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– Tírelo al retrete. Salió para hacerlo.

Cuando estuvimos solos, Milo me dijo:

– Realmente aprecio lo que estás haciendo, Alex. No te mates a trabajar… no trates de mirarlo todo hoy.

– Haré todo lo que pueda, hasta que me comiencen a doler los ojos.

– Vale. Te llamaremos un par de veces, para ver si tienes algo en lo que podamos trabajar mientras estamos por las calles.

Hardy regresó arreglándose el nudo de la corbata. Iba muy elegante con su traje azul marino de tres piezas, camisa blanca, corbata rojo sangre y brillantes zapatos negros acharolados. A su lado, a Milo se le veía más desmañado que nunca con sus pantalones colgando arrugados y su deformada chaqueta deportiva de franela.

– ¿Estás dispuesto? -preguntó Hardy.

– Dispuesto. -Adelante.

Cuando se hubieron ido puse un disco de Linda Rondstad en el tocadiscos. Y empecé mi investigación a los acordes de Poor, Poor pitiful Me.

El ochenta por ciento de los pacientes masculinos del archivo caía dentro de dos categorías: o bien ejecutivos adinerados, enviados a la consulta por sus médicos de cabecera, con una serie de síntomas relacionados con el estrés: anginas, impotencia, trastornos abdominales, dolores de cabeza crónicos, insomnios, erupciones cutáneas de origen desconocido… y luego los hombres deprimidos, de todas las edades. Revisé éstos y separé el restante veinte por ciento para una investigación más a fondo.

Cuando empecé no sabía nada acerca del tipo de psiquiatra que había sido Morton Handler, pero tras varias horas de revisar sus dossiers comencé a formarme una imagen de él, una imagen que distaba mucho de ser la de un santo.

Las notas de sus sesiones de terapia eran poco profundas, descuidadas y tan ambiguas que estaban desprovistas de todo sentido. Leyéndolas, resultaba imposible imaginar lo que había estado haciendo durante esas incontables horas de cuarenta y cinco minutos. Apenas si había mención alguna de planes de tratamiento, prognosis, historiales de estrés… cualquier cosa que hubiera podido ser considerada como significativa, médica o psicológicamente. Este modo descuidado de trabajar era aún más evidente en las notas tomadas en los últimos cinco o seis años de su vida.

En cambio, sus archivos financieros eran meticulosos y detallados. Sus honorarios eran altos, sus notas de reclamación a los deudores estaban redactadas con dureza.

Aunque durante los últimos años había hablado menos y recetado más, la frecuencia con la que recetaba medicación no era inusual. A diferencia de Towler, no parecía alguien comprado por las industrias farmacéuticas. Pero tampoco era demasiado bueno como terapeuta.

Lo que realmente me preocupaba era su tendencia, que de nuevo era más habitual durante sus últimos años, de introducir comentarios burlones en sus notas. Éstos, que ni siquiera se molestaba en disimular con la jerga profesional, no eran más que bromas sarcásticas a costa de sus pacientes; «Le gusta quejarse y sonreír como un bobalicón, alternativamente», era su descripción de un viejo con problemas de estabilidad en su humor. «Es poco probable que sea capaz de hacer algo constructivo», era su afirmación acerca de otro. «Quiere la terapia para disimular su vida, que es aburrida y sin sentido.» «Un deshecho total.» Y así muchos más.

Hacia última hora de la tarde había completado mi autopsia psicológica de Handler. Era una persona quemada, uno más entre las legiones de hormigas trabajadoras que han llegado a odiar su profesión elegida. Quizá hubo un tiempo en que sentía la responsabilidad: sus primeros historiales, aunque no inspirados, al menos eran decentes… pero al final, desde luego no la sentía. No obstante, había seguido en ello, día tras día, sesión tras sesión, no deseando perder unos ingresos del orden de las seis cifras y todo lo que lleva consigo la prosperidad.

Me pregunté cómo debía pasar el tiempo mientras sus pacientes escupían su torbellino interno. ¿Soñaba despierto? ¿Se dedicaba a sus fantasías (sexuales, financieras, sádicas)? ¿Planeaba el menú de la cena? ¿Hacía operaciones aritméticas mentalmente? ¿Contaba borreguitos? ¿Calculaba cuántos depresivos podrían bailar en la cabeza de una aguja de coser?

Hubiera sido lo que fuese, desde luego lo que no estaba incluido era escuchar a los seres humanos que estaban frente a él, convencidos de que su curación le importaba.

Aquello me hizo pensar en el viejo chiste, aquél acerca de un par de comecocos que, al final de la jornada, se encuentran en el ascensor. Uno de ellos es joven, un novato, y se ve claramente que está destrozado: la corbata mal anudada, el cabello enmarañado, doblado por la fatiga. Se vuelve y ve al otro, un veterano ya muy bregado, que está totalmente compuesto: moreno, en forma, cada cabello en su sitio, con un clavel recién cortado metido en el ojal de su solapa.

– Doctor – suplica el joven-, por favor, dígame cómo lo hace…

– ¿Cómo hago el qué, hijo?

– Estar sentado hora tras hora, día tras día, escuchando los problemas de la gente sin que éstos logren afectarle.

– ¿Y quién los escucha? -le contesta el gurú.

Muy divertido. A menos que le estuviera uno pagando noventa pavos por sesión a Morton Handler y lo único que lograse por su dinero fuera la secreta valoración de ser un quejica sonriente.

¿Acaso alguna de las víctimas de su malvada prosa habría descubierto lo farsante que era y le habría asesinado? Era difícil imaginar a alguien recurriendo a la elaborada técnica de matarife que había sido empleada con Handler y su amiguita sólo para vengar una afrenta así. Claro que uno nunca sabía… la ira es una cosa muy engañosa: a veces yace durmiente durante años, sólo para ser disparada por el estímulo aparentemente más trivial. Hay gente a la que han descuartizado por hacer una abolladura en el parachoques de un coche.

Aun así, me costaba creer que los depresivos y psicosomatizadores cuyos historiales yo había revisado fueran la materia prima con la que se moldean los que acechan en la noche. Aunque lo que realmente no quería creerme era que tuviéramos que enfrentarnos con dos mil sospechosos en potencia.

Eran ya casi las cinco. Saqué una cerveza Coors de la nevera, me la llevé al porche y me senté en una tumbona con los pies apoyados en la barandilla. Bebí y contemplé el sol sumergirse tras las copas de los árboles. Alguien del vecindario estaba haciendo sonar rock punk. Cosa extraña, no sonaba discordante.

A las cinco treinta Robin llamó.

– Hola, cariño. ¿Quieres venir esta noche? Pasan Cayo Largo por la tele.

– Seguro – le dije -. ¿Quieres que compre algo para comer? Se lo pensó un momento.

– ¿Qué te parecen salchichas con chile? Y cerveza.

– Yo ya te llevo ventaja en lo de la cerveza – en la mesa de la cocina había tres latas vacías y chafadas de Coors.

– Pues dame tiempo para alcanzarte, amor. Te veré sobre las siete.

No había tenido noticias de Milo desde la una treinta. Me había llamado desde Bellflower, cuando estaba a punto de interrogar a un tipo que había atacado a siete mujeres con un destornillador. Había muy poca similitud con el caso Handler, pero uno tenía que trabajar con lo que disponía.

Llamé a la División del Oeste de Los Ángeles y le dejé el recado de que estaría fuera aquella noche.

Luego llamé al número de Bonita Quinn. Esperé cinco timbrazos y, cuando nadie me contestó, colgué.

Humphrey y Lauren estaban maravillosos, como siempre. Las salchichas con chile nos dejaron eructando, pero satisfechos. Nos abrazamos y escuchamos un rato a Tal Farlow y Wes Montgomery. Luego tomé una de las guitarras que tenía por el estudio y toqué para ella. Escuchó, con los ojos cerrados, una débil sonrisa en los labios, luego me apartó suavemente las manos del instrumento y tiró de mí hacia ella.