Muchas. Es, casi, como psicoanalizarse. O peor.
Y nunca me han gustado los psicoanalistas.
– A mí tampoco-dijo con un hilo de voz.
Pensé que la había convencido.
– Y ahora, si te parece -concluí-, demos carpetazo al asunto y celebrémoslo con una buena comida en Edelweiss. Hace muchísimo tiempo que no vamos a tu restaurante favorito. Los camareros se habrán olvidado de nosotros.
– Quieres engatusarme, Dioni.
– Pues sí: quiero engatusarte. ¿Hay algo de malo en ello? Y te autorizo, además, a que entre plato y plato sigas leyéndome la cartilla. ¿Te queda algo de pólvora en las cartucheras? ¿Sí?
Pues ceba el fusil y hiere. Ya sabes que tus opiniones, tus reconvenciones y tus pescozones siempre son bien recibidos.
– Te cojo la palabra al vuelo y te confieso que, efectivamente, me queda algo dentro.
– No seas avariciosa. No te lo guardes para ti. Te escucho.
– No soy quién para decirte esto, pero quiero recordarte que la mejor literatura, en contra de lo que pensaba el pobre Oscar Wilde, es la que se hace con buenos sentimientos.
– Por descontado, mamá. Lo sé muy bien.
Y era cierto. No estaba bailándole el agua ni siguiéndole la corriente. Me había costado mucho trabajo y no pocos sinsabores llegar a esa conclusión en el seno de una preceptiva literaria tan esnob, tan pueblerina y tan tendenciosa como lo era la imperante en mi país, en mi hemisferio y en mi época, pero por fin, sudando tinta, lo había conseguido. Y ahora, al soplar mi madre sobre el rescoldo de aquellas cenizas juveniles y no tan juveniles, pensé con una sensación de creciente ahogo-pero también con solidaridad y con misericordia (una virtud que a ellos, tan petulantes siempre, los espantaría)-en todos los buenos escritores que habían malgastado su talento y sus denarios, a veces muy copiosos, emborrachando sus almas, embotando sus sentidos y envenenando sus plumas con el vino de esa falacia, tan extendida, según la cual los buenos sentimientos están reñidos con la alta literatura. La lista era estremecedoramente larga y también lujosa, sobre todo a partir de la revolución francesa: Lord Byron, el propio Oscar Wilde, Baudelaire, Lautréamont, Sartre, Simone de Beauvoir, Joyce, Kafka, Truman Capote, Norman Mailer, Alberto Moravia, Aragon, Gunter Grass, Tom Wolfe, Burroughs, un abarrotado etcétera e incluso, poniéndonos ropa de andar por casa, Francisco Umbral.
¿Trenzó acaso Cervantes la urdimbre del Quijote -o Virgilio la de la Eneida, o Montaigne la de sus Ensayos, o Dante la de la Divina Comedia- con el hilo de la maldad, con el huso de la perversión o con la rueca de los bajos instintos?
Estaba a punto de despedirme y de colgar dando por terminada la conversación hasta que ese mismo día nos reuniéramos en el restaurante, cuando llegó a mis oídos (y me apeó de las nubes) la voz de mi madre que decía: -Dioni…
– ¿Sí? -pregunté tanteando otra vez el terreno.
Pero mi temor era infundado. Ya no había casus belli.
– Recuerda -dijo- que Jesús fue amor y que el amor es la belleza. No existe otra verdad.
Guíate por ella y procura escribir un libro en el que Jesús sea cristiano -entrecomilló la palabra-y, por lo tanto, ecuménico de verdad. Basta de catolicismo.
¿Y me lo decía ella, que era casi de comunión diaria y que estaba a partir un piñón con los franciscanos de la esquina de su calle? Algo muy similar había sostenido yo durante mi encontronazo con Jaime.
Anoté la lección, que lo era de libertad, de ecuanimidad y de magnanimidad, y pensé -a propósito de lo que me había dicho al sesgo como quien no quiere la cosa, sobre la Verdad el Amor y la Belleza- que Platón, Schelling y Keats hablaban por su boca, aunque era poco probable que ella lo supiese.
Mi madre, por lo demás, parecía dar por hecho que mi decisión estaba ya irreversiblemente tomada sub rosa, para bien o para mal, y que la columna de humo que salía de mi chimenea -habemus papam-era tan afirmativa, tan inquebrantable y tan blanca como a los ochenta y tres años seguía siéndolo su espíritu.
O sea: se había resignado y estaba dispuesta, dentro de ciertos límites, a colaborar conmigo y a facilitarme la tarea.
Eso, por una parte.
