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– De acuerdo -admití -, pero, ¿qué hay del aspecto mejicano? Ese tipo estuvo allí años y, de repente, se marcha, aparece en Los Ángeles y se convierte en un triunfador.

– La movilidad hacia arriba no es un delito, y a veces un cigarro es sólo un cigarro, doctor Freud.

– Mierda. No te soporto cuando te pones tan chistoso.

– Alex, por favor. Mi vida no es lo que se dice precisamente de color rosa. No necesito que, además de todo lo otro, me vengas tú con mamonadas.

Yo parecía estar desarrollando un talento para alienarme con aquellos que tenía más cercanos. Aún tenía que llamar a Robin, para averiguar a dónde la habían llevado los sueños de la noche anterior.

– Lo lamento. Supongo que estoy demasiado metido en esto.

No me lo discutió.

– Has hecho un buen trabajo. Me has sido de mucha ayuda. Pero a veces las cosas no concuerdan, por el simple hecho de que uno haya realizado un buen trabajo.

– Así, ¿qué es lo que vas a hacer? ¿Dejarlo correr?

– No. Miraré qué hay en el historial de McCaffrey… con mucha discreción. Especialmente la parte de Méjico. Y voy a continuar estudiando los archivos financieros de Handler y Bruno y, puesto a hacer, añadiré los de la Gutiérrez. Incluso voy a llamar a la Oficina del Sheriff de Malibú y le pediré una copia del informe del accidente de ese chico. ¿Cómo me dijiste que era su apellido?

– Nemeth.

– Muy bien. Esa parte debería ser fácil.

– ¿Hay algo más que quieras de mí?

– ¿Cómo? ¡Oh, nada! Has hecho un gran trabajo, Alex, quiero que sepas que te lo digo en serio. Ahora yo te relevaré. ¿Por qué no te tomas las cosas con más calma durante un tiempo?

– De acuerdo -le dije sin entusiasmo-. Pero tenme informado.

– Lo haré -me prometió -. Adiós.

La voz al otro lado era femenina y muy profesional. Me saludó con la cantinela de la cancioncilla de un anuncio de detergentes, una voluptuosidad que lindaba con lo obsceno.

– ¡Buenos Días, ésta es La Casa!

– Buenos días. Querría hablar con alguien acerca de la posibilidad de convertirme en miembro de la Brigada de Caballeros.

– ¡Aguarde un momento, señor!

En veinte segundos estuvo en la línea una voz masculina.

– Tim Kruger. ¿En qué puedo servirle?

– Me gustaría hablar acerca de unirme a la Brigada de Caballeros.

– Sí, señor. ¿Y a qué empresa representa usted?

– A ninguna. Estoy interesándome como particular.

– Oh, ya veo -la voz perdió buena parte de su amistosidad. La interrupción de la rutina provoca esto en mucha gente… les saca de quicio, los pone sobre guardia -. ¿Y cuál es su nombre, por favor?

– Doctor Alexandre Delaware.

Debió ser a causa del título, porque de nuevo cambió de marcha, al instante.

– Buenos días, doctor. ¿Qué tal está usted?

– Muy bien, gracias.

– Estupendo. ¿Y en qué especialidad está doctorado, si es que puedo preguntárselo?

Puedes.

– Soy psicólogo infantil. Jubilado.

– Excelente. No se nos presentan voluntarios muchos profesionales de la salud mental. Yo mismo soy graduado en consejería, y estoy al cuidado de la selección de candidatos para La Casa.

– Me imagino que la mayor parte de ellos lo deben considerar como algo demasiado parecido al trabajo -le dije -. Pero como yo he estado un tiempo apartado de este campo, la idea de volver a trabajar con niños me atrae.

– Maravilloso. ¿Y qué es lo que le ha traído hasta La Casa?

– Su reputación. He oído hablar de su buen trabajo. Y que están ustedes bien organizados.

– Bueno, muchas gracias, doctor. ¡Desde luego tratamos de hacer lo mejor para nuestros chicos!

– Estoy seguro de que así es.

– Damos una visita en grupo para los posibles Caballeros. La próxima está programada para el viernes de la semana próxima.

– Déjeme mirar en mi agenda -dejé el teléfono, miré por la ventana, hice media docena de flexiones de piernas y volví a cogerlo-. Lo siento, señor Kruger, pero ése es un mal día para mí. ¿Cuándo es la siguiente?

– Tres semanas después.

– Eso es mucho tiempo. Esperaba empezar antes -traté de mostrarme delicado y justo un poquito impaciente.

– Hum. Bueno, doctor, si no le importa algo un poco menos preparado que la orientación de grupo, yo podría acompañarle en una visita privada. No habrá tiempo para montar el audiovisual, pero de todos modos, como psicólogo, seguro que ya sabe mucho de estas cosas.

– Eso suena muy bien.

– De hecho, si está usted libre esta tarde, podría prepararla para entonces. El Reverendo Gus está hoy aquí y a él le gusta conocer a todos los posibles Caballeros… aunque no siempre sea posible, con la de viajes que tiene que hacer. Esta semana graba para el programa de Merv Griffin y luego vuela a Nueva York para salir en un programa de «A.M. América».

Me comunicó la noticia de las actividades televisivas de MacCaffrey con la solemnidad de un cruzado descubriendo el Santo Grial.

– Hoy sería perfecto.

– Excelente. ¿Alrededor de las tres?

– A la tres.

– ¿Sabe exactamente dónde estamos?

– No exactamente. ¿En Malibú?

– En Malibú Canyon -me dio la dirección exacta y luego añadió-: Ya que está aquí podrá llenar nuestros cuestionarios de selección. En un caso como el suyo, doctor, será una formalidad, pero tenemos que cumplir con las reglas. Aunque no creo que los tests psicológicos sean muy válidos para preseleccionar a un psicólogo ¿no es así?

– No creo. Nosotros los escribimos y podemos hacerles decir lo que queramos.

Se rió, tratando de parecer un buen colega.

– ¿Alguna otra pregunta?

– Creo que no.

– Excelente. Le veré a las tres.

Malibú es tanto una imagen como un lugar. La imagen es transmitida a las salas de estar de los Estados Unidos por la televisión, es salpicada en las pantallas cinematográficas, grabada en los surcos de los elepés y blasonada en las portadas de las novelas baratas. La imagen tiene que ver con extensiones ilimitadas de arena; cuerpos desnudos, bronceados y aceitados; balón-volea en la playa; cabellos blanqueados por el sol; hacer el amor bajo una manta, con la cadencia del coito acorde con la subida y bajada de las olas; casitas de un millón de dólares que se tambalean sobre pilastras hundidas en una tierra que no es tan firme sino que, en realidad, baila el hula-hula cuando llueve; coches deportivos, algas y cocaína.

Todo lo cual es válido, pero limitado.

Hay otro Malibú, un Malibú que incluye los cañones y los senderos de tierra que se esfuerzan en cruzar la cordillera de Santa Mónica. Este Malibú no tiene océano. La poca agua que posee se encuentra en forma de arroyos que gotean a través de gargantas sombreadas y desaparecen cuando sube la temperatura. Hay algunas casas en este Malibú, y manadas de coyotes que acechan por la noche, haciéndose con gallinas, una zarigüeya, un sapo gordo. Hay bosquecillos de abundante sombra, en los que las ranas de los árboles crían con tanta abundancia que uno llega a pisarlas creyendo que está poniendo el pie en suave tierra gris. Hasta que ésta se mueve. Hay montones de serpientes: reyes, de liga y de cascabel, en este Malibú. Y aislados ranchos en los que la gente vive bajo la ilusión de que nunca ha llegado la segunda parte del siglo veinte. Caminos de herradura, marcados por humeantes montones de estiércol de caballo. Cabras. Tarántulas.

También hay muchos rumores rodeando a este segundo Malibú, el que no tiene playa. De asesinatos rituales, llevados a cabo por cultos satánicos. De cadáveres que nunca serán… que nunca podrán ser hallados. De gente perdida mientras iba de excursión y de los que nunca más se ha vuelto a saber. Historias de horror, quizá tan falsas como las que contaba la abuela junto al fuego.

Giré en la autopista Pacific Coast, subiendo por la Rambla Pacífica y atravesé la frontera de un Malibú al otro. El Seville subió con facilidad la inclinada pendiente. Tenía puesto a D jango Reinhardt en el cassette y la música del Gitano estaba en sincronía con el vacío que se desplegaba ante mi parabrisas: la tira serpentina de la autopista, asaltada un momento por el implacable sol del Pacífico y al siguiente sombreada por el eucaliptus gigante. Una torrentera deshidratada a un lado, una caída vertical en el espacio al otro. Un camino que urgía al cansado viajero a seguir, que ofrecía promesas que jamás podría cumplir.