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Nos miramos el uno al otro.

En ausencia de estímulos competitivos, el dolor se apoderó de mi brazo. Hice una mueca de dolor y ella la vio.

Se alzó, mojó una servilleta de papel en agua caliente, vino hasta mí y me limpió la herida. Rebuscó en una de las cajas y halló gasa estéril, esparadrapo y agua oxigenada. Atendiéndome como si fuera la mismísima Florence Nightingale, me vendó el brazo. No dejé de notar la locura de la situación: unos minutos antes había tratado de matarme y ahora se comportaba maternalmente y cuidaba de que el vendaje estuviera perfecto. Seguí manteniendo mi estado de ánimo defensivo, tal como había aprendido en el karate, esperando que ella cayera de nuevo, en cualquier momento, en su ira agresiva, me clavase los dedos en la carne hinchada y se aprovechase del dolor enloquecedor para hincarme un dedo en un ojo.

Pero cuando hubo acabado regresó a su asiento.

– Los papeles -le recordé.

De nuevo rebuscó, pero de prisa; sabía exactamente dónde estaba todo. Un montón de papeles, recogido con una goma elástica, pronto llegó a su mano. Allí había facturas del veterinario, certificado de vacunación, el registro de la Asociación de Propietarios de Perros con Pedigree… por cierto, que el nombre completo del perro era Otto Klaus Von Schulderheis, hijo de Sttugart-Munsch y de Sigourn-Daffodil. Vaya. También había diplomas de dos escuelas de entrenamiento de Los Ángeles y un certificado especificando que Otto había sido entrenado como perro de ataque únicamente con fines defensivos. Le devolví los papeles.

– Gracias -me dijo.

Nos sentamos uno frente al otro, tan tranquilos como si fuéramos viejos compañeros de la escuela. La miré cuidadosamente y traté de sentir en mí una aceptable animosidad en su contra. Pero lo que vi fue una mujer oriental, de aspecto amargado, en la cuarentena, con su cabello cortado a lo muñeca china, bajita, cetrina, frágil, hogareña en su ropa de trabajo y tan descuidada como un ratón de iglesia. Permanecía sentada, con las manos en el regazo, dócil, y el odio no surgía en mí.

– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?

– Seis meses. Desde la muerte de Stuart.

– ¿Por qué vive así? ¿Por qué no abre la casa?

– Creí que sería mejor para estar escondida. Lo único que deseo es que me dejen en paz.

No tenía demasiado aspecto de Garbo.

– ¿De qué se esconde?

Miró al suelo.

– Vamos. No le voy a hacer ningún daño.

– Los otros. Los otros locos.

– Nombres.

– Los que usted mencionó y otros -escupió media docena de nombres que no me sonaban.

– Seamos más específicos: ¿por locos quiere decir usted que son gente que comete abusos sexuales con niños?

– Sí, sí. Yo no lo sabía, Stuart me lo contó luego, cuando estaba en prisión. Se presentaban como voluntarios en un asilo para niños, y luego se llevaban los niños a casa. Les hacían cosas muy feas.

– Y también en su guardería.

– No, no. Allí sólo lo hacía Stuart. Los otros jamás fueron a la guardería, sólo iban al asilo de niños.

– La Casa de los Niños. Su esposo era miembro de la Brigada de los Caballeros.

– Sí. Me dijo que iba a apuntarse para ayudar a los niños; también que sus amigos eran los que le habían animado a hacerlo: el juez, el doctor, los otros. Yo pensé que había sido una idea tan buena por su parte, ya que nosotros no tenemos niños propios, que me sentí muy orgullosa de él. Nunca supe lo que realmente estaba haciendo… tal como no sabía lo que hizo en la guardería.

No dije nada.

– Sé lo que está pensando… en lo mismo que pensaron todos. Que yo lo supe todo desde el principio… ¿Cómo era posible que no supiese lo que mi marido estaba haciendo en mi propia casa? Ustedes me echan las culpas, tanto como yo se las echo a Stuart. ¡Pues se lo aseguro, yo no sabía nada!

Sus brazos se alzaron implorantes, las manos convertidas en garras color azafrán. Me fijé que se había comido las uñas hasta el límite. Había una expresión primitiva, desesperada, en su rostro.

– No lo sabía -repitió, convirtiendo aquello en una mantra de autodeprecación-. No lo sabía. ¡El era mi esposo, pero yo no sabía lo que él hacía!