Por otra, sin embargo, parecía reticente y no ocultaba su escepticismo hacia un proyecto del que, a su juicio, no podía derivarse nada bueno para mi persona ni para el mundo. Sólo ella, de hecho, y absolutamente nadie más, había intentado disuadirme de mis titubeantes propósitos y convencerme de que la tentativa de escribir el libro número doscientos mil uno sobre Jesús de Nazaret (o de donde rayos fuese), era, sencillamente, una locura.
Pero al mismo tiempo, y por encima de cualquier otra consideración optimista o pesimista, de todo aquel palique y floreo telefónico sólo seguía repiqueteando con fuerza en mis oídos -y me impresionaba, y me importaba, y también, ay, me importunaba- el clarísimo mensaje inscrito en el sueño que aquella mañana la había empujado desaladamente a telefonearme y a despertarme.
Si lo que en él había visto y sentido-nítidamente dibujado sobre la pantalla de la inconsciencia (o, quizá, superconsciencia) onírica- no era un fiat caído del cielo, un nihil obstat otorgado por las alturas, una patente de corso extendida por las autoridades aduaneras del más allá, un disparo de salida en la línea de arranque de mi alocada carrera de obstáculos hacia Jerusalén, ¿qué 96 diantre era? ¿Una simple casualidad, que no causalidad?
Demasiado retorcido para ser cierto. Carambolas así no existen ni en las novelas.
¿Podía desatender esa llamada?
Dejé la pregunta en el aire.
La voz de la autora de mis días, lejanísima llegó otra vez hasta el auricular, que seguía indolentemente apoyado en mi oreja.
– Un beso, hijo -oí, a duras penas, que decía.
Y colgó.
El sábado-seguía luciendo el sol, correteando la primavera bajo la piel de los adolescentes y soplando desde el Guadarrama un airecillo serrano y zumbón que alborotaba la ropa de las mujeres y despabilaba los malos pensamientos de los hombres-cogí en volandas a mis tres hijos, los embutí quieras que no en el puñetero Mercedes de color gris metalizado (que pesaba sobre mis hombros de jipi venido a menos como debían de pesar los cilicios, las cadenas y los capirotes morados en la cintura, en los tobillos, en las cervicales y en la conciencia de los disciplinantes de las procesiones de Semana Santa) y me los llevé a comer cochinillo asado a Segovia, a pasear por los barbechos y trigales de Castilla, y a dormir en una vieja casa rural habilitada para acoger a huéspedes bucólicos, andariegos y extravagantes en un pedregoso villorrio del término de Sotosalbos. Las chicas, como de costumbre, no pusieron pegas y Bruno, que casi siempre hacía rancho aparte, accedió por una vez a integrarse en la comitiva sin demasiadas protestas ni aspavientos.
La expedición prolongó sus trabajos y sus días hasta el domingo por la noche. Fueron dos jornadas memorables y, a pesar de la sombra del Galileo (que flotaba permanentemente sobre mí con el dedo índice engarabitado, como si quisiera arrastrarme hasta no sé qué huerto, quizás el de Getsemaní), casi perfectas. Llevaba yo mucho tiempo sin sentirme tan a gusto dentro de mis zapatos, tan bien avenido con mi conciencia, tan armónicamente instalado en las bajuras del microcosmos. El clima no se encabritó pese a lo veleidoso e incierto de la fecha. El cochinillo estaba en su punto, crujiente, sabroso y rezumante de colesterol. Los caldos de la zona vitivinícola de Rueda pusieron cordialidad, color, calor y entusiasmo en las mejillas y en los corazones. El paisaje rojizo y amarillento de Castilla nos ensanchó el alma, con todas sus potencias y atributos a los cuatro-sin excluir a Devi, que no echó de menos la televisión ni los videojuegos de marcianitos comilones ni la compañía roquera y jaranera de sus amigas-y los arreboles del lentísimo crepúsculo que se abatió, borrándola, sobre la llanura de pan llevar nos transportaron a secretas regiones del espíritu en las que no cabía la incredulidad ni la dualidad ni la maldad. Dormimos a pierna suelta no sin embaularnos antes una copiosa cena vegetariana-convenía neutralizar los excesos del almuerzo con brócolis, alcachofas, ajos, verdolaga, arroz integral, frutos secos y mucho aceite de oliva-y el domingo, de buena mañana, alquilamos después de desayunar como reyes de taifa una reata de mulas viejas y recorrimos a horcajadas de sus espinazos un desfiladero lleno de oquedades y espeluncas en cuyas paredes brotaban como si fueran líquenes y setas imágenes confusas y confusos latinajos de carácter místico y erótico. Y, para colmo y copete de tanta bienaventuranza, el regreso a Madrid en la tarde del domingo por una abominable autopista teóricamente llena de palurdos con utilitario y minicámara de vídeo y de yupis al volante de sus bólidos no resultó tan duro como pensábamos.