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Alice salió a hacer unas compras. Todo estaba cerrado en su barrio; cogió el autobús que llevaba al mercado de Portobello.

Se paró en el colmado ambulante, decidida a comprar todo lo necesario para un auténtico banquete. Escogió tres buenos huevos y se olvidó de su resolución de ahorrar ante dos lonchas de beicon. Un poco más lejos, el puesto del panadero proponía maravillosos pasteles, y Alice se regaló un suizo con frutas escarchadas y un tarrito de miel.

Esa noche cenaría en su cama en compañía de un buen libro. Una larga noche y, al día siguiente, habría recuperado su alegría de vivir. Cuando dormía poco, Alice se ponía gruñona, y había pasado demasiado tiempo en la mesa de su taller esas últimas semanas. Un ramo de rosas antiguas expuesto en el escaparate del florista atrajo su atención. No era muy racional, pero, después de todo, era Navidad. Y, además, cuando estuvieran secas, utilizaría los pétalos. Entró en el quiosco, desembolsó dos chelines y se fue con el corazón henchido. Continuó su paseo e hizo un nuevo alto delante de la perfumería. Un cartel de CERRADO colgaba de la manilla de la puerta de la tienda. Alice acercó el rostro al cristal y reconoció entre los frascos una de sus creaciones. La saludó, como se saluda a un allegado, y se dirigió hacia la parada del autobús.

De vuelta a su casa, ordenó las compras, puso las flores en un jarrón y decidió ir a pasear al parque. Se cruzó con su vecino al pie de la escalera, él también parecía volver del mercado.

– Navidad, ¡qué quiere…! -dijo un poco irritado ante la cantidad de vituallas de su cesta.

– Navidad, en efecto -respondió Alice-. ¿Tiene invitados esta noche? -preguntó.

– ¡Por Dios, no! No soporto las fiestas -dijo entre susurros, consciente de lo indecente de su confidencia.

– ¿Usted tampoco?

– Por no hablar de Nochevieja, ¡creo que es todavía peor! ¿Cómo decidir con antelación si va a ser o no un día de fiesta? ¿Quién puede saber antes de levantarse si estará de buen humor? Obligarse a ser feliz me parece bastante hipócrita.

– Bueno, pero los niños…

– No tengo, razón de más para no fingir. Y además está esa obsesión con hacerlos creer en Papá Noel… Se podrá decir lo que se quiera, pero a mí me parece feo. Al final, uno acaba confesándoles la verdad; entonces, ¿qué razón hay para engañarlos? Me parece incluso un poco sádico. Los más bobos se están quietecitos durante semanas, esperando ansiosamente la llegada del gordo coloradote, y se sienten terriblemente traicionados cuando sus padres les confiesan la infame superchería. Los más avispados, por su parte, lo deben mantener en secreto, lo que es igual de cruel. Y su familia, ¿viene a verla?

– No.

– ¿Y eso?

– No me queda familia, señor Daldry.

– Ésa es, en efecto, una buena razón para que no venga.

Alice miró a su vecino y rompió a reír. Las mejillas de Daldry enrojecieron.

– Lo que acabo de decir ha sido terriblemente torpe, ¿no es así?

– Pero lleno de sentido común.

– A mí me queda familia, en fin, quiero decir, un padre, una madre, un hermano, una hermana, dos sobrinos espantosos.

– ¿Y no pasa la Nochebuena en su compañía?

– No, hace años que no. No les hago caso, y ellos tampoco se quedan cortos.

– Ésa también es una buena razón para quedarse en su casa.

– He hecho todos los esfuerzos del mundo, pero cada reunión familiar era un desastre. Mi padre y yo no estamos de acuerdo en nada, encuentra mi trabajo grotesco, yo el suyo terriblemente aburrido, en resumen, no nos soportamos. ¿Va a desayunar?

– ¿Qué relación hay entre mi desayuno y su padre, señor Daldry?

– Ninguna en absoluto.

– No he desayunado.

– En el bar de la esquina de nuestra calle sirven unas gachas deliciosas; si me concede un momento para dejar en mi casa este capacho tan poco masculino, se lo reconozco, y, sin embargo, muy útil, la llevo conmigo.

– Me disponía a ir a Hyde Park -respondió Alice.