Necesitaba que le dieran la absolución, pero yo no me sentía padre confesor. Me quedé con los labios apretados y la observé con forzada desenvoltura.

– Tendría que comprender el tipo de matrimonio que éramos Stuart y yo para entender cómo pudo estar haciendo todas esas cosas sin mi conocimiento.

Mi silencio decía: «Convénzame.» Bajó la cabeza y empezó:

– Nos conocimos en Seúl -me explicó -, poco después de la guerra. Mi padre fue un profesor de lingüística y nuestra familia era próspera, pero teníamos lazos con los socialistas, por lo que la CÍA coreana los mató a todos. Tras la guerra se dedicaron a hacer verdaderas matanzas, asesinando intelectuales, a cualquiera que no fuese un esclavo ciego del régimen. Todo lo que poseíamos fue confiscado o destruido. A mí me ocultaron, me entregaron a unos amigos el día antes de que los gorilas de la CÍA coreana irrumpiesen en casa y cortasen el cuello de todo lo que allí había vivo: la familia, el servicio, incluso a los animales. Las casas se pusieron peor cuando el gobierno siguió apretando los tornillos. La familia que me había recogido se asustó y me echaron a la calle. Yo tenía entonces quince años, pero era muy pequeña, muy delgadita, parecía tener doce. Mendigué, comí restos de las basuras. Me… me vendí, di mi cuerpo por dinero. Tenía que hacerlo, para sobrevivir.

Se interrumpió, miró a través de mí, reunió fuerzas y continuó:

– Cuando Stuart me halló, estaba presa de la fiebre, llena de parásitos y con una enfermedad venérea, cubierta de pústulas. Era de noche, yo estaba tapada con periódicos en un callejón de la parte trasera de un café al que iban los soldados americanos a comer y beber y a buscar chicas. Yo sabía que era bueno aguardar en lugares como aquél, porque los americanos tiraban bastante comida como para alimentar a familias enteras. Estaba enferma y apenas si me podía mover, pero aguardé durante horas, obligándome a permanecer despierta, para que los gatos no se comieran los restos antes que yo. El restaurante cerraba poco después de la medianoche. Los soldados salieron, gritones, borrachos, tambaleándose por el callejón. Luego salió Stuart, solo y sobrio. Después me enteré que jamás bebía alcohol. Yo traté de permanecer callada, pero el dolor me hizo gemir. Él me oyó, se acercó, tan grande, un gigante de uniforme, inclinándose sobre mí, y diciéndome: «No te preocupes, niñita.» Me alzó en sus brazos y me llevó a su apartamento. Tenía montones de dinero, lo bastante como para tener su propio alojamiento, fuera del cuartel. Los soldados americanos estaban de permiso, celebrándolo, haciendo un montón de niños no deseados. Stuart no hacía nada de eso; él usaba ese sitio para escribir poesía, y trastear con sus camaradas. Para estar solo.

Pareció perder la noción del tiempo y el lugar, y se quedó mirando con aire ausente a las oscuras paredes de madera.

– Le llevó a su casa – la urgí.

– Me cuidó durante cinco semanas. Me trajo médicos, me trajo medicinas. Me alimentó, me bañó, estuvo sentado junto a mi cama leyéndome cómics americanos… a mí me encantaban los cómics americanos, porque mi padre siempre me los había traído a casa cuando volvía de viaje: Anita la Huerfanita, Terry y los Piratas, Dagwood, Blondie… me los leía con su voz amable y suave. Era diferente a todo otro hombre que yo hubiera conocido. Delgado, silencioso, como un maestro con aquellas gafas que hacían parecer tan grandes sus ojos, como los de un enorme pájaro.

«Hacia la sexta semana yo ya estaba bien. Vino a la cama y me hizo el amor. Ahora sé que todo aquello formaba parte de su enfermedad… debió haber pensado que yo era una niña pequeña, esto debió de haberle excitado. Pero yo me sentía una mujer. Y al pasar los años, cuando me convertí en una mujer, cuando ya claramente no era una niña, él perdió todo el interés en mí. Acostumbraba a vestirme con ropa infantil… y como soy pequeña, podía ponérmela. Pero, cuando crecí y vi lo que era el mundo exterior, yo ya no quise saber nada de aquello. Me puse dura en mi postura y él se echó hacia atrás. Quizá fue entonces cuando empezó a actuar movido por su enfermedad…»