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El demacrado rosto se contrajo con la ira.

– ¡Me alegra que esté muerto! ¡Ya está, ya lo he dicho! Eso es lo primero que pensé cuando lo leí en el periódico.

– Pero usted no lo hizo.

– ¡Claro que no! No hubiera podido. ¡Yo huyo de la maldad, no la abrazo!

– Hablaremos con la señora Heatherington, Roy.

– Sí. Pregúntenle sobre los nachos y el vino… creo que era Gallo Hearty Burgundy. Y también había un ponche de frutas con rodajas de naranja flotando en él. En un bol de cristal tallado. Y, al final, una de las mujeres se mareó y vomitó en el suelo. Yo ayudé a limpiarlo…

– Gracias, Roy. Ya puede marcharse.

– Sí. Lo haré.

Se dio la vuelta como un robot, una figura delgada con una corta bata azul de farmacéutico, y caminó hacia Thrifty's.

– ¿Y está vendiendo fármacos? -pregunté, incrédulo.

– Debe de estar, si es que no lo han puesto en alguna lista de dementes -Milo se metió el bloc de notas en el bolsillo y caminamos hacia el coche -. ¿A ti te ha parecido un psicópata?

– No, a menos que sea el mejor actor de toda la faz de la Tierra. Esquizoide, introvertido. En todo caso, preesquizofrénico.

– ¿Peligroso?

– ¿Quién sabe? Enfréntalo con el suficiente estrés y puede estallar. Pero yo creo que más bien elegiría la ruta del ermitaño: acurrucarse en la cama, tocársela, marchitarse, seguir así una década o dos, mientras mami le va ahuecando las almohadas.

– Si esa historia de los Icarts es cierta lanza algo más de luz sobre nuestra amada víctima.

– ¿Handler? Era todo un doctor Schweitzer.

– Eso -dijo Milo-. Justo el tipo de tío que uno desearía ver muerto.

Llegamos a Coldwater Canyon antes de que quedara atascado con los coches de los que volvían del trabajo a sus casas del Valle, y entramos en Burbank hacia las cuatro y media.

La Presto Instant Print era uno de las docenas de edificios de cemento gris que llenaban la zona industrial, cercana al aereopuerto de Burbank, como si fueran otras tantas lápidas desmesuradas. El aire olía tóxico y el rugido flatulento de los reactores estremecía el cielo a intervalos regulares. Me pregunté cuál sería la esperanza de vida de quienes pasaban allí las horas del día.

Maurice Bruno había ido hacia arriba en este mundo desde que se había hecho su historial. Ahora era uno de los vicepresidentes, encargado de las ventas. También resultaba que no se le podía ver, según nos dijo su secretaria, una morena flexible con una boca pensada para decir no.

– Entonces pásenos a su jefe – ladró Milo. Le metió la placa bajo la nariz. Estábamos ambos acalorados, cansados y descorazonados. El último lugar del mundo en el que deseábamos quedar embarrancados era en Burbank.

– Ustedes deben querer hablar con el señor Gershman – dijo, como si acabase de descubrir una gran verdad.

– Si usted lo dice, ése debe de ser con quien quiero hablar.

– Esperen un momento.

Se marchó contoneándose y regresó con su duplicado clónico, pero con peluca rubia.

– Soy la secretaria del señor Gershman -anunció el clone.

Decidí que debía ser el veneno que había en el aire. Causaba daños al cerebro, erosionaba el cortex cerebral hasta el punto en que los hechos más simples tomaban un aura de profundidad.

Milo inspiró profundamente.

– Querríamos hablar con el señor Gershman.

– ¿Puedo preguntarle acerca de qué?

– No. No puede. Ahora, llévenos con el señor Gershman.

– Sí, señor -las dos secretarias se miraron la una a otra, luego la morena apretó un botón y la rubia nos llevó a través de puertas dobles de cristal hasta una enorme área de producción, repleta de máquinas que mordisqueaban, machacaban, mordían, rugían y embadurnaban. Unas pocas personas se encontraban alrededor de los rabiosos monstruos de acero, con ojos opacos, las bocas entreabiertas, respirando vapores que apestaban a alcohol y acetona. El ruido, por sí sólo, ya era como para matarle a uno.

Giró súbitamente a la izquierda, probablemente esperando perdernos entre las fauces de uno de los gigantes, pero permanecimos tras ella, siguiendo los movimientos de su penduleante trasero hasta que llegamos a otro grupo de puertas dobles. Éstas las empujó y las soltó, obligando a Milo a tirarse hacia adelante para sujetarlas. Un pasillo corto, otro grupo de puertas y nos vimos enfrentados a un silencio tan completo que resultaba sobrecogedor.

El área para ejecutivos de la Presto Instant Print podría haber estado en otro planeta. Alfombras espesas de color ciruela con las que uno tenía que negociar con el fin de lograr recuperar sus tobillos, paredes forradas en auténtica madera de nogal. Enormes puertas, de grueso nogal, con nombres puestos en letras de bronce cuidadosamente centradas en la madera. Y silencio.

La rubia se detuvo al final del corredor, frente a una puerta especialmente grande, con unas letras doradas especialmente cuidadas que decían Arthur M. Gershman, Presidente. Nos dejó entrar en una sala de espera del tamaño de una casa mediana, nos hizo un gesto para que nos sentáramos en sillas que tenían el aspecto y el tacto de la masa de pan no horneada. Colocándose tras su escritorio, un artilugio de plexiglás y madera que permitía al mundo una visión perfecta de sus piernas, apretó un botón en una consola que parecía pertenecer a un centro de control de la NASA, movió un poco los labios, asintió con la cabeza y se puso de nuevo en pie.

– El Señor Gershman les verá ahora.

El sancta sanctorum era como cabía esperar: del tamaño de una catedral, decorado como algo concebido en las páginas del Architectural Digest, suavemente iluminado y confortable, pero con los suficientes ángulos duros como para mantenerle a uno despierto… Pero el hombre que había tras el escritorio era una completa sorpresa.

Vestía pantalones caqui y una camisa blanca de manga corta que necesitaba que la plancharan. Sus pies estaban calzados con unos Hush Puppies y, dado que estaban sobre la mesa, resultaban obvios los agujeros de las suelas. Estaría a mitad de los setenta, era calvo, usaba gafas y uno de los aros de éstas estaba reparado con esparadrapo, además tenía un gran tripón.

Estaba hablando por teléfono cuando entramos.

– Espera un momento, Lenny -nos miró-. Gracias Denise.

La rubia desapareció y él nos dijo:

– Un instante. Siéntense, pónganse algo -y señaló a un bar repleto, que cubría la mitad de una pared -. De acuerdo, Lenny, tengo a unos polizontes aquí, así que he de cortar. Sí, policías. No, no sé, ¿quieres preguntárselo tú? Ja ja. Claro, seguro que les digo eso, so caradura. Les contaré lo que hiciste en Palm Springs la última vez que estuvimos allí. Eso. Okey, el trabajo del Sahara en lotes de trescientos mil, posavasos y cerillas… nada de cajas, libritos. Ya lo he apuntado. Te doy una fecha de entrada para dentro de dos semanas. ¿Cómo? Olvídalo -nos hizo un guiño-. De acuerdo, vete a alguien de ahí, será por lo que a mí me importa… Me quedan uno o quizá dos meses antes de que me caiga muerto de tanto trabajo… ¿te crees que me importa si me anulan un pedido? Todo se lo va a llevar el tío Sam y Shirley y el principito de mi hijo, que va por ahí con un coche alemán. No, no, un BMW. Pagado con mi dinero. Eso. ¿Y qué puedes hacer, si todo se escapa a cualquier control? ¿Diez días? -hizo gesto de masturbarse con una mano y nos dedicó una gran sonrisa-. Te la estás machacando, Lenny. Al menos cierra la puerta y así nadie te verá. Doce días es lo más que puedo hacer. ¿Vale? Pues queda en doce. Vale. Te dejo, que estos cosacos se me van a llevar a rastras en cualquier momento. Adiós.

Tras haber colgado el teléfono de un golpe, el hombre se irguió como impulsado por un resorte.

– Artie Gershman.

Alzó una mano manchada de tinta. Milo la estrechó, luego lo hice yo. Era tan dura como el granito y repleta de callos.