Выбрать главу

Por todo lo cual, y por lo que perezosamente me dejo en el tintero, Bruno, Kandahar, Devi y yo volvimos a casa mucho más unidos, relajados y risueños de lo que lo estábamos en el momento de salir.

Me reconcilié -falta me hacía- con mi familia y alabé en mi fuero interno la sabiduría demostrada poco antes de morir por el cineasta John Huston cuando dijo que, si le permitieran volver a empezar, rectificaría cuatro errores -sólo cuatro-de los muchos sistemáticamente cometidos a lo largo de su barroca y asendereada existencia. A saber: bebería vino y no licores, no se gastaría el dinero antes de ganarlo, pasaría mucho más tiempo con sus hijos y…

Francamente: la cuarta enmienda a la totalidad se me ha olvidado. La vida es así, la arterioesclerosis avanza y los roedores de Alzheimer mordisquean ya los lóbulos de mi cerebro.

– Bueno, pues yo también -me dije-. Yo también voy a pasar a partir de ahora mucho más tiempo con mis hijos. Pero antes, eso sí tengo que resolver el contencioso que me traigo con Jesús.

Y me fui a la piltra más contento que unas pascuas celebradas con torrijas, zurracapote, licor de arándanos y bizcochos de soletilla.

Pero antes pasé por mi guarida de escritor alobadado, cogí el I Ching y me lo llevé al dormitorio. Quería revisar su sexagésimo cuarto hexagrama prestando especial atención a la lectura del texto de cada línea y al movimiento inscrito en éstas. Es ahí, concretamente, donde con más claridad se pone de manifiesto el sentido de la mutación que se avecina.

Lié un porro con la hierba exquisita -cosecha del noventa-que un par de meses antes me había enviado por valija diplomática el Barón Siciliano desde su feudo sículo y, entre bocanada y bocanada, repasé con ojillos de mangosta los versos y los comentarios que glosaban el signo.

Lo hice descuidadamente, deprisa y corriendo, pues durante la sesión del jueves me había aprendido aquellas cinco páginas casi de carrerilla, pero al llegar al seis en la quinta línea frené en seco mientras el corazón se me disparaba. Allí, para decirlo con la sonora voz del pueblo, había tomate.

Releí y volví a leer dos o tres veces lo que en ese punto estaba escrito. Empecé, lógicamente, por el poemilla original-Seis en el quinto puesto significa / que la perseverancia trae felicidad.

No hay arrepentimiento. / La luz del noble es verdadera. / ¡Ventura!-y terminé por el escolio que lo acompañaba y que lo explicaba en los siguientes términos: Se ha conquistado la victoria. / La fuerza de la constancia no se vio defraudada.

Todo anduvo bien. Los escrúpulos se han superado. El éxito ha dado la razón a la acción. Brilla nuevamente la luz de una personalidad noble que se impone entre sus semejantes y logra que crean en esa luz y la rodeen. Ha llegado el tiempo nuevo y, con él, la ventura. Y axial como después de la lluvia el sol alumbra con redoblada belleza o como el bosque, después de un incendio, resurge de las ruinas carbonizadas con multiplicado frescor, axial el tiempo nuevo se recorta con acentuada luminosidad sobre la miseria del tiempo que pasó.

Volví a sentirme intrigado, reconfortado y, malhaya, halagado. El I Ching hablaba insistentemente de victoria (¿a costa, quizá, de alguien?)de éxito, de nobleza, de ventura, de triunfo de la luz sobre la miseria, de tiempo nuevo o nueva era-la misma, posiblemente, en la que yo, según mi madre, pretendo enrolar a tirios y a troyanos-y, sobre todo, porque eso era lo más significativo, hablaba entre líneas, pero con rotunda claridad, de la difusión del mensaje de Cristo entre los hombres y de su aceptación por parte de estos.

