Etcétera.
Creo que Juan el Bautista también perteneció a la comunidad de los esenios y no me parece imposible que Jesús ocupara en ella el cargo de Maestro de Rectitud o de Justicia.
Pero queden, de momento, las espadas en alto.
Algún día-pronto, pero no antes de que El me lo indique- diré lo que pienso, revelaré lo que he averiguado, tiraré de la manta y saldré corriendo hacia cualquier escondrijo inexpugnable.
Jueves 26 de abril
¿Escondrijo inexpugnable? Hoy he visitado la fortaleza de Masada, esclarecido emblema y último bastión histórico de la dignidad judía. Allí se encerraron los zelotas o abertzales de Israel cuando Roma, adelantándose a Hitler, decidió aplicar la solución final a los hebreos y todos los sitiados, menos dos mujeres y cinco niños, prefirieron el harakiri a la rendición. No hay en el mundo pueblo que no tenga su Numancia.
El lugar sobrecoge por su altura, por su entorno, por su belleza y por su historia. En él, y con él, terminó la presencia judía en Palestina.
Hasta las trapisondas de hoy, se sobrentiende que poco o nada tienen que ver con las de entonces.
Y allí, en Masada, junto a la Puerta del Camino de la Serpiente, he reconocido-tercer encuentro carbonario y gibelino del viaje-a un in dividuo de los que no entran dos en docena. ¿Sus señas de identidad? Cordobés de Argentina, iconoclasta, rebelde, ario, mujeriego, viperino, extraordinariamente culto, novelista de cierta fama con seis novelas en su pedigrí-me ha regalado una sobre los nazis refugiados en Paraguay y Bolivia para que mate el tiempo-y embajador de su país en Israel. Tiene tres años más que yo y está pasando unos días en el kibbutz de 'En Gedi.
Viene por aquí, me ha dicho, para descansar y, sobre todo, para fisgar.
Hemos comido juntos y juntos hemos visitado por la tarde el lugar donde alguna vez estuvieron las ciudades de Sodoma y de Gomorra. El embajador quería presentar sus respetos a la señora de Lot y sonsacarla discretamente. Sería, ha insinuado, un buen personaje para urdir en torno a él una novela o, quizá, una tragedia.
Pero nos hemos perdido en las montañas y no hemos dado con la estatua de sal que perpetúa su memoria.
Volveremos a intentarlo. Palabra de embajador y de tuareg.
Viernes 27 de abril
Anoche escondí la china y el cuaderno (en el que ya sólo figuran las anotaciones de los tres últimos días) debajo de otro pedrusco, subí gateando como un sherpa a la gruta madre de Qumran y pernocté allí. O, mejor dicho, intenté vanamente pernoctar, porqué mi gozo terminó en el pozo de costumbre: volvieron a detenerme, a interrogarme y… Sin comentarios.
Salí indemne del follón, que fue mayúsculo, gracias al embajador de Argentina.
Aquí terminan mis apuntes. A partir de ahora -lo juro- no anotaré en sus páginas ninguna frase coherente y transparente que pueda servir de carnaza a los ojos y las bocas indiscretas. Sólo datos irrelevantes, fechas, topónimos, naderías y gilipolleces, con alguna que otra alusión cifrada y acotación cabalística que me ayude a hacer camino y a refrescar la memoria.
No oculto, sin embargo, mi legítima satisfacción al comprobar que el ejercicio de la literatura entendida como apuesta de libertad y de conocimiento (o de conocimiento en libertad) sigue obligándome -hoy como ayer… Eso, al menos, no ha cambiado-a llevar una vita pericolosa.
Bienvenida sea. Mi crisis existencial y climatérica se está esfumando. Soy otro hombre: el segundo, salvando las distancias, que resucita en Jerusalén. Jaime no me reconocería.
A mí la legión.
Galilea Sábado 28 de abril
Sigue la vita pericolosa. Y más que nunca. ¡Qué fácil es pasárselo bien cuando hay una guerra por medio!
