– Estoy desolado, he naufragado en mi dimisión.
– Pero ¿qué dice? -masculló Daldry al oído de Alice.
– Que ha fracasado en su misión.
– Sí, es que, bueno, no está claro en absoluto, ¿cómo quiere que lo entienda?
– Cuestión de hábito -dijo Alice sonriendo.
– Como prometí, me salí esta mañana a la escuela Saint-Michel, donde supe al rector. Estuvo muy placentero con conmigo y quiso consultar sus libros. Los hojeamos, clase por clase, y en los dos años que habíamos hablado. No era fácil, los asientos eran antiguos y el papel muy polvoriento. Hemos estornudado mucho, pero hemos escudriñado cada página, sin omitir la más mínima admisión. Por desgracia, no hemos sido primados por nuestros esfuerzos. ¡Nada! No hemos encontrado nada bajo el nombre de Pendelbury o de Eczaci. Nos hemos separado muy decepcionados y tengo la tristeza de decirle que nunca ha estado en Saint-Michel. El rector es incontestable en esto.
– No sé cómo lo hace usted para conservar la calma -susurró Daldry.
– Intente formular en turco lo que Can acaba de decirnos en inglés y entonces veremos quién es mejor de los dos -replicó Alice.
– De todas formas, siempre sale en su defensa.
– ¿Es posible que me inscribieran en otro centro? -sugirió Alice dirigiéndose a Can.
– Eso es exactamente lo que me he decido al dejar al rector. Consecuentemente, he tenido la idea de hacer una lista. Voy a ir esta tarde a realizarme con una visita al colegio de Calcedonia en Kadiköy, y, si no encuentro nada, iré mañana a Saint-Joseph, se encuentra en el mismo barrio, y también tengo otra posibilidad, el colegio para niñas de Nisantasi. Ya ve, todavía nos quedan muchas apelaciones ante nosotros, sería totalmente precoz considerar que hemos naufragado.
– Con las horas que se va a pasar en centros escolares, ¿no podría sugerirle que aproveche para recibir algunas clases de inglés? No sería un tiempo «considerado naufragado», ¿verdad?
– Ya basta, Daldry, es usted quien debería volver al colegio.
– El caso es que yo no pretendo ser el mejor intérprete de Estambul…
– Pero tiene la edad mental de un niño de diez años…
– Eso es lo que le decía, sale sistemáticamente en su defensa. Eso me tranquiliza; cuando me haya ido no me echarán demasiado de menos, se entienden muy bien los dos solos.
– Es un comentario muy adulto, muy inteligente, lo está arreglando cada vez más.
– ¿Sabe qué? Debería pasar la tarde con Can. Vaya al colegio de Calcedonia. Quién sabe si, al visitar el lugar, no resurgen algunos recuerdos…
– ¿Ya está de morros? ¡Mire que tiene malas pulgas!
– Para nada. Tengo dos o tres compras que hacer en el centro que le aburrirían mortalmente. Pasemos cada uno por nuestro lado el resto de la jornada y nos volveremos a encontrar para la cena. Por cierto, Can, es bienvenido, si usted lo desea.
– ¿Está celoso de Can, Daldry?
– Ahí, querida, permítame decirle que la ridícula es usted. Celoso de Can, ¿y qué más? Pero bueno, de verdad, ¡venir hasta aquí para oír tamañas necedades!
Daldry citó a Alice a las siete en el vestíbulo y se fue sin despedirse apenas.
Un portal de hierro forjado abierto en una muralla, un patio cuadrado donde languidece una vieja higuera, bancos que envejecen bajo un porche. Can llamó a la puerta de la conserjería y preguntó por el director. El conserje le señaló la secretaría y se volvió a sumir en la lectura de su periódico.
Recorrieron un largo pasillo, las hileras de aulas estaban todas ocupadas, los alumnos, estudiosos, escuchaban la lección que les daba su maestro. La bedel general los hizo esperar en un pequeño despacho.
– ¿Lo huele? -le susurró Alice a Can.
– No, ¿qué tengo que oler?