¿Sería ese, de verdad, el destino que me esperaba y que esperaba a mis sueños de apostolado si me decidía a enfrentarme a la prueba del laberinto, a apencar con el envite y el albur del encargo de Jaime, a sacar un billete de avión para Jerusalén y a empezar desde allí mi búsqueda de Jesús de Galilea?

Sí, no, sí, no, sí, no, sí…

Cerré el libro de golpe y apagué la luz. La margarita ya no tenía más hojas. La suerte parecía echada.

Recé un padrenuestro. Me santigüé. Cinco minutos más tarde me había dormido.

Y a todo esto, ajena a cuanto me sucedía y al avispero que durante su ausencia se había desencadenado en Madrid, mi chica-¿se estaría convirtiendo, como todas mis mujeres anteriores, en una señora?- seguía de viaje de placer o de lo que fuese por los lunáticos valles del territorio de Babia.

Lo primero que hice al día siguiente, nada más despertarme, fue coger un folio y escribir lo que sigue: Un ser humano viene al mundo. Ante él se despliega un laberinto: el de la vida. Hay que recorrerlo-y que apurarlo hasta la hez-para llegar a la hora de la muerte con la cabeza levantada y con los ojos inundados por la luz del más allá.

– ¿Es ésa, entonces, la prueba del laberinto?

– Si. Quien alcanza el centro de éste y se instala en él, como lo hizo Teseo, se centra… Vale decir: se convierte en el ónfalo de convergencia de todos los puntos de la Realidad, que es esférica y se divide en dos hemisferios contiguos: el del microcosmos y el del macrocosmos, el del Valle de Lágrimas y el del Reino de los Cielos, el del mundo denso y el del mundo sutil. Estar centrado significa estar equilibrado, ser un hombre armónico y completo. Teseo lleva en la diestra una espada -el yang-y en la zurda el cabo del hilo que le ha entregado Ariadna (o sea: el yin). La suma de esos dos complementarios le permite encontrar el camino del centro, sortear las trampas que se le tienden, superar todos los obstáculos, dominar el miedo y la fatiga, arrostrar el peligro, enfrentarse al Minotauro (o a los monstruos del subconsciente individual y del inconsciente colectivo) y darle muerte. La vida, a partir de ese momento, deja de ser un problema. La felicidad y la certeza de la inmortalidad sustituyen a la zozobra. Desaparece la angustia y el ritmo de la respiración se incorpora a la música de las esferas.

– ¿Tiene todo eso algo que ver con la Tauromaquia? Lo pregunto porque hay quienes dicen que Teseo y Hércules fueron los inventores y fundadores del arte de Cúchares.

– La plaza de toros es el laberinto y el torero es el hombre que resuelve el criptograma de la existencia retando y matando al Toro en el centro de la plaza. No se olvide usted de que las grandes faenas se hacen con las zapatillas plantadas en la boca de riego del albero.

– ¿Quiere añadir algo sobre este asunto?

– Sí. Me gustaría señalar que el torero es, seguramente, el último héroe vivo.

– ¿Y cuál es la función del héroe?

– Servir de cordón umbilical entre el microcosmos y el macrocosmos, por una parte, y enseñarnos el camino del centro, por otra.

– ¿Qué sucederá si los anglocabrones y otras yerbas del mismo pelaje se salen con la suya y consiguen prohibir las corridas de toros?

– Sucederá que todos nos quedaremos descentrados.

Puse el punto final, firmé, me fui hacia la fotocopiadora, multipliqué el texto por siete, abrí uno de los cajones de mi mesa de trabajo, saqué seis sobres, distribuí entre ellos -quedándome yo con el original-las copias de lo que acababa de escribir, los cerré y se los di a mi secretaria con el encargo de que setenta y dos horas más tarde los repartiera-uno para cada uno-entre Jaime, Kandahar, Herminio, Ezequiel, el Barón Siciliano y mi madre. En el reverso de cada sobre como único remite, había cuatro palabras: la prueba del laberinto. A buen entendedor…