– ¿Con el estómago vacío y este frío? Es una idea malísima. Vamos a comer, mangaremos un poco de pan de la mesa y luego nos iremos a alimentar a los patos de Hyde Park. La ventaja con los patos es que uno no necesita disfrazarse de Papá Noel para que estén contentos.

Alice sonrió a su vecino.

– Suba sus cosas, lo esperaré aquí, degustaremos sus gachas y nos iremos a celebrar juntos la Navidad de los patos.

– Maravilloso -respondió Daldry. Y, antes de echar a correr escaleras arriba, añadió-: Tardo un minuto.

Y, poco rato después, el vecino de Alice reapareció en la calle, disimulando lo mejor que podía su sofoco.

Se instalaron en una mesa tras el ventanal del bar. Daldry pidió un té para Alice y un café para él. La camarera les llevó dos platos de gachas. Daldry reclamó una cestilla de pan y, de inmediato, escondió varios trozos en el bolsillo de su chaqueta, lo que le hizo mucha gracia a Alice.

– ¿Qué clase de paisajes pinta?

– No pinto más que cosas completamente inútiles. Algunos se quedan extasiados con el campo, las orillas del mar, las llanuras o el sotobosque; yo pinto cruces.

– ¿Cruces?

– Exacto, intersecciones de calles, de avenidas. No se imagina hasta qué punto la vida de un cruce tiene miles de detalles. Unos corren, otros buscan su camino. Se encuentran en ellos todos los tipos de transporte: carretones, automóviles, motocicletas, bicis. Peatones, repartidores de cerveza que empujan sus carretillas, hombres y mujeres de toda condición se frecuentan en ellos, se molestan, se ignoran o se saludan, se empujan, se denuestan. ¡Un cruce es un lugar apasionante!

– Es realmente un tipo extraño, señor Daldry.

– Tal vez, pero reconozca que un campo de amapolas es para morirse de aburrimiento. ¿Qué accidente vital podría producirse en él? ¿Dos abejas chocando en vuelo rasante? Ayer instalé mi caballete en Trafalgar Square. Es bastante complicado encontrar un punto de vista satisfactorio sin que lo empujen a uno constantemente, pero empiezo a tener oficio y estaba, pues, en un buen sitio. Una mujer, asustada por un aguacero repentino y que, probablemente, quiere poner a salvo su ridículo moño, cruza sin mirar. Una carreta tirada por dos caballos da un terrible bandazo para evitarla. El conductor se da maña, pues la señora en cuestión se libra con un buen susto, pero los bidones que transporta se vuelcan sobre la calzada y el tranvía que llega en sentido contrario no puede hacer nada por esquivarlos. Uno de los toneles literalmente estalla debido al impacto. Un torrente de Guinness se derrama sobre el pavimento. Vi a dos borrachos dispuestos a echarse cuerpo a tierra para apagar su sed. Le ahorro el altercado entre el conductor del tranvía y el propietario de la carreta, los transeúntes que se entremezclan, los policías que tratan de poner un poco de orden en medio de ese jaleo, el carterista que aprovecha la confusión para hacer el negocio del día y la responsable de ese caos, que se escapa de puntillas, avergonzada ante el escándalo provocado por su despreocupación.

– ¿Y ha pintado todo eso? -preguntó Alice estupefacta.

– No, por el momento me he contentado con pintar el cruce, todavía tengo mucho trabajo por delante. Pero lo he memorizado todo, eso es lo esencial.

– Nunca se me había ocurrido prestar atención a todos esos detalles al cruzar una calle.

– Yo siempre he tenido pasión por los detalles, por los pequeños acontecimientos, casi invisibles, que hay a nuestro alrededor. Observar a la gente te enseña muchas cosas. No se vuelva, pero en la mesa que hay detrás de usted está sentada una anciana. Espere, levántese si quiere y cambiémonos el sitio, como si nada.

Alice obedeció y se sentó en la silla que ocupaba Daldry mientras éste se instalaba en la de ella.

– Ahora que se encuentra en su campo de visión -dijo-, mírela atentamente y dígame lo que ve.

– Una mujer de cierta edad que desayuna sola. Está vestida tirando a mal y lleva sombrero.