– El vinagre que utilizan para limpiar las ventanas, el polvo de la tiza, la cera en los parquets. Huele tanto a niñez…
– Mi niñez no olía a nada de todo eso, señorita Alice. Mi infancia olía a noches tempranas, a gente que volvía a su casa con la cabeza baja y los hombros machacados por el trabajo del día, a la oscuridad de los caminos de tierra, a la suciedad de las afueras que ocultaba la pobreza de las vidas. En mi casa no había ni vinagre, ni tizas, ni madera encerada. Pero no me quejo, mis padres, al contrario que los del resto de mis compañeros, eran unas personas increíbles. Prométame no decirle al señor Daldry que mi inglés es bastante mejor de lo que se cree, disfruto mucho haciéndole rabiar.
– Se lo prometo. Puede confiar en que el secreto está a salvo.
– Si no confiara en usted, no se lo habría dicho.
La bedel golpeteó sobre su mesa con una regla de hierro para hacerlos callar. Alice se enderezó en su silla y se puso recta como un palo. Al verla, Can se puso la mano delante de la boca para reprimir la risa. El director apareció y los hizo entrar en su despacho.
Demasiado contento de poder mostrar que hablaba inglés con fluidez, aquel hombre no se dirigió más que a Alice. El guía le hizo un guiño cómplice a su cliente; después de todo, sólo contaba el resultado. En cuanto Alice hubo dejado constancia de su solicitud, el director le respondió que, en 1915, el colegio no admitía a niñas todavía. Lo sentía. Volvió a acompañar a Alice y a Can hasta la verja y se despidió de ellos confesando que algún día le gustaría visitar Inglaterra. Quizá hiciese ese viaje cuando se jubilase.
Luego fueron a Saint-Joseph. El padre que los recibió era un hombre de aspecto austero. Escuchó con gran atención a Can mientras éste le exponía el motivo de su visita. Se levantó y recorrió la habitación con los brazos cruzados a la espalda. Se acercó a la ventana para mirar el patio de recreo, donde los chicos se estaban peleando.
– ¿Por qué tienen siempre que pegarse? -suspiró-. ¿Cree que la brutalidad es inherente a la naturaleza humana? Podría hacerles esa pregunta en clase, eso sería un buen tema para escribir una redacción, ¿no le parece? -le preguntó el padre sin apartar nunca la mirada del patio de recreo.
– Probablemente -dijo Can-, es incluso una excelente forma de hacerlos reflexionar sobre su conducta.
– Me dirigía a la señorita -le corrigió el superior.
– Creo que eso no serviría de nada -dijo Alice sin titubear-. La respuesta me parece evidente. A los chicos les gusta luchar, y sí, está en su naturaleza. Pero cuanto más vocabulario adquieren, más disminuye su violencia. La brutalidad es la consecuencia de una frustración, la incapacidad de expresar su ira mediante palabras; entonces, a falta de palabras, son los puños los que hablan.
El superior se volvió hacia Alice.
– Habría tenido buena nota. ¿Le gustaba el colegio?
– Sobre todo cuando me iba por la tarde -respondió Alice.
– Me lo temía. No tengo tiempo para hacer su búsqueda, y no tengo suficiente personal para encomendarle esa tarea a nadie. La única cosa que puedo proponerle sería instalarla en el aula de estudio y dejarle consultar los registros que están en los archivos. Por supuesto, está prohibido hablar en el aula de estudio, bajo pena de expulsión inmediata.
– Por supuesto -se apresuró a decir Can.
– Era de nuevo a la señorita a quien me dirigía -dijo el superior.
Can bajó la cabeza y contempló el parquet encerado.
– Bueno, sígame, voy a acompañarla. El conserje le llevará los registros de las admisiones en cuanto dé con ellos. Tiene hasta las seis, no pierda el tiempo. Las seis y ni un minuto más, ¿estamos de acuerdo?
– Puede contar con nosotros -respondió Alice.
– Entonces, vamos allá -dijo el superior acercándose a la puerta de su despacho.
Le cedió el paso a Alice y se volvió hacia Can, que no se había movido de la silla.
– ¿Piensa pasarse la tarde en mi despacho o va a ponerse a trabajar? -preguntó en tono afectado.