero no estoy seguro de que Fernando, a su edad, haga bien dedicándose a ellas. Podrían estallarle en las manos.

– Ya se cansará.

– No sé qué decirte. Parece muy decidido.

– ¿Se ha vuelto loco?

– No. Siempre lo estuvo.

– ¿Y el gusano de seda?

– Su último juguete.

– ¿Terapéutico?

– Sí, claro…

Y entonces le conté-sin descender a excesivos pormenores, pues mi interlocutor, nervioso ya por la inminencia de su encuentro amoroso, zapateaba y se revolvía en el asiento-otra historia ejemplar, tan ejemplar, por lo menos, como la de Elisabeth-Kubler-Ross. Cogí, metafóricamente, de la mano a Herminio y me lo llevé hasta un recóndito lugar de Córcega, casi una cueva de Drácula o de Frankenstein, pero una cueva colgada de las cumbres de una esplendorosa cadena de montañas inaccesibles e iluminada por la luz del conocimiento, por el atanor de la alquimia, por el fuego de Prometeo y por la lámpara de Aladino.

Cerca de allí nació al nacer el siglo (y allí-en la Caverna de las Ideas-se refugiaría más tarde) el doctor Bordás, un biólogo ilustre que renunció al dinero, a la fama y a la consideración de sus colegas para entregarse por completo, en alma y vida, al minucioso estudio de los gusanos de seda. Al parecer, le fascinaban y es comprensible, esos hermosos animales escrupulosamente consagrados-como el propio doctor Bordás-al cumplimiento de la no menos hermosa misión que los había traído al mundo. Fue un flechazo seguramente recíproco. Y así, poco a poco, de deducción en deducción, de dato en dato, de detalle en detalle, de sorpresa en sorpresa, el científico llegó a la conclusión de que aquellos apacibles animales poseían una fortaleza y una capacidad de regeneración biológica verdaderamente formidables, y eso por dos motivos: uno común a todas las criaturas de su especie y otro que sólo a ellos a los gusanos de seda, convenía.

En primer lugar -y para este viaje, ciertamente, sobraban las alforjas del estudio-sabido es que las orugas, cualesquiera que sea su género, transforman, reciclan y regeneran todas las células de su cuerpo al abandonar el estado de larvas y pasar al de mariposas.

Eso, por una parte.

Por otra, y en segundo lugar, los animalitos en cuestión, pese a su frágil apariencia, eran capaces de romper un capullo elaborado con muchas capas de seda minuciosamente entretejidas; y la seda-también sobra recordarlo-es la tela más resistente y dura de roer entre cuantas existen en el mundo.

El doctor Bordás consideró ambos hechos e infirió la posibilidad-destinada a convertirse en único norte de su vida-de que la crisálida del gusano de seda escondiese el secreto de un elixir de la eterna juventud, de una panacea de alquimista, de un regenerador celular susceptible de ser aplicado con éxito al endeble cuerpo humano. Y entonces, como Fausto al enloquecer por Margarita, quemó las naves, se enemistó con sus colegas, fue fulminante e inmisericordemente expulsado de la comunidad científica internacional -que no tuvo en cuenta la altura y la hondura del saber que le avalaba- y se encerró de por vida con una mujer, y con miles de gusanos de seda que puntualmente se reproducían año tras año, en su abrupta guarida de las montañas de Corcega.

Y allí se trasladó, movido por la curiosidad y por la voluntad de resolver cortando por donde menos duele ciertos problemas de salud, un amigo murciano-sí, precisamente murciano… Causalidades- de Sánchez Dragó y así se enteró éste de la existencia de aquel fantástico personaje o mejor dicho, de su inexistencia, porque el doctor Bordás había fallecido en mil novecientos ochenta y cinco, dos o tres años antes de que mi hermano de leche y de horóscopo escuchara la historia de labios de su amigo después de zamparse los dos una espléndida comilona en el restaurante andalusí de otro murciano de singular trapío: Juan Gómez Soubrier.

– Total… -dijo Herminio interrumpiéndome.

Le hervía el culo. Eran las nueve menos cuarto de la noche.

– Total -repetí yo abreviando magnánimamente su sufrimiento-: que el doctor Bordás, sin prisa y sin pausa, con paciencia de hermano lego y con minuciosidad de orfebre chino, comprobó que el extracto de crisálidas de gusano de seda curaba el herpes y la psoriasis, bajaba el colesterol, blindaba el sistema inmunológico, funcionaba como la clásica mano de santo en todas las afecciones dermatológicas, frenaba la depresión y la ansiedad, actuaba como un escudo protector frente a las radiaciones, tonificaba los músculos e intensificaba espectacularmente el rendimiento deportivo sin violar el tabú hipócrita del doping cicatrizaba toda clase de heridas en un santiamén, subía la moral, rejuvenecía el ánimo, enderezaba el pito…