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– ¿Le prescribió él alguna medicación?

– No, que yo sepa. Sólo hablaba con ella. Iba a verle cada semana, y después dos veces por semana, cuando murió uno de sus estudiantes. Entonces sí que estaba claro que se sentía deprimida: estuvo llorando durante días enteros.

– ¿Cuándo fue eso?

– Déjeme ver… fue poco después de que empezó a ir a ver a Handler, quizá después de que ya estuvieran saliendo… no lo sé. Hará unos ocho meses.

– ¿Cómo sucedió?

– Un accidente, un atropello. El chico estaba caminando por una carretera oscura por la noche y un auto le golpeó. Eso la destruyó a ella. Había estado trabajando con él durante meses. Era uno de sus milagros: todo el mundo pensaba que era mudo, pero Elena le hizo hablar – agitó la cabeza -. Un milagro. Y que entonces todo se vaya al diablo, así… Es algo tan sin sentido.

– Los padres del chico debieron de quedarse destrozados.

– No, no tenía padres. Era huérfano, venía de La Casa.

– ¿La Casa de los Niños? ¿En Malibú Canyon?

– Seguro. ¿Qué es lo que le sorprende? Nos contratan para darles una educación especial a algunos de sus niños. Lo hacen con varias escuelas locales. Forma parte de un fondo estatal, o algo así. Para ir introduciendo a los niños sin familia en la comunidad.

– No me sorprende nada -mentí -. Lo que sucede es que me parece muy triste que una cosa así le suceda a un huérfano.

– Sí. La vida no es justa -tal declaración pareció darle alguna satisfacción.

Miró a su reloj.

– ¿Algo más? Tengo que irme.

– Una cosa más. ¿Recuerda el nombre del chico que murió?

– Nemeth. Cary o Corey. Algo así.

– Gracias por su tiempo. Me ha sido de mucha ayuda.

– ¿Si? No veo cómo, pero me alegra, si esto le lleva más cerca de ese monstruo.

Tenía una visión tan concreta del asesino, que Milo hubiera sentido envidia.

Fuimos de vuelta a la escuela y la acompañé hasta su coche.

– De acuerdo -dijo ella.

– Gracias de nuevo.

– No hay de qué. Si tiene más preguntas puede volver otra vez -era lo más atrevida que se iba a mostrar… para ella era el equivalente a invitarme a su casa. Me hizo sentir triste, al saber que no había nada que yo pudiese hacer por ella.

– Lo haré.

Sonrió y me tendió la mano. Yo se la estreché, cuidando no retenerla demasiado.

14

Nunca he creído demasiado en las coincidencias. Supongo que se debe a que la noción de que la vida está gobernada por la colisión al azar de las moléculas en el espacio, me llega hasta lo más hondo de mi identidad profesional. Después de todo, ¿para qué pasar todos estos años aprendiendo cómo ayudar a la gente a cambiar, si el cambio deliberado es una pura ilusión? Pero, aun si yo estuviera dispuesto a aceptar a los hados que todo lo predeterminan, me hubiera resultado difícil ver como una coincidencia el hecho que Cary o Corey Nemeth (fallecido), estudiante de Elena Gutiérrez (fallecida) hubiera sido residente de la misma institución en la que Maurice Bruno (fallecido) trabajaba como voluntario.

Era hora de enterarse de más cosas sobre La Casa de los Niños.

Me fui a casa y busqué entre las cajas de cartón que tenía almacenadas en el garaje desde que dejé el trabajo, hasta hallar los archivos de teléfonos de mi vieja oficina. Encontré el número de Olivia Brickerman en el Departamento de Servicios Sociales y lo marqué. Trabajadora social durante más de treinta años. Olivia sabía más de los intríngulis oficiales que cualquiera otra persona en la ciudad.

Una grabación me contestó, informándome que el D.S.S. había cambiado de número de teléfono. Marqué el nuevo número y otra grabación me dijo que esperara. Una cinta de Barry Manilow entró en la línea. Me pregunté si la ciudad pagaría derechos por usar aquella grabación: música para esperar que se ponga el encargado de su caso.

– Departamento de Servicios Sociales.

– La señora Brickerman, por favor.

– Un momento, señor -dos minutos más de Manilow y luego-: Ya no trabaja en esta oficina.

– ¿Podría usted decirme dónde podría encontrarla, por favor?

– Un momento -y de nuevo me informaron de quién escribía la música que hacía a todo el mundo cantar-. La señora Brickerman trabaja ahora en el Grupo Médico- Psiquiátrico de Santa Mónica.

Así que, finalmente, Olivia había abandonado el sector público.

– ¿Tiene usted su número?

– Un momento, señor.

– No se moleste, gracias -colgué y consulté las páginas amarillas en la sección Servicios de Salud Mental. El número pertenecía a una dirección en Broadway en donde Santa Mónica se acerca a Venice, no lejos del estudio de Robin. Llamé.

– Grupo Médico- Psiquiátrico de Santa Mónica.

– La señora Olivia Brickerman, por favor.

– ¿Quién la llama?

– El doctor Delaware.

– Un momento -la línea quedó en silencio. Aparentemente el uso de la música ambiental para amenizar las esperas telefónicas no era algo en que estuviera de acuerdo el Grupo.

– ¡Alex! ¿Cómo estás?

– Muy bien, Olivia, ¿y tú?

– Maravillosamente. Pensé que estabas en alguna parte de los Himalayas.

– ¿Y por qué pensabas eso?

– ¿No es ahí donde se va la gente cuando quiere hallarse a sí misma? ¿A algún sitio frío y con poco oxígeno y con un hombrecillo con barba, sentado en la cima de una montaña, masticando raicillas y leyendo un ejemplar de una revista del corazón?

– Eso fue en los sesenta, Olivia. En los ochenta uno se queda en casa y se empapa en agua caliente.

– ¡Ja!

– ¿Cómo está Al?

– Tan extrovertido como siempre. Cuando me marché esta mañana estaba acurrucado sobre el tablero, murmurando algo sobre la defensa pakistaní o alguna otra naarishkeit.

Su esposo, Albert D. Brickeran, era el experto en ajedrez del Times. En los cinco años que yo lo había conocido jamás le había oído pronunciar más de doce palabras seguidas. Era difícil imaginar lo que él y Olivia, Miss Sociabilidad del año 1930, reelegida como tal cada año hasta 1980, podían tener en común. Pero llevaban casados treinta y siete años, habían criado cuatro hijos y parecían felices el uno con el otro.

– Así que finalmente dejaste el Departamento de Servicios Sociales.

– Sí, ¿puedes creerlo? ¡Incluso los percebes pueden ser arrancados!

– ¿Y qué fue lo que te llevó a una actuación tan impulsiva?

– Te diré, Alex, podría haber seguido allí. Desde luego, el sistema olía mal… ¿qué sistema no huele mal? Pero ya estaba acostumbrada a ello, como una se acostumbra a una verruga. Me agrada pensar que aún estaba haciendo un buen trabajo… aunque, te lo aseguro, las historias se hacían cada vez más y más tristes. ¡Tanta miseria! Y con los recortes en los fondos, la gente recibía menos y menos… y se irritaba más y más. Se vengaban en los empleados asignados a sus casos. A una chica la acuchillaron en una de las oficinas del centro. Al final había guardas armados en cada oficina. ¡Pero qué infiernos, yo nací en Nueva York! Entonces mi sobrino, el hijo de mi hermana, Steve, acabó en la Facultad de Medicina y decidió hacerse psiquiatra… ¿puedes creértelo, otra persona dedicada a la salud mental en la familia? Su padre es cirujano y ésta era la manera más segura que tenía él para rebelarse. De cualquier modo, él siempre ha estado muy unido a mí y era un chiste habitual en la familia el que, cuando empezase a trabajar, rescataría a la Tía Livvy del Departamento de Servicios Sociales y se la llevaría a su consultorio. ¿Y quieres creer que eso es exactamente lo que hizo? Un día me escribe una carta, me dice que viene a California a unirse a un grupo y que necesitan a una trabajadora social para los recién llegados y los casos de corta duración y, ¿no me gustaría intentarlo? Así que aquí estoy, con vistas a la playa, trabajando para el pequeño Steve… aunque, naturalmente, no le llamo así delante de la otra gente.