Ayer me lapidaron (sí, me lapidaron… Tómese al pie de la letra) como si fuera una mujer adúltera sometida al peso de la ley coránica. De seguir así, si el crescendo no se interrumpe, pronto me crucificarán. ¡Menuda carrera llevo desde que cogí el boeing de Verónica en Barajas! Tres mujeres (de la tercera no he dicho nada), una zapatiesta en un museo, dos detenciones manu militari, el misterioso y peligroso profesor yemenita, una horda de moros calderonianos persiguiéndome con el alfanje en ristre y un apedreamiento de vitola bíblica. No sé si me olvido de algo. La vida es folclore, Indiana Jones existe y el que no se divierte es porque no se moja el trasero.
Soy un bocazas, pero lo sucedido me obliga a faltar a mi juramento: un lance así no puede quedar sin comentario… Esta vez, de todas formas, no corro riesgos ni hay peligro de indiscreción.
Quienes salen malparados del episodio son los palestinos. Y los palestinos-me apresuro a dejar constancia de que no les guardo rencor alguno- no van a detenerme ni a interrogarme ni a registrarme. No es su estilo, no están para esos trotes y no tienen razones ni medios ni poderes para ello.
Debo reconocer que la culpa es exclusivamente mía y no de mis agresores. Me he ganado la lapidación a pulso por engreído y por cabezota.
¿A quién se le ocurre atravesar-iba camino de Nazaret-los Territorios Ocupados bien sentadito al volante de un jeep de aspecto paramilitar alquilado en una agencia judía de Jerusalén? Un vistoso rótulo bilingüe estampado en las dos portezuelas del coche anunciaba (y denunciaba) a todo bicho viviente el origen, la propiedad y la nacionalidad del vehículo.
La sarracina se ha producido cerca del emporio árabe de Nablus, en un lugar desolado del que prefiero no acordarme. Así olvidaré también mi estúpida bravuconada.
Y eso que los idus de marzo (y los de abril) estaban en alerta roja. Mucha gente me había avisado del riesgo al que me enfrentaba, pero yo -farruco-me encogía de hombros y desoía los consejos y las advertencias. El embajador de Argentina, entre otros, me había pedido que contara hasta diez antes de dar el paso, porque en su opinión -autorizadísima, bien lo sé-estaba a punto de hacer algo realmente muy peligroso, pero ni él ni el resto de mis informadores sabían que ese adjetivo, lejos de disuadirme, me aguijoneaba.
Y tenían razón. Lo he comprendido y lo he admitido al percatarme de que acababa de entrar en territorio cherokee. No era necesario ser muy perspicaz, porque saltaba abrumadoramente a la vista: esqueletos de coches calcinados en las cunetas, miradas torvas y corvas-como gumías- saliendo de la penumbra de los cafetines de la carretera, animales despanzurrados sobre las gibas de la calzada, rebaños, silencios, soledades y omertá de mafiosos sicilianos.
Me había metido hasta el entrecejo en la Palestina profunda.
Y allí, al atravesar un pueblo de calles aparentemente desiertas, zas: el primer cantazo…
Una experiencia que no le deseo a nadie.
Hice lo único que se podía hacer: mirar con asombro hacia la izquierda y hacia la derecha, apearme cautelosamente y examinar los desperfectos causados por la feroz pedrada en la carrocería del coche. El proyectil debía ser de a puño y férreos los músculos del brazo que lo lanzó.
Respiré abdominalmente en ocho acojonados tiempos que no se terminaban nunca y encomendé mi alma a los tres dioses, que probablemente me escucharon, pues no tardó en hacer acto de presencia una patrulla del ejército israelí. La formaban tres chicos muy jóvenes, que me miraron con asombro al comprobar que era extranjero y me preguntaron que si estaba loco. Les dije que sí, se echaron a reír y me explicaron que aquel cochambroso pueblecillo era uno de los santuarios más batalladores de la intifada. Acto seguido se pusieron en contacto con el cuartel por medio de un walkie-talkie y a los dos o tres minutos apareció un jeep expresamente enviado para escoltarme y sacarme del avispero. Respiré hondo, musité una jaculatoria, crucé los dedos, subí al coche y lo puse en marcha. El corazón perdió velocidad, dejó de temblarme el pulso y las rodillas recuperaron parte de su firmeza.