Pensaba haberme quedado toda la noche allí, pero hacia las once me fui poniéndome nervioso.
– ¿Pasa algo, Alex?
– Ño -sólo que mi Zeigarnik me tiraba de la oreja.
– Es por ese caso, ¿no?
No dije nada.
– Estoy empezando a preocuparme por ti, cariño – puso su cabeza sobre mi pecho, una preciosa carga-. ¡Estás tan nervioso desde que Milo te metió en esto! No sé cómo eras antes, pero por lo que me has contado, parece como si volvieras a los buenos viejos tiempos.
– El viejo Alex no era tan mal tipo – reaccioné defensivamente.
Muy sabiamente, ella no dijo nada.
– No -me corregí -. El viejo Alex era un plasta. Te prometo que no lo voy a traer de vuelta, ¿vale?
– Vale -me dio un beso en la punta de la barbilla.
– Sólo necesito que me des un poco más de tiempo para dejar todo esto atrás.
– De acuerdo.
Pero, mientras me vestía, ella estuvo mirándome con una mezcla de preocupación, pena y confusión. Cuando yo fui a decir algo, ella se volvió. Me senté al borde de la cama y la estreché en mis brazos. La acuné hasta que sus brazos se deslizaron en derredor de mi cuello.
– Te amo -le dije-. Dame un poco de tiempo. Ella lanzó un cálido sonido y me apretó más. Cuando la dejé estaba durmiendo, con sus párpados estremeciéndose a causa del primer sueño de la noche.
Me hundí en los ciento veinte historiales que había dejado a un lado, trabajando hasta las primeras horas de la mañana. La mayor parte de ellos también resultaron ser documentos bastante banales. Noventa y uno de esos pacientes eran hombres con enfermedades psíquicas a los que Handler había visto como consultivo, cuando aún estaba trabajando en el Cedros del Sinaí, formando parte del equipo de enlace de psiquiatría. Otros veinte habían sido diagnosticados como esquizofrénicos, pero resultaba que eran seniles (con una media de edad de setenta y cinco años) pacientes del hospital de convalecientes en el que había trabajado durante un año.
Los nueve restantes eran interesantes. Handler los había diagnosticado a todos como pacientes con problemas de desórdenes psicópatas. Naturalmente, estos diagnósticos no eran muy de fiar, vista la poca fe que tenía yo en sus juicios. Pero, no obstante, valía la pena examinar más a fondo aquellos historiales.
Todos ellos se encontraban entre las edades de dieciséis y treinta y dos años. La mayor parte de ellos le habían sido enviados por organismos oficiales: el Departamento de Libertad Condicional, la Protección Juvenil de California, iglesias locales. Un par de ellos habían tenido fuertes encontronazos con la ley. Al menos a tres de ellos se les consideraba violentos. De éstos, uno de ellos le había dado una paliza a su padre, otro había acuchillado a un compañero de la escuela y el tercero había empleado un automóvil para pasarlo por encima de alguien con el que había tenido una discusión violenta.
Un puñado de angelitos.
Ninguno de ellos había estado sometido a terapia durante mucho tiempo, lo que no resultaba sorprendente. La psicoterapia no tiene demasiado que ofrecerle a la persona que no tiene conciencia, ni moral, ni, en la mayoría de los casos, deseo alguno de cambiar. De hecho y por su propia naturaleza, el psicópata es un insulto a la moderna psicología, con sus corrientes filosóficamente igualitarias y optimistas.
Los terapeutas se hacen terapeutas porque en lo más profundo de su ser están convencidos de que la gente es buena y tiene la capacidad de cambiar a mejor. La noción de que haya individuos que, simplemente, sean malvados, gente mala, y que esa maldad no puede ser explicada por ninguna de las combinaciones existentes de la naturaleza y la educación, es algo que ataca a las más íntimas sensibilidades del terapeuta. El psicópata es para psicólogos y psiquiatras lo que el paciente de cáncer terminal es para el médico: una prueba que camina y respira de su inutilidad y fracaso.
Yo sabía que esa gente existía. Afortunadamente había conocido a un muy pequeño número de ellos, en su mayoría adolescentes, pero también a algunos niños. Recuerdo en particular a un niño, que aún no había cumplido los doce años, pero que poseía un rostro tan cínico, endurecido y de una sonrisa tan cruel que habría hecho estar orgulloso, de tenerla, a un condenado a cadena perpetua en San Quintín. Y me había dado su tarjeta profesionaclass="underline" un brillante rectángulo de rabioso color rosa con su nombre en él, seguido de la palabra Negocios.
Y desde luego había resultado ser un muchachito muy emprendedor. Animado por mis seguridades de que todo sería confidencial, me había hablado orgullosamente de las docenas de bicicletas que había robado, de los robos en domicilios que había cometido, de las niñas quinceañeras que había seducido. ¡Estaba muy complacido consigo mismo!
Había perdido a sus padres a la edad de cuatro años, en un accidente de aviación, y había sido criado por una desconcertada abuela que trataba de convencer a todo el mundo, y sobre todo a sí misma, de que, en el fondo, él era un buen chico. Pero no lo era. Era un mal chico. Cuando le pregunté si se acordaba de su madre, había puesto cara obscena y me había contado que, en las fotos que había visto de ella, tenía pinta de ser una tía buena. Y no era una postura defensiva por su parte, ese era su verdadero yo.
Cuanto más tiempo pasé con él, más me iba descorazonando. Era como ir pelando una cebolla y encontrarse con que cada una de las capas internas sucesivas estaba aún más podrida que la anterior. Era un chico malo, y lo era irremediablemente. Lo más probable era que fuese a peor.
Y no había nada que yo pudiera hacer. No tenía la menor duda que acabaría por dedicarse a una carrera antisocial. Si la sociedad tenía suerte, se limitaría a jugar a ser un timador, a raterías. Si no, se iba a derramar mucha sangre. La lógica dictaba que lo que había que hacer con él era encerrarlo y tirar la llave, apartarlo de toda posibilidad de hacer daño, confinarlo para protegernos a los demás. Pero el sistema democrático dictaminaba otra cosa y, puestas las cosas en la balanza, incluso yo estaba de acuerdo en que no tenía que ser de otro modo.
Y, sin embargo, aún había noches en que pensaba en aquel crío de once años y me preguntaba si no vería algún día su nombre en los periódicos.
Dejé a un lado los nueve historiales.
Milo tendría algo más de trabajo ya preparado.
10
Tres días de la vieja rutina de gastar suela de zapatos habían desgastado mucho a Milo.
– La lista del ordenador fue un fracaso total -se lamentó, desplomándose en mi sofá de cuero-. Todos esos bastardos o están de vuelta en chirona, o están muertos, o tenían una coartada. Y el informe del forense no nos ha dado tampoco ninguna solución mágica: sólo seis páginas y media de sangrientos detalles explicándonos lo que ya sabíamos desde un principio, en cuanto vimos los cadáveres: que a Handler y Gutiérrez los habían cortado como para hacer relleno de salchichas.
Le traje una cerveza, que se bebió de dos largos tragos. Le traje otra.
– ¿Y qué me dices de Handler? ¿Hay algo acerca de él? – le pregunté.
– Oh, sí, desde luego acertaste con tu primera impresión. El tipo ese no era el Señor Ética en persona. Pero eso tampoco nos lleva a parte alguna.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Hace seis años, cuando estaba en la consulta de un hospital, hubo algo que olía mal… un fraude al seguro. Handler y algunos otros tenían un truquito: metían un momento la cabeza en el consultorio, le decían hola a un paciente, y lo cargaban como una visita completa, que se supone que tiene que durar entre cuarenta y cinco y cincuenta minutos. Luego hacían una nota en el historial y cargaban otra visita, hablaban con una enfermera y otra visita más, hablaban con un doctor, etc. etc. Era un monton de pasta… cada uno de ellos podía decir que había hecho treinta o cuarenta visitas al día, a setenta y ochenta billetes la visita. Cuéntalo tú mismo.