Yo había dormido intranquilo la noche anterior, pensando en Robin y en mí mismo, viendo las caras de los niños: Melody Quinn, los innumerables pacientes que había tratado a lo largo de los años, los restos de un chico llamado Nemeth, que había muerto a unos kilómetros en este mismo camino. Me pregunté qué sería lo último que habría visto, qué impulso había cruzado una sinapsis crucial en el ultimísimo de los momentos, justo antes de que un gigantesco monstruo-máquina cayese rugiendo sobre él desde la nada… ¿Y qué sería lo que le habría llevado a caminar aquella solitaria extensión de la ruta en medio de la noche?
Ahora la fatiga, amamantada por la monotonía del trayecto, estaba trazando un camino, lento pero inexorable, a lo largo de mi espina dorsal, de modo que tenía que luchar por mantenerme alerta. Puse la música más fuerte y abrí todas las ventanillas del coche. El aire olía a limpio, pero estaba sazonado con el aroma de algo que se quemaba… ¿un puente lejano?
Tan ocupado estaba en la lucha por mantener la claridad de mi conciencia, que casi me perdí el cartel que el condado había levantado, anunciando la salida para La Casa de los Niños a tres kilómetros.
La desviación en sí era fácil saltársela, al estar a sólo unos cientos de metros tras una curva aguda en la carretera. El camino era estrecho, apenas si lo bastante amplio para que pasasen dos vehículos en direcciones opuestas, y muy sombreado por árboles. Subía casi un kilómetro en una incesante cuesta, lo bastante inclinada como para descorazonar a cualquier caminante, como no fuera el más decidido. Claramente, aquel lugar no había sido pensado para atraer a los visitantes a pie. Era perfecto para un campo de trabajo, una granja penal, un centro de reclusión, o cualquier otro tipo de actividad que se quisiera mantener alejada de los ojos curiosos de los extraños.
El camino de acceso terminaba en una barrera formada por una verja de alambre entrelazado de cuatro metros de alto. Unas letras de metro veinte deletreaban La Casa de los Niños, en aluminio pulimentado. A la derecha se alzaba un cartel, pintado a mano, con dos enormes manos que sostenían a cuatro niños: blanco, negro, marrón y amarillo. Una garita de guardia se hallaba a unos tres metros del otro lado de la verja. El hombre uniformado que había dentro me miró y luego habló a través de un interfono pegado a la verja.
– ¿Puedo ayudarle? -la voz surgía acerada y mecánica, como una expresión humana hecha puré de bytes, dada a comer a un ordenador y regurgitada.
– Soy el doctor Delaware. Tengo una cita a las tres con el señor Kruger.
La puerta se deslizó, abriéndose.
Al Seville le permitieron un breve rodar, antes de que fuera detenido por una barrera mecánica pintada a barras naranja y blancas.
– Buenas tardes, doctor.
El guardia era joven, con bigote, solemne. Su uniforme era gris oscuro, conjuntando con sus ojos. La repentina mirada no me engañó. Me estaba escudriñando.
– Se reunirá usted con Tim en el edificio de la administración. Siga recto por ese camino y luego tuerza a la izquierda. Puede aparcar en el parking para visitantes.
– Gracias.
– De nada, doctor.
Apretó un botón y el brazo a rayas se alzó en saludo.
El edificio de la administración tenía el aspecto de haber servido para el mismo propósito en los días del internamiento de los japoneses. Tenía las formas chatas y airadas de la arquitectura militar, pero no cabía duda de que la pintura: un mural representando un cielo azul claro lleno con nubes de algodón en rama, era una creación contemporánea.
La oficina de la recepción estaba forrada con una imitación barata de madera ocupada por una señora, el tipo perfecto de la abuela, vestida con un guardapolvo de algodón incoloro.
Me presenté y recibí a cambio una sonrisa de la abuela.
– Tim vendrá en seguida a por usted. Por favor, siéntese y póngase cómodo.
Había poco de interés que mirar. Parecía que el papel de las paredes hubiera sido tomado en préstamo de un motel. Había una ventana pero sólo permitía la visión del aparcamiento. A la distancia se veía una espesa extensión de bosque: eucaliptus, cipreses y cedros… pero desde donde yo estaba sentado sólo resultaban visibles las partes inferiores de los árboles, una extensión ininterrumpida de gris-marrón. Traté de ocuparme con un ejemplar, de dos años de antigüedad, de la California Highways.
No fue una espera demasiado larga.
Un minuto después de que yo me hubiera sentado se abrió una puerta y entró un hombre joven.
– ¿El doctor Delaware? Me puse en pie.
– Tim Kruger -nos estrechamos las manos.
Era bajo, en la segunda parte de los veinte y tenía la constitución física de un luchador, todo él duro y anguloso, y dotado con esa cantidad extra de músculos en los lugares estratégicos. Tenía un rostro que estaba bien formado, aunque demasiado impasible, como el de un muñeco de plástico al que no le hubieran dejado suficiente tiempo en el horno. Una barbilla fuerte, orejas pequeñas, una nariz recta y prominente con una forma que presagiaba convertirse en bulbosa a mediana edad, el bronceado de alguien que pasa mucho tiempo al aire libre, ojos marrón amarillentos bajo espesas cejas, una frente baja casi totalmente oculta por una enorme mata de cabello color arena. Vestía pantalones color trigo, una camisa de manga corta azul claro y una corbata azul y marrón. Colgando de la parte superior de la camisa llevaba una placa que indicaba T. Kruger, M.A., MFCC, Director de Admisiones.
– Estaba esperando a alguien un poco mayor, doctor. Me dijo usted que estaba jubilado.
– Y lo estoy. Creo que uno debe retirarse pronto, cuando aún puede disfrutar del retiro.
Se echó a reír con ganas.
– Tiene mucha razón en eso. Espero que no haya tenido problemas para encontrarnos.
– No. Su explicación fue excelente.
– Estupendo. Podemos empezar la visita, si usted lo desea. El Reverendo Gus está por alguna parte. Hacia las cuatro volverá para verle a usted.
Me aguantó la puerta abierta.
Cruzamos el aparcamiento y tomamos un sendero de grava.
– La Casa -comenzó a explicarme-, está situada en una extensión de algo más de diez hectáreas. Si nos paramos aquí, podremos tener una buena vista de toda la distribución.
Nos hallábamos en la cima de una elevación, sobre unos edificios, un campo de juego, caminos que se extendían y una cortina de montañas al fondo.
– De esas diez sólo tres están siendo empleadas, el resto es espacio abierto, lo que creemos que es muy bueno para los chavales, muchos de los cuales vienen de las partes más atestadas de la ciudad -podía divisar las formas de los niños, que caminaban en grupos, jugaban con pelotas, o estaban sentados solos en la yerba-. Hacia el norte -señaló una extensión de campos abiertos -, está lo que llamamos la Pradera. Por ahora es casi toda alfalfa y hierbajos, pero hay planes de iniciar una huerta allí, este verano. Al sur está el Bosquecillo -indicó los árboles que yo había visto desde la oficina-. Es un terreno de arboleda protegida, perfecto para excursiones por la naturaleza. Hay una abundancia sorprendente de vida salvaje por allí. Yo soy del Noroeste y, antes de llegar aquí, creía que la única vida salvaje que uno podía encontrar en Los Ángeles estaba en Sunset Strip. Sonreí.