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– Preste más atención, ¿ve algo más?

Alice observó a la anciana.

– Nada en particular, se seca la boca con su servilleta. Mejor dígame lo que no veo, va a terminar viéndome.

– Está maquillada, ¿no? De forma muy leve, pero tiene empolvadas las mejillas, se ha puesto rímel en las pestañas, un poco de carmín en los labios.

– Sí, en efecto, en fin, creo.

– Mire los labios ahora, ¿están quietos?

– No, es verdad -dijo Alice sorprendida-, se mueven levemente, ¿probablemente un tic de la edad?

– ¡En absoluto! Esa mujer es viuda, habla con su difunto esposo. No come sola, continúa dirigiéndose a él como si se encontrase delante de ella. Se ha acicalado porque su marido todavía forma parte de su vida. Se lo imagina presente a su lado. ¿No es conmovedor? Imagine el amor que hace falta para reinventarse sin tregua la presencia del ser amado. Esa mujer tiene razón: no porque se haya marchado ha dejado de existir. Con un poco de fantasía dentro de uno, la soledad no existe. Más tarde, en el momento de pagar, empujará desde el otro lado de la mesa el platito con el dinero, porque es su marido quien paga siempre la cuenta. Cuando se vaya, ya lo verá, esperará un momento en la acera antes de cruzar, porque su marido cruza la calle siempre el primero, como es debido. Estoy seguro de que cada noche, antes de acostarse, se dirige a él, y que hace lo mismo por la mañana al desearle un buen día, esté donde esté.

– ¿Y ha visto eso en un instante?

Mientras Daldry sonreía a Alice, un anciano hecho un fantoche y con pinta de borracho entró con mal paso en el restaurante, se acercó a la anciana y le dio a entender que era el momento de irse. Ella pagó la nota, se levantó y abandonó la sala tras los pasos del borracho de su marido, que sin duda debía de volver del hipódromo.

Daldry, de espaldas a la escena, no había visto nada.

– Tenía razón -dijo Alice-. La anciana ha hecho exactamente lo que usted había predicho. Ha empujado el platito hacia el otro lado de la mesa, se ha levantado y, al salir del restaurante, he creído verla dándole las gracias a un hombre invisible que le sujetaba la puerta.

Daldry parecía feliz. Engulló una cucharada de gachas, se limpió la boca y miró a Alice.

– Bueno. Entonces, esas gachas, estupendas, ¿no?

– ¿Usted cree en la videncia? -preguntó Alice.

– ¿Disculpe?

– ¿Usted cree que se puede predecir el futuro?

– Enjundiosa pregunta -respondió Daldry haciéndole una seña a la camarera para que le sirviera más gachas-. ¿El futuro ya está escrito? La idea me parece aburrida, ¿no? ¿Y el libre albedrío de cada uno? Creo que los videntes no son más que gente intuitiva. Dejemos a un lado a los charlatanes y concedámosles algún crédito a los más sinceros de ellos. ¿Están provistos de un don que les permite ver en nosotros lo que deseamos, lo que acabaremos por acometer tarde o temprano? Después de todo, ¿por qué no? Mire a mi padre, por ejemplo, su vista es perfecta y, sin embargo, está completamente ciego; mi madre, por el contrario, no ve tres en un burro y en cambio advierte muchas cosas que su marido es incapaz de adivinar. Sabía desde mi más tierna infancia que me convertiría en pintor, me lo decía a menudo. Fíjese, también veía mis lienzos expuestos en los mayores museos del mundo. No he vendido un cuadro en cinco años; qué quiere, soy un artista mediocre. Pero le hablo de mí y no le respondo. Además, ¿por qué me hace una pregunta así?

– Porque ayer me sucedió algo extraño, a lo que nunca le habría prestado la más mínima atención. Y, sin embargo, desde entonces no dejo de pensar en ello hasta el punto de encontrarlo casi perturbador.

– Empiece, pues, explicándome lo que le pasó ayer y le diré lo que pienso.

Alice se inclinó hacia su vecino, le relató su noche en Brighton y más concretamente su encuentro con la vidente.

Daldry la escuchó sin interrumpirla. Cuando hubo terminado de contarle la insólita conversación de la víspera, Daldry se volvió hacia la camarera, pidió la cuenta y le propuso a Alice que fueran a tomar el aire.

Salieron del restaurante y dieron unos pasos.

– Si he entendido bien -dijo aparentemente disgustado-, ¿tendrá que cruzarse en el camino con seis personas antes de poder conocer al hombre de su vida?

– El que más me importará en la vida -corrigió.

– Es lo mismo, supongo. ¿Y no le hizo ninguna pregunta sobre ese hombre, su identidad, el lugar donde podría estar?

– No, sólo me afirmó que había pasado por detrás de mí mientras hablábamos, nada más.

– En efecto, es bien poco -prosiguió Daldry, pensativo-. ¿Y le habló de un viaje?

– Sí, creo, pero todo esto es absurdo, qué ridícula, contarle esta historia para no dormir.

– Pero esta historia para no dormir, como la llama, la ha tenido despierta buena parte de la noche.

– ¿Parezco cansada?

– La he oído pasearse arriba y abajo por su casa. Las paredes que nos separan son prácticamente de papel maché.

– Siento haberle molestado…

– Bueno, no veo más que una solución para que recuperemos ambos el sueño, me temo que la Navidad de nuestros patos tendrá que esperar hasta mañana.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Alice mientras llegaban delante de su casa.

– Suba a buscar una prenda de lana y una buena bufanda, nos volvemos a ver aquí dentro de unos minutos.

«¡Qué día más raro!», se dijo Alice corriendo escaleras arriba. Esa víspera de Navidad no se estaba desarrollando en absoluto como se la había imaginado. Primero ese desayuno improvisado con su vecino, al que apenas soportaba; luego su conversación más bien inesperada… ¿Y por qué le había confiado esa historia que creía absurda e inconsecuente?

Abrió el cajón de su cómoda; tenía que coger una prenda de lana y una buena bufanda, pero le costó horrores decidir cuáles combinaban. Dudó entre un cárdigan azul marino, que le hacía una bonita figura, y una chaqueta de lana de punto grueso.

Se miró en el espejo, se puso un poco en orden el pelo, renunció a darse el más mínimo toque de maquillaje, puesto que no se trataba más que de un simple paseo de compromiso.

Salió por fin de su casa, pero, cuando llegó a la calle, Daldry no estaba. A lo mejor había cambiado de opinión; después de todo, era un hombre más bien original.

Dos pitidos y un Austin 10, de color azul de ultramar, se paró junto a la acera. Daldry salió del automóvil para abrirle la puerta del copiloto a Alice.

– ¿Tiene coche? -dijo sorprendida.

– Acabo de robarlo.

– ¿Va en serio?

– Si su vidente le hubiese predicho que se iba a topar con un elefante rosa en el valle de Punyab, ¿la habría creído? ¡Pues claro que tengo coche!

– Gracias por burlarse tan abiertamente de mí, y perdone mi sorpresa, pero es la única persona que conozco que posee su propio automóvil.

– Es un modelo de ocasión. Y no es que sea un Rolls, lo constatará rápidamente por sus amortiguadores, pero no se calienta y cumple honrosamente su cometido. Lo aparco siempre en alguno de los cruces que pinto, está presente en cada uno de mis lienzos, es un ritual.

– Un día debería enseñarme esos lienzos -dijo Alice acomodándose dentro.

Daldry farfulló algunas palabras incomprensibles, el embrague crujió un poco y el coche se lanzó a la carretera.

– No querría parecerle entrometida, pero ¿podría decirme adónde vamos?

– ¿Adónde quiere que vayamos? -repuso Daldry-. ¡A Brighton, por supuesto!

– ¿A Brighton? ¿Y para qué?

– Para que pueda visitar a esa vidente y le haga todas las preguntas que debería haberle hecho ayer.

– Pero eso es una completa locura…

– Llegaremos dentro de una hora y treinta minutos, dos horas si hay hielo en la carretera, no veo ninguna locura en ello. Habremos vuelto antes de la puesta de sol y, aunque nos sorprenda la noche en el camino de vuelta, las dos grandes bolas cromadas que ve delante a cada lado de la calandra son faros… ¿Ve? Yo creo que no nos aguarda nada muy peligroso, en realidad.