Anotación al margen: no hay mal que por bien no venga. Gracias al genocida Bush y a su títere de cachiporra Sadam Hussein, respaldados el uno y el otro por el instinto de cobardía de casi todos mis semejantes, no se ve un alma extranjera por estos pagos de Dios. Ni peregrinos ni travellers ni tourists. Estoy más solo que la una. La ciudad entera es para mí. Alabado sea el Señor.
Viernes 6 de abril Pues sí: soy un perfecto idiota y, además, un corderito. ¡Beeee, beeee! Ayer me llamó por teléfono la azafata y hoy he amanecido (casi a la hora del almuerzo) en su habitación del King David. Suma y sigue: otra vez la misma trampa… Acaba de empezar el sábado judío, los restaurantes están cerrados, tomemos algo aquí mismo, cuánto te he echado de menos, mua mua y bla bla bla.
Jesús debería de retirarme su confianza, si es que la tengo. Y mi chica, no digamos.
Sábado 7 de abril La azafata se ha ido de excursión a no sé dónde y yo, para purgar mis culpas, me he venido a mi refugio de la Casa Nova -al que no había renunciado-con la intención de pasar en él todo el día hojeando papeles, ordenando impresiones y haciendo un poco-sólo un poco-de literatura. Sin que sirva de precedente. El cuerpo me la pide y los sábados, en esta ciudad (y supongo que en todo el país), no se puede ir a ninguna parte.
De modo que afilo la pluma después de tomarme un plato de hummus (pasta de garbanzos aliñada con zumo de limón y aceite de oliva.
Es grandioso) en el chiringuito del chaflán, que milagrosamente estaba abierto, y…
Hace un par de días asesté una puñalada trapera en el hoyo de las agujas de esta ciudad de lidia a la que los creyentes consideran unánime tabernáculo e indiscutible epicentro de las tres grandes religiones monoteístas.
Hoy, cuarenta y ocho horas después, sigo pensando lo mismo, pero me gustaría matizar las cosas y aclarar que el objeto de mi furia no es ni por asomo la Jerusalén histórica y humana, sino la civitas mitológica y presuntamente divina.
En cuanto a la primera, ¡qué prodigio! Ciudad de oro, sí, ciudad de mármoles y alabastros, de roca virgen y de piedra de sillería, de metales preciosos y hierro forjado, de ágata y lapislázuli, de incrustaciones y taraceas, de cúpulas, de espadañas, de torreones, de almuédanos, de púrpura de sultanes y de sandalias de franciscanos, de rastrillos y mazmorras, de callejones angostos (y angustiosos) y de repentinas explanadas luminosas, de cruces, de lunas en cuarto menguante y de estrellas de seis puntas.
Sentarse a contemplarla desde las laderas del Monte de los Olivos cuando el sol asoma por levante o desaparece por poniente equivale a convertirse en observador privilegiado de uno de los mayores espectáculos del mundo.
Perderse en ella es jugar a Excalibur entrando en su vaina de granito, perseguir inútilmente al Minotauro por entre los chiqueros y estaciones de su vía crucis, ver y no ver los destellos del Grial en los regates de las esquinas y en el duermevela de la penumbra de los templos.
¡Oh, Jerusalén! Te he vivido y te he bebido como si fueras un sacramento, una yerba sagrada, un cáliz de soma, un afrodisíaco, una epifanía, un alucinógeno.
Mandan los cánones que se considere peregrino al hombre que va a Compostela, romero-perogrullescamente- a quien rinde viaje en Roma y palmero (ay, domingos de ramos de mi niñez perdida) al trotamundos que sólo admite un puerto de arribada, un oasis y una meta: tú, Ciudad de Oro, de mármoles y alabastros, de roca virgen y de piedras de sillería, de ágata y de lapislázuli, de…
Y yo, que viví en Roma y que luego encontré en Santiago de Compostela el aleph y la clave de mi religiosidad, soy ahora palmero.
Porque tú, oh Jerusalén, me has convencido y, por lo tanto, me has vencido, pero quede constancia de que lo has hecho con las armas y las razones de la Belleza y de la Grandeza, no de la Fe ni de la Esperanza ni de la Caridad.
Eres hija del abominable mundo moderno y en el fondo de ti nada queda -quizá nunca lo hubo-de lo que cimentó tu renombre, tu aureola y tu prestigio.
Dime, Jerusalén, de qué presumes y te diré lo que no tienes.
Pero son las seis de la tarde y quiero ver una vez más tus arreboles desde las laderas del Monte de los Olivos.
Seguiré mañana.
Domingo 8 de abril Jerusalén o las antípodas del mestizaje: una ciudad dividida en cuatro barrios o sectores-el de Alá, el de Yahvé, el del Cristo romano y el del Cristo ortodoxo-que se dan la espalda, que se ignoran y que, a menudo, se desprecian, se insultan y se aborrecen.
Lo confieso: esta ciudad armada hasta el entrecejo me confunde y me escandaliza. Soldaditos de Israel que patrullan por las calles con el fusil en ristre, gudaris de Palestina que cachean a los peregrinos en la puerta de acceso al fantástico recinto de la Mezquita de la Roca, matones de las tres razas que se sientan en los cafetines del zoco y de la ciudadela con pistola al cinto, detectores de metal en todos los vomitorios del Muro de las Lamentaciones, chalecos blindados y motorolas o walkie-talkies por doquier.
La violencia es aquí moneda cotidiana ya casi sin valor. Los dioses llevan estrellas de generales.
Nadie está seguro. Todos contra todos y sálvese quien pueda. Las criaturas apedrean los coches, los terroristas lanzan bombas a los autobuses que circulan por Jericó, cualquier loco de la vida puede apuñalar a una australiana entre los sagrados y milenarios olivos del huerto de Getsemaní (sucedió, me cuentan, hace unos meses) o pinchar por la espalda a un italiano con un cuchillo de carnicero (sucedió hace tres días junto a los torreones de la Puerta de Damasco. Yo vi y olí la sangre unos minutos después).
Y además de la violencia, por si ésta no bastase, la huelga general y permanente que desde hace casi cuatro años convocó la intifada y que todos los días, a partir de las doce de la mañana, convierte la ciudad en un cementerio, en un teatro de sombras, en un planeta sin habitantes.
Pocos son los tenderos que se toman la molestia de levantar los cierres y fierros de sus locales.
Comer, lo que se dice comer, es-por ejemplo- casi imposible, aunque gracias a Alá cabe sobrevivir picoteando albóndigas de felafel (otra especialidad moruna elaborada con pasta de garbanzos) y platitos de hummus en las freidurías y tenderetes del barrio árabe.
Por lo demás, y lo subrayo en rojo, todas las reliquias son falsas y los celebérrimos Santos Lugares-de ubicación, por lo general, más que dudosa-duermen su sueño de siglos bajo una espesa e infranqueable costra de edificios, cuchitriles, pavimentos y adoratorios levantados por los unos y por los otros con posterioridad al batiburrillo de las cruzadas. La devoción deriva a superstición. La piedad no se tiene en pie. La ética sufre. La estética se resquebraja. Y en cuanto a la fe… Ya lo dije: la fe se mantiene incólume, sí, pero sólo porque Dios es grande.
¡Qué locura y cuán monstruosa abyección!
No hay otro comentario posible.
Homo homini lupus. Entorno la mirada y recuerdo con desánimo y zozobra aquel terrible verso de Neruda: Sucede que me canso de ser hombre…
Esta ciudad, dígase lo que se diga, es musulmana, y quien asegure lo contrario, miente.
Musulmana en el corazón, musulmana en la vida menuda de las calles, musulmana en sus trajines cotidianos, en los ruidos, en los olores (aceitunas, especias, humo de carbón de parrilla), en los colores, en los sabores (¿qué se comería en Israel si no fuese por los moros?), en la abundancia de gatos, en la arquitectura laberíntica, en la simpatía y la extraversión de la gente, en la vitalidad de los zocos, en las calmosas tertulias organizadas alrededor de los narguiles, en los ojos y el recato de las mujeres, en la dignidad de los varones, en la inteligencia de los arrapiezos, en el ritmo del ocio y del trabajo, en las cufiyas, en los dulces de miel y en los frutos secos, en los jipios de los almuecines, en la tolerancia, en…
Bucra, shway shway, insh'allah. O lo que tanto monta: mañana, despacito, si Dios quiere.