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Cuando se ponía a hacerlo, desde luego hablaba sin parar, con sus ojos negros lanzando chispas, las manos gesticulando… revoloteando por los aires como dos golondrinas marrones.

Yo me senté frente a ella, como si fuera el chico favorito de la maestra y la escuché, dándolo eso que todo el mundo quiere cuando está descargando: empatia, un gesto de comprensión. Parte de ello estaba calculado: yo quería abrir una brecha en ella, con el fin de averiguar más acerca de Elena Gutiérrez… pero parte era mi vieja personalidad terapéutica, totalmente genuina.

Estaba empezando a pensar que había logrado abrirme paso hasta ella, cuando sonó el timbre. De nuevo se convirtió en una maestra, el árbitro de lo bueno y lo malo.

– Tiene que irse ya. Los niños van a regresar.

Me alcé y me apoyé en su escritorio.

– ¿Podemos hablar más tarde? ¿De Elena?

Ella dudó, mordisqueándose el labio. El sonido de la estampida comenzó como un rumor débil hasta hacerse atronador. Voces de timbre agudo fueron gritante cada vez más cerca.

– De acuerdo. Acabo a las dos treinta.

La oferta de invitarla a tomar una copa hubiera sido un error. Manténlo todo muy profesional, Alex.

– Gracias. La esperaré en la verja.

– No. Espéreme en el aparcamiento para profesores. En el lado sur del edificio -lejos de los ojos curiosos.

Su coche era un polvoriento Vega blanco. Caminó hacia el mismo llevando un montón de libros y papeles, que le llegaba hasta la barbilla.

– ¿Puedo ayudarla?

Me entregó la carga, que debía de pesar al menos cinco kilos, y se tomó un minuto en hallar las llaves. Me fijé en que se había maquillado: se había puesto sombra en los ojos, lo que acentuaba la profundidad de sus órbitas. Tenía el aspecto de una chica de dieciocho años.

– No he comido aún -me dijo. Era menos una insinuación para una invitación que una queja.

– ¿No lleva su bolsa marrón?

– La tiré. Me preparo unas comidas espantosas. Y en un día como éste no hay quien se las trague. Hay un sitio que dan buenas costillas, en Wilshire.

– ¿Quiere que vayamos en mi coche? Ella se miró al Vega.

– Claro, ¿por qué no? Además, voy baja de gasolina. Tire eso en el asiento delantero -dejé los libros y ella cerró el coche-. Pero yo me pagaré mi comida.

Salimos del terreno escolar. La llevé hasta el Seville. Cuando lo vio se le alzaron las cejas.

– Debe de ser usted un buen inversor.

– He tenido suerte, de vez en cuando.

Se hundió en el suave cuero y lazó un suspiro. Yo me metí tras el volante y puse en marcha el motor.

– He cambiado de idea -me dijo-. Usted paga la comida.

Comió meticulosamente, cortando la carne en pequeños pedacitos, pinchando cada uno de ellos por separado y metiéndoselos en la boca, limpiándose ésta con la servilleta después de cada tercer bocado. Apostaría algo a que era muy dura a la hora de dar notas.

– Era mi mejor amiga -dijo, dejando el tenedor y tomando el vaso de agua-. Crecimos juntas en el Este de Los Angeles. Rafael y Andy, sus hermanos, jugaban con Miguel.

A la mención de su hermano muerto, sus ojos se nublaron y luego se hicieron tan duros como la obsidiana. Apartó el plato. Se había comido sólo la cuarta parte de su comida.

– Cuando nos trasladamos a Echo Park, los Gutiérrez se trasladaron con nosotros. Los chicos siempre se estaban metiendo en líos: pequeñas travesuras, bromas pesadas. Elena y yo éramos buenas chicas. Unas santitas, en realidad; las monjas nos querían mucho -sonrió -. Estábamos tan unidas como si fuéramos hermanas. Y, como si fuéramos hermanas, había mucha competitividad entre nosotras. Ella siempre fue más bonita.

Leyó la duda en mi rostro.

– De veras. Yo era una niña muy delgadita. Tardé mucho en desarrollarme. Elena era voluptuosa, blandita. Los chicos la seguían a todas partes con la lengua caída. Ya incluso cuando ella tenía once años y yo doce. Mire -buscó en su bolso y sacó una foto. Más memorias fotográficas-. Éstas somos Elena y yo. En la escuela secundaria. Dos chicas estaban recostadas en una pared repleta de pintadas. Vestían uniformes de esos de los colegios católicos: blusas bancas de manga corta, faldas grises y zapatones. Una era pequeñita, delgada y oscura. La otra le pasaba una cabeza, tenía curvas que el uniforme no podía ocultar y una tez sorprendentemente clara.

– ¿Era rubia ella?

– Sorprendente, ¿no? Algún alemán que violó a una antepasada, sin duda. Luego aún se le aclaró más, hasta parecer toda una americana. Se sofisticó, cambió su nombre a Elaine, gastó cantidad de dinero en ropa, en su coche – se dio cuenta de que estaba criticando a la muerta y rápidamente cambió de canción-. Pero, debajo de todo aquello, era una persona con verdaderos valores. Era una maestra realmente dotada… y no hay muchas así. Enseñaba a los niños retardados, ¿sabe?

Las clases que daba Elena no eran para minusválidos, pero sí para niños que tenían problemas para aprender. Esa categoría podía incluirse desde niños brillantes con problemas perceptivos específicos, hasta chavales cuyos problemas emocionales se inmiscuían en el camino hacia el aprender a leer y escribir. El enseñar a los retardados era muy duro. Podía ser una frustración constante o un reto estimulante. Todo dependía de las motivaciones, energía y talento del maestro.

– Elena tenía un verdadero don para hacerles abrirse a ella… esos niños con los que nadie quiere trabajar. Tenía paciencia. Viéndola, uno nunca lo hubiera supuesto: era muy… vistosa. Usaba mucho maquillaje y se vestía en plan provocativo. A veces parecía una furcia, pero no tenía ningún miedo a tirarse por el suelo con los chicos, ni le importaba ensuciarse las manos. Lograba meterse en sus cabezas. Estaba muy dedicada a ellos. Los niños la querían mucho. Mire.

Otra foto. Elena Gutiérrez rodeada por un grupo de niños sonrientes. Ella estaba arrodillada y los niños se le estaban subiendo encima, le tiraban del borde de la falda, le ponían las cabezas en el regazo. Era una joven alta y bien hecha, más guapa que hermosa, con una mirada abierta y natural, con su cabello amarillo en un peinado muy estudiado, que rodeaba un rostro ovalado y contrastaba de forma espectacular con sus facciones hispánicas. Exceptuando esas facciones, ella era la clásica chica de California, el tipo que debiera haber encontrado uno tirada boca abajo en la arena de Malibú, con la parte superior del bikini suelta y la suave espalda morena expuesta al sol. Una chica para los anuncios de colas y las demostraciones de camionetas con el interior decorado, una chica que bajase corriendo al super, con sujetador y un pantalón corto, a por un cartón de seis cervezas. Una chica que no debiera haber acabado como carne maltrecha y sin vida en un cajón refrigerado, en la otra parte de la ciudad.

Raquel Ochoa tomó la foto de mis manos y creí ver celos en su rostro.

– Está muerta – dijo, metiéndola de nuevo en su bolso y frunciendo el entrecejo, como si yo hubiera cometido algún tipo de herejía.

– Parece que la adoraban -comenté.

– Así era. Ahora han puesto en su lugar a una vieja chocha, a la que no le interesa un pimiento enseñar a esos chicos. Lo han hecho ahora que Elena… se ha ido.

Empezó a llorar, usando su servilleta para tapar su rostro a mi mirada. Sus delgados hombros se estremecían. Se hundió en el asiento, como tratando de desaparecer, sollozando.