Y en esta ocasión, por suerte para mí, le ha tocado venir a Israel.
Afinidades más o menos electivas, vidas relativamente paralelas. Zacarías es, como lo soy yo, un superviviente de la Década Prodigiosa.
Nuestra amistad ha estallado instantáneamente, como si los dos hubiéramos pisado al mismo tiempo una mina enterrada en el desierto del Sinaí. Flechazo, cortocircuito, complicidad, simultaneidad. Nos hemos ido a un lugar discreto, hemos liado un par de porros y hemos pasado revista a la existencia, a los seres humanos, a la sociedad, al mundo y a las galaxias. A la hora de comer, tras casi cinco horas de conversación apasionada (y ligeramente pirada), el peso de las circunstancias nos ha separado. El tenía que recoger a sus pupilos en la puerta del Santo Sepulcro para llevárselos en un autobús a Jericó. Van a dormir allí y mañana visitarán el Mar Muerto. Yo había quedado con Jadiya para ir al Santuario del Libro que forma parte del Museo de Israel y en el que se conservan algunos de los trascendentales pergaminos esenios casual o causalmente encontrados por un pastor y contrabandista beduino-se llamaba Mohamed el Lobo- en una cueva de Qumran.
Pero Zacarías y yo nos hemos citado dentro de unos días en la oficina de turismo de la ciudad galilea de Tiberíades. Tengo la corazonada de que ese encuentro va a traer cola. Mi viaje ya no ha sido en vano.
El segundo episodio de esta jornada memorable se inscribe en mi visita al Santuario del Libro: un lugar verdaderamente curioso por obra y gracia de su arquitectura. Tradición y plagio se funden en ella.
Allí, mientras inspeccionaba unas vitrinas, se me ha acercado un individuo de mediana edad y de barbita puntiaguda que parecía un intelectual askenazi de la Praga de entreguerras y que inmediatamente, sin presentarse y sin molestarse en decirme por qué lo hacía, ha querido saber quién era yo, qué buscaba en aquel lugar y por qué me interesaban tanto los documentos protegidos por una gruesa luna de cristal blindado que en ese preciso instante tenía ante los ojos.
El desabrimiento, la agresividad y la chulería de su abordaje-es ésta la palabra que mejor define lo sucedido- me ha desconcertado, primero, y después me ha indignado. ¿Estaba ante un agente de los servicios secretos israelíes al que había llamado la atención la presencia de una muchacha palestina en aquel emporio y tabernáculo del saber judío, y de las señas de identidad del judaísmo, o acaso habían empezado ya, y así, los problemas sobre los que me había puesto en guardia dos días antes el profesor yemenita?
Abrevio… La conversación tan amablemente planteada por el presunto intelectual -que en efecto, como supe después, lo era-se ha ido enconando poco a poco, y grito a grito, y al final ha degenerado en una trifulca que parecía de verduleras no, ciertamente, por el asunto que la motivaba, sino por los berridos, aspavientos e insultos que se cruzaban en ella. No nos hemos tirado del moño porque el askenazi llevaba un solideo y yo, por incordiar y porque me gustaría ser como Lawrence de Arabia, una cufiya idéntica a la que luce el líder palestino Arafat en todas sus apariciones públicas. No bromeo: la agarrada ha sido muy seria y podía haber terminado como el rosario de la aurora. A mí, ciudadano de un país amigo, poco o nada cabía hacerme. Pero a la pobre Jadiya, que se sentía carne indefensa de cañón en aquel zafarrancho de combate ajeno, un color se le iba y otro se le venía. Menos mal que en el último momento, cuando todos nos creíamos condenados a dirimir nuestras diferencias en la comisaría más cercana, han intervenido manu militari los ujieres del museo y, por así decir, nos han dispersado.
¡Qué escandalera! Al final, refunfuñando, el askenazi ha hecho mutis por la izquierda mientras yo, bufando, lo hacía por la derecha.
Jadiya trotaba detrás de mí con los ojazos llenos de lágrimas. Soy una mala bestia.
¿Por qué nos hemos peleado? Pues por dos motivos principales. Uno: lo que el energúmeno decía y lo que yo pensaba (y sigo pensando) acerca de los manuscritos de Qumran, de la secta de los esenios y de la relación existente entre éstos y Jesucristo. Y dos: la campaña de imagen-así la he calificado con dos cojones y sin dejarme intimidar por el estupor y el furor de mi contrincante- organizada a todo trapo y sin regatear una pelucona por los judíos con el fraudulento propósito de recuperar, nacionalizar y capitalizar a Jesús metamorfoseándolo por arte de erudición, manipulación, falsificación, filología y birlibirloque en un rabino más, y punto.
Confieso que esa sórdida conjura -porque conjura es-me solivianta. Durante mil novecientos años de historia universal, y me quedo corto, todos los doctores, investigadores y pensadores del judaísmo militante se han dedicado con verdadero encono a ignorar a Jesús (negando, incluso, su existencia) o a ponerlo de chupa dómine y sólo ahora, mira por dónde, conscientes al fin de que el Galileo es invulnerable y de que sus maquiavélicas asechanzas no pueden con él ni con la fascinación que ejerce sobre miles de millones de seres humanos, deciden cambiar de táctica, pasan de los insultos a los elogios, se despepitan publicando decenas y decenas de libros en los que con rara unanimidad y no escaso ingenio se ilustra la tesis de que el hombre crucificado por sus tatarabuelos fue el último profeta de Israel y un rabino casi ortodoxo, y vuelcan todos sus medios materiales e intelectuales en apoyo de esta sutil maniobra de agitación y propaganda digna de Goebbels cuyo anzuelo han mordido ya urbi et orbi muchas personas de buena fe judías y no judías. A este paso, si nadie -jugándosela, claro- se atreve a pararles los pies, pronto oiremos decir que Jesús, efectivamente, fue el Mesías. Y entonces…
Pasmoso, ¿no?
Pero he dicho que iba a ser breve y acaban de dar las once y media de la noche: una hora verdaderamente audaz para estos pagos. Aquí todo el mundo se va a la cama con las gallinas y se levanta con los teatinos.
Y aún tengo que hablar del tercer episodio de esta jornada brava. Adelante con él.
Jadiya se ha empeñado en presentarme mañana por la mañana-viernes y, por lo tanto, día de asueto musulmán-a toda su familia: padre, madre, dos abuelas, un abuelo (el otro murió de tifus en la guerra de los seis días), cinco hermanas, tres hermanos y una caterva de tíos, primos, sobrinos y parientes de menor cuantía. Sólo de pensarlo me pongo a sudar. Todos, al parecer, están de acuerdo en que el carnicero de la esquina sacrifique el mejor cabrito de su redil para homenajearme.
La morita me lo ha soltado a quemarropa frente a una taza de té sin clavo ni cardamomo ni perrito que me ladre-estábamos en Ben Yehuda St. (que es la calle del chicoleo, del caracoleo y del cachondeo) quitándonos el susto, ella, y yo el berrinche por el incidente con el cabrón del askenazi-y si no me he caído redondo al suelo de un patatús es porque conozco a las moras.
Progreso chapadas a la antigua, de Ghadaffi o de Jomeini, comunistas o fundamentalistas, analfabetas o licenciadas en románicas, con chador o con minifalda de cuero y chanel número cinco… No importa. Todas son iguales, todas buscan lo mismo, todas quieren llevarte al huerto del matrimonio coránico, todas están rodeadas (en el sentido bélico, y belicoso, del participio) por una horda de familiares dispuestos a perseguirte hasta el catre por los cinco continentes con la cimitarra desenvainada y enarbolada.
Tendré que poner pies en polvorosa. Bien que lo siento. Jadiya me gustaba. Me gustaba (y me gusta) tanto que hubiese podido vivir una historia de amor con ella. Pero el instinto de conservación no se aviene a pactos ni desciende a negociaciones. ¿Cómo se dice adiós en árabe coloquial? ¿Asalam al laicum? Pues eso, jovencita. Sic transit gloria mundi. Y ojalá volvamos a encontrarnos en cualquiera de los dos paraísos: en el de los musulmanes o en el de los cristianos.