– Déjame ver… recuerdo que dijo haber telefoneado a la policía de allá abajo, es un pueblecito, no me acuerdo qué nombre tiene. Y ellos le dieron un buen sobresalto. Implicaron que tenían algo fuerte sobre el tipo, pero que para conseguirlo tendría que irles a ver con algo de pasta. Esto me sorprendió… yo creía que los polis cooperaban entre sí, pero él me dijo que siempre funciona así.
– ¿Y eso es todo?
– Eso es todo. Me invitó a acompañarle, pero no me iba bien por el trabajo… tenía una guardia de veinticuatro horas en este momento y hubiera tenido que hacer muchos cambios con los demás.
– ¿Has tenido noticias suyas desde que se marchó?
– Sólo una postal desde el aeropuerto de Guadalajara. Un viejo campesino tirando de un burro junto a un cactus saguaro que parece de plástico. Vaya, algo de muy buen gusto. Y escribió detrás: «Ojalá estuvieras aquí.»
Me eché a reír.
– Si te llama, dile que también me llame a mí. Tengo algo más de información.
– Lo haré. ¿Le digo algo concreto?
– No. Simplemente que llame.
– Vale.
– Gracias. Y a ver si nos vemos algún día, Rick.
– Lo mismo digo. Quizá cuando él vuelva y arregle este asunto.
– Me parece bien.
Me quité la ropa y examiné mi brazo. Supuraba un poco, pero no era nada malo. Kim Hickle había hecho un buen trabajo de reparación. Hice media hora de ejercicios de desentumecimiento y un poco de karate, luego me empapé durante cuarenta y cinco minutos en un baño caliente, mientras leía el ejemplar de la guía de Seattle facilitada por el hotel.
Llamé a Robin, no obtuve respuesta, me vestí y salí a cenar. Recordaba un lugar de mi anterior visita, un comedor encofrado en cedro con una vista sobre el Lago Union, donde hacían salmón a la barbacoa, sobre brasas de madera de aliso. Lo hallé usando mi memoria y un mapa, llegué lo bastante pronto como para obtener una mesa con buena vista, y me dediqué a engullir una gran ensalada con roquefort, un hermoso filete de pescado, justo a su punto, acompañado por patatas y judías, un cesto de pan de centeno aún caliente y dos cervezas Coors. Lo coroné con helado de moras casero y café y, con la tripa bien llena, contemplé cómo el sol se ponía en el lago.
Husmeé por un par de librerías en el distrito universitario, no hallé nada excitante o animador, por lo que volví al hotel. En el vestíbulo había una tienda de importaciones de Oriente, que aún estaba abierta. Entré, le compré un gran collar de cloisonné para Robin y subí con el ascensor a mi habitación. A las nueve la volví a llamar. Esta vez me contestó;
– ¡Alex! Esperaba que fueras tú.
– ¿Cómo estás, muñeca? Te llamé hace un par de horas.
– Me fui a cenar fuera. Yo solita. Me comí una tortilla en un rincón del Café Pelican. No había nadie más en el local. ¿No resulta una imagen patética?
– Yo también he cenado solo, dama mía.
– ¡Qué tristeza! Vuelve pronto a casa, Alex. Te noto mucho a faltar.
– Yo también a ti.
– ¿Ha resultado productivo el viaje?
– Mucho – le conté los detalles, con mucho cuidado de excluir mi encuentro con Otