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Me alcé, me coloqué a su lado y le puse los brazos alrededor de sus hombros. Parecía tan frágil como una tela de araña.

– No, no. Estoy bien -pero se acercó más a mí, hundiéndose en las arrugas de mi chaqueta, como haciendo un agujero en el que pasar el largo y frío invierno.

Mientras la abrazaba, me di cuenta de que me agradaba. Olía bien. Tenía entre mis brazos a una persona sorprendentemente sueve y femenina. Tuve la fantasía de alzarla en mis brazos, ligera y vulnerable, y llevarla hasta la cama, en donde podría hacer callar sus gemidos de dolor con la panacea definitiva: el orgasmo. Una fantasía estúpida, porque se necesitaría algo más que una follada y un abrazo para resolver sus problemas. Estúpida porque este encuentro no había sido para eso. Noté un molesto calor y tensión en mi bajo vientre. La tumescencia, alzando su inoportuna cabeza cuando menos se la necesitaba. Sin embargo, la seguí asiendo, hasta que fueron disminuyendo los sollozos y su respiración se tornó regular. Pensando en Robin, la solté al fin y regresé a mi lado de la mesa.

Ella evitó mis ojos, sacó su maquillaje y se arregló la cara.

– Esto ha sido una verdadera tontería.

– No, no lo ha sido. Así es como se hacen las eulogias.

Lo pensó un momento y consiguió mostrar una débil sonrisa.

– Sí, supongo que tiene razón -se inclinó sobre la mesa y colocó una pequeña mano sobre la mía -. Gracias, la echo tanto a faltar.

– Lo comprendo.

– ¿De veras? -apartó la mano, repentinamente enfadada.

– No, supongo que no. Nunca he perdido a nadie que representara tanto para mí. ¿Aceptaría usted un serio intento de lograr empatia?

– Lo lamento, he sido muy mal educada… desde el momento en que apareció usted. Ha sido tan duro; todos esos sentimientos… la tristeza, el vacío, y la ira contra el monstruo que lo hizo… Porque tuvo que ser un monstruo, ¿no?

– Sí.

– ¿Lo cazarán ustedes? ¿Lo cazará ese detective grandote?

– Es un tipo muy capaz, Raquel. A su estilo, es alguien muy dotado. Pero tiene muy poco con lo que ir adelante.

– Sí. Supongo que yo podría ayudarles, ¿no es así?

– Nos iría muy bien.

Encontró un cigarrillo en su bolso y lo encendió con las manos temblorosas. Dio una profunda chupada y lanzó el humo.

– ¿Qué es lo que quiere saber?

– Para comenzar, ¿qué tal si empezásemos con aquello tan sabido: tenía algún enemigo?

– La respuesta también es sabida: no, era una chica muy querida y muy popular. Y, además, quienquiera que hiciese aquello no era conocido de ella; ella no conocía a gente así -se estremeció, enfrentándose a su propia vulnerabilidad.

– ¿Salía con muchos hombres?

– Las mismas preguntas -suspiró-. Salía con unos pocos hombres antes de conocerle a él. Luego, ya sólo eran ellos dos, como pareja.

– ¿Cuándo empezó a verlo?

– Empezó como paciente casi hace un año. Me resulta difícil saber cuándo empezó a acostarse con él. Ella no hablaba conmigo sobre ese tipo de cosas.

Me podía imaginar que la sexualidad había sido un tópico tabú para aquellas dos buenas amigas. Con la educación que habían recibido tenían que haber tenido muchos conflictos. Y, con lo que yo había visto de Raquel y oído de Elena, era seguro que se habían dedicado a resolver esos conflictos de modos muy diferentes: una se había convertido en la chica de las fiestas, la mujer que es de un hombre; la otra, atractiva pero viéndose en conflicto con el mundo. Miré al otro lado de la mesa al oscuro y serio rostro y supe que su cama estaría llena de espinas.

– ¿Le contó que estaba teniendo un asunto?

– ¿Un asunto? Eso era demasiado ligero y aéreo. Él violó su ética profesional y ella picó – echó humo con el cigarrillo-. Ella estuvo hablándome en risitas de él, durante una semana, y luego se puso seria y me dijo lo maravilloso que era. Yo sumé dos más dos y me salió cuatro. Un mes más tarde él ya vino a buscarla a nuestra casa. Ya era oficial.

– ¿Cómo era él?

– Como usted dijo antes, un tipo raro. Demasiado bien vestido: chaqueta de terciopelo, pantalones hechos por un sastre, moreno de lámpara solar, con la camisa desabrochada para enseñar mucho vello del pecho… un vello gris y ensortijado. Sonreía mucho y en seguida empezó a mostrarse familiar conmigo. Me estrechaba la mano y la retenía demasiado tiempo. Se eternizaba con un beso de despedida… claro que no hacía nada de lo que una pudiera acusarle.

Las palabras casi eran idénticas a las que había dicho Roy Longstreth.

– ¿Escurridizo?

– Exactamente. Resbaladizo. Ya antes había buscado ella a ese tipo de gente. Yo no lo podía comprender… era una persona tan buena, tan real. Supongo que eso tiene algo que ver con el que perdiera a su papá cuando era tan niña. No tuvo un buen modelo del rol masculino. ¿Suena esto pausible?

– Seguro -la vida nunca era tan simple como los textos de psicología, pero la gente se sentía bien cuando encontraban respuestas.

– Él era una mala influencia para ella. Cuando comenzó a salir con él fue cuando se tiñó el cabello, se cambió de nombre y se compró toda esa ropa. Incluso fue y se compró uno de esos nuevos coches… un Datsun Z turbo.

– ¿Y cómo se lo podía permitir? -el coche costaba más de lo que ganaba un maestro en un año.

– Si está pensando que quizás él lo pagó, olvídelo. Se lo compró ella, a plazos. Ésa era otra de las cosas típicas de Elena: no tenía ni idea del valor del dinero. Tenía un agujero en la mano, por el que se le escapaba. Siempre bromeaba acerca de que iba a tener que casarse con un tipo rico, para poder pagar sus caprichos.

– ¿Se veían muy a menudo?

– Al principio sólo una o dos veces por semana. Pero hacia el final era como si se hubiera ido a vivir con él, yo ya casi nunca la veía. Sólo pasaba a recoger algunas cosas y a invitarme a que saliera con ellos.

– ¿Y usted aceptaba?

Se sintió sorprendida por la pregunta.

– ¿Bromea? No podía soportar el estar con ellos. Yo tengo mi propia vida. No necesitaba para nada ser la que está de más.

Una vida, sospechaba yo, de dar notas a los exámenes escritos hasta las diez y luego irse a la cama, con el camisón bien abotonado, con una novela de terror y una taza de cacao caliente.

– ¿Tenían amigos, otras parejas con las que se relacionasen?

– No tengo ni idea. Estoy tratando de decirle… que yo me mantenía alejada -una cierta tonalidad apareció en su voz y yo me retiré.

– Ella comenzó como paciente. ¿Tiene usted idea del motivo por el que empezó a ir a un psiquiatra?

– Me dijo que estaba deprimida.

– ¿Y usted no cree que lo estuviera?

– Hay gente con la que es difícil decirlo. Cuando yo me deprimo todo el mundo lo puede ver. Me encierro, no quiero saber nada de nadie. Es como si me hiciese pequeña y me metiese dentro de mí misma. Pero con Elena, ¿quién podía decirlo? No es que tuviera problemas para comer o para dormir, no, simplemente estaba un poco más callada.

– ¿Pero ella decía que estaba deprimida?

– No me lo dijo, hasta después de contarme que estaba yendo a ver a Handler… cuando yo le pregunté el porqué. Me dijo que se sentía hundida, que el trabajo la agobiaba.

Yo traté de ayudarla, pero ella me dijo que necesitaba algo más. Yo nunca fui muy amiga de psiquiatras y psicólogos – sonrió en plan de excusa-. Si una tiene amigos y familiares debería apañarse con ellos.

– Si con eso basta, estupendo. A veces es como dijo Elena, a veces se necesita más.

Ella apagó su cigarrillo.

– Bueno, supongo que es una suerte para ustedes que tanta gente esté de acuerdo con eso.

– Supongo que sí.

Se produjo un silencio incómodo. Lo rompí: