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– Tus hijos, al oírte, se quedarán de un aire.

– Pues sí. Y mi chica, ni te cuento. No sé lo que hacen los gilipuertas de las Naciones Unidas y el santo padre de Roma. El matrimonio, el concubinato y la paternidad deberían estar rigurosa mente prohibidos a los escritores.

– No os arriendo la ganancia. Sin estrés no hay literatura.

– Supongo que, después de lo dicho, no te sorprenderá saber que tu proposición no me pilla, ni muchísimo menos, de nuevas. La peregrina idea de escribir-de que yo escriba en primera o en tercera persona, que eso poco importa-un libro sobre Jesús no es tuya ni de tu jefe. Es mía, Jaime. Mía y muy mía. Y no precisamente de ahora ni de ayer por la tarde. Llevo una pila de años descomándome y descarnándome para parir ese muerto. Pero no hay tu tía. He roto cientos de páginas y me temo, si antes no tiro la esponja, que voy a seguir rompiéndolas. Es desesperante. Lo que escribo hoy, mañana ya no me sirve. Jesús no pertenece a la historia ni a la arqueología ni a la mitología. Está vivo, tan puñeteramente vivo como tú y como yo, y se mueve, y colea, y aparece y desaparece, y-como es natural-no sale en la foto. O sale desenfocado, lo que aún resulta más descorazonador. Hablábamos antes de la descomunal bibliografía existente sobre este asunto. Y no voy a presumir de haberme cepillado poquito a poco los doscientos mil títulos disponibles, pero sí te diré que he consultado con lupa alrededor de seiscientos o setecientos, que no son grano de anís, y nada. Nada de nada, Jaime, porque ningún mortal puede acercarse a Jesús por el camino de la erudición y de la investigación. Decía Teilhard de Chardin que en la escala de lo cósmico sólo lo fantástico tiene posibilidades de ser verdadero. Y ahí, seguramente, está la clave del problema, de la ceremonia de la confusión y de la adivinanza: todos o casi todos conocemos a Jesús exclusivamente por lo que de él nos dicen los evangelios. Y eso equivale, lisa y llanamente, a desconocerle. Los evangelios, Jaime, son libros, libros más o menos atinados, libros inspirados o no, pero libros, simples libros. O sea: letra escrita, letra exangüe, letra inerte. Y para colmo, en este caso, letra manoseada y manipulada por todo bicho viviente. Por los evangelistas, por los hermeneutas, por los Padres de la Iglesia, por los filósofos, por los teólogos, por los filólogos, por los traductores, por los predicadores, por los historiadores mágicos, por los historiadores lógicos, por los misioneros, por los papas, por los popes, por los curitas de a pie-cada uno en su parroquia-y por el paso del tiempo. Y además, como aliño de esa ensalada, las famosas interpolaciones. ¡ Qué juerga, Jaime, qué orgía, qué risa, qué suculenta y sandunguera merienda de negros bizantinos y zumbones!

Más de treinta años separan el día de la Ascensión (suponiendo que Jesús ascendiera efectivamente a los cielos con toda su anatomía a cuestas) del momento en que el primer evangelio canónico empezó a circular por el sistema de vasos comunicantes de las congregaciones y conventículos cristianos del Oriente Medio. He dicho treinta años, Jaime, y lo recalco para que no te pase inadvertido lo que eso significa. Treinta interminables e inexorables años de susurros y silencios, de sueños y deseos, de cábalas, de incertidumbre, de guiños en las sinagogas, de codazos en las plazas públicas, de bulos en las trastiendas, de bisbiseos en los zocos, de argucias y silogismos en las ágoras de Alejandría, de conjeturas en las catacumbas, de mensajes propalados en los cruces de caminos, de falsas noticias y verosímiles rumores de toda laya esparcidos a los cuatro vientos por los correveidiles de radio macuto, de radio petate, de radio prostíbulo y de la pirenaica. Treinta años de chismes, de comadres, de Santas Mujeres a pie de rueca, de luchas intestinas, de politiqueos, de grupos de presión, de intereses creados o por crear, de sectas, de capillas, de fabulaciones, de locuras, de egolatrías, de desmentidos, de apóstoles y de gurúes, de patrañas y de leyendas. Dime tú, Jaime, si puede existir en el mundo alguna persona en su sano juicio capaz de tomarse en serio, y a la letra, la supuesta verdad evangélica nacida de ese batiburrillo.

Los taoístas, como siempre, tienen razón cuando dicen que las únicas Escrituras dignas de crédito son los rollos en blanco. Ahí, en el no-ser, en el silencio, en el vacío, es donde estalla y se manifiesta el ser, el verbo y la plenitud de Dios. Quienes saben, no hablan; quienes hablan, no saben.

– Creí que últimamente te llevabas bastante bien con la Iglesia católica e incluso me habían dicho que acatabas su autoridad, pero ya veo que son habladurías.

– Sólo hasta cierto punto, Jaime. Sí y no. Coincido en muchas cosas con el mensaje de la Iglesia y suscribo su actitud frente a ese momentum catastrophicum de la historia humana reciente diagnosticado y denunciado por los obispos, pero sólo acato la autoridad de quien por encima de todos nosotros está en los cielos. De Dios abajo, ninguno.

– ¿Ni Wojtyla?

– Ni Wojtyla.

– ¡Viva el anarquismo místico!

– Pues sí. Y que no decaiga. Iglesia y evangelios, evangelios e Iglesia: ahí tienes un inmejorable ejemplo de perfecto círculo vicioso. Nos dicen que la Iglesia nace de los evangelios cuando la verdad es justamente lo contrario: son los evangelios los que nacen de la Iglesia. La gallina, en este caso, precede al huevo. Jesús de Galilea, que era un ácrata de Dios, aborrecía las instituciones y, consecuentemente, las fustigaba sin piedad, sin pausa y sin desmayo. ¿Cómo iba, entonces, a fundar una iglesia ni nada que se le pareciese?

– ¡Y este exabrupto sale precisamente de la boca de la reencarnación de san Pedro! Reconocerás que la cosa tiene gracia.

– Gracia y miga, Jaime, porque Simón Pedro era un guerrero sin vocación de cura y mira tú el sambenito que le colgaron. Ni piedra ni leches. Fue san Pablo quien por razones que no te voy a explicar ahora fundó la Iglesia. Y la Iglesia, luego, se inventó o por lo menos avaló la bonita historia de Cafarnaúm, del paso de poderes y del nombramiento de un delfín que ocupara el puesto y ejerciera las funciones de Jesucristo.