Lo cogí, de todas formas, a regañadientes y conseguí balbucear un estropajoso monosílabo.
– ¿Sí? -tanteé.
Era mi madre.
Me incorporé en el acto.
– ¿Estabas durmiendo? -preguntó ladinamente.-Pues sí, mamá, estaba durmiendo -reconocí-, pero a punto ya de despertarme y de saltar de la cama como un hombre de provecho para irme escopeteado al tajo a ganarme el pan con el sudor de la frente. Anoche me quedé escribiendo hasta las tantas.
– ¡No me digas! -comentó con una considerable y saludable dosis de escepticismo-. ¿Y se puede saber qué es lo que escribías a una hora tan inoportuna? Algo que no admitía espera, supongo…
Si mi madre no me conociese, ¿quién me conocería?
– Una carta a mi novia -bromeé-. Me he enterado de que quiere dejarme por otro.
– Estás tú bueno-dijo-. ¿Sabes que luce un sol de justicia, que son las diez de la mañana y que ayer empezó la primavera?
Sabía únicamente lo tercero. Eché un compungido vistazo al reloj de la mesilla de noche y comprobé que lo segundo también era cierto. Las madres no mienten ni se equivocan nunca.
En cuanto a la primera noticia… Los postigos de la ventana, lógicamente, seguían cerrados a machamartillo. Ya la verificaría más tarde.
Cambié el disco.
– ¿Cómo estás, mamá? -pregunté con razonable y respetuosa preocupación de hijo bien educado-. ¿Te pasa algo? No sueles llamarme a estas horas.
– No, Dioni, no me pasa nada -contestó-.
Tenía ochenta y dos años, modales de la belle époque, grácil e ingenua coquetería de recién casada, encorvado el espaldar, los huesos tan frágiles y carnisecos como los de un gorrión, tan limpios y azules los ojos como el agua del Mediterráneo de su infancia levantina y la cabeza tan sólida, tan entera y tan sagaz como medio siglo antes, cuando me dio a luz en un poblachón manchego -Cela dixit-acribillado por las bombas del rojerío.
Nunca había hecho daño a nadie y con todos había practicado siempre el altruismo de la misericordia. La vida, sin embargo, había sido dura con ella: perdió a su marido-que era mi padre…
Yo no alcancé a conocerle- al comienzo de la guerra civil. Tenía entonces veintisiete años y un espinoso futuro por delante. El mundo se le había puesto cuesta arriba, pero aprendió a nadar sin perder la ropa y creció, sonriendo siempre, en edad, en amor y en sabiduría.
En esa sabiduría-la única merecedora de su nombre-que no conduce a la erudición ni a la aridez ni a la petulancia, sino simplemente a la bondad.
Yo -y ahora, al escribirlo y reconocerlo en público, los ojos se me llenan silenciosa y mansamente de lágrimas- se lo debía todo y, en justa reciprocidad, todo lo hubiera dado por ella.
La vida también, si me la pidiese.
Lo digo sin retórica.
Grandes y poderosos eran, por añadidura, el respeto espiritual y la estima intelectual que sentía hacia ella. La consultaba a menudo en los momentos difíciles de mi quehacer literario, sobre todo cuando la religión andaba por medio (y la religión casi siempre andaba por medio de lo que yo escribía. Lo demás había dejado de interesarme muy pronto), y procuraba seguir sus consejos. Como lectora, además, no tenía precio. Había nacido, y esas cosas calan hondo, en una remota era de la historia de la humanidad, cuando la televisión -que es el Maligno- no existía ni se colaba como Pedro por su casa y como las brujas de los siglos oscuros en todos los hogares, en los salones, en las alcobas, en los cuartos de los niños, en las cocinas, en los retretes. Los íncubos y los súcubos entraban entonces en los domicilios de los cristianos (y, con especial ahínco de las cristianitas de buen ver y de mejor folgar) por las chimeneas y por las rendijas de los sueños; ahora-nada o poco nuevo bajo el sol-lo hacen a través de las antenas (parabólicas o no) de los cables, de los enchufes, de las pantallas y de las mellas y fisuras abiertas en la carne, en los sentimientos y en las ideas de los teleadictos por las estúpidas quimeras y las adocenadas ilusiones de color de rosa cursi que despliegan ante ellos los culebrones, los concursos, las falsas promesas de los políticos y las cuñas publicitarias.
¡Ah, el progreso y quien lo trujo! Mal rayo los parta a ambos.
– Bueno-dije-, pues si no te pasa nada y en el frente no hay por ahora novedades de mayor cuantía, ¿a qué debo el honor y el placer de tu llamada, madrépora?
Así la llamaba de niño. Y ella, al oírlo de mi boca de adulto, se esponjaba, ronroneaba y, efectivamente, se ponía tan guapa y tan pimpante como los arrecifes de las barreras coralíferas de los atolones del Pacífico.
– Pues mira lo que son las cosas -contestó-: te llamo porque esta noche, mientras dormía, te he visto escribiendo a toda mecha, y no precisamente cartas a tu novia.
.-¿Era un sueño o una aparición?
– ¡Ya estás con tus tonterías! Claro que era un sueño, Dioni, y un sueño que me ha impresionado lo suficiente como para coger el teléfono y llamarte a esta hora del amanecer, corriendo el riesgo de despertarte y de que me mandaras al diablo.
– ¿Cómo sabes que lo que estaba escribiendo no era una carta a mi novia?
– ¡Y dale! Lo sé, Dioni. No me preguntes la razón, pero lo sé.
– ¿Magia onírica?
– Quizá. En los sueños somos como dioses: omnipotentes, omnipresentes y omniscientes. Conozco, además, al dedillo todas tus costumbres y manías de escritor. ¡Cómo no voy a conocerlas! Empezaste con la matraca de la literatura cuando eras un crío. A los seis o siete años, no sé si lo recuerdas, fundaste un periódico hecho a mano cuyo único ejemplar alquilabas a los vecinos y a los parientes por cinco céntimos de peseta. Te he visto escribir poesías, novelas, obras de teatro, ensayos, trabajos escolares, artículos de prensa, programas de radio y de televisión, traducciones, panfletos comunistas y, naturalmente también cartas, Dioni. Montañas de cartas. Cartas a tus novias, cartas a tus amigos, cartas-no muchas-a tus hijos, cartas a los bancos e incluso, aunque menos veces de las que yo hubiera querido, cartas para mí. Conozco muy bien por lo tanto, la cara que se te pone cuando escribes y según lo que escribes.
– ¿Y que cara ponía en tu sueño, mamá?
– Espera… No sé qué decirte. Todo en él era extraño. Muy extraño. Para empezar, Dioni, no escribías a máquina -tú, que siempre lo haces así-, sino a mano, aunque no estoy segura del instrumento que utilizabas. Quizá un lápiz, quizá una pluma, quizá un bolígrafo.
– Sería un boli. Los lápices no pasan la barrera del sonido de la posteridad y las plumas me manchan los dedos de tinta y me llenan el papel de borrones. Siempre he sido un manazas.
– Pues sí, siempre lo has sido. De niño también te sucedía.
– Sigue con el sueño. ¿Cómo empezaba?
– Es difícil responder a eso. Creo que con el apóstol Santiago, pero no me pidas detalles. No los recuerdo.
Ironizar a mi costa es uno de mis deportes favoritos. Para practicarlo pregunté con socarronería: -¿No te equivocas de apóstol, mamá? ¿No sería, más bien, san Pedro?
– No-dijo inocentemente-. ¿Por qué iba a ser san Pedro?
Era imposible que cogiese onda.
– Por nada, mamá, por nada. Cosas que se me ocurren.
– Bueno-siguió-, pues el apóstol Santiago como te digo, andaba danzando por allí a cuento de no sé qué y, de repente, apareciste tú.
– ¿Escribiendo?
– Sí, escribiendo.
– ¿Dónde estábamos?
– Tampoco lo sé, pero desde luego no era en ninguno de los sitios donde sueles hacerlo. Escribías, escribías y escribías sin parar, como un poseso. Y yo, asombrada, te decía: pero hijo, ¿no ves que tu mano se mueve sola? No eres tú quien escribes. Alguien lo hace por ti o, mejor dicho tú lo haces por él. Estás escribiendo lo que te dictan.
– ¿Y quién era el mastuerzo que se tomaba tamaña libertad con el escritor más brillante y mejor remunerado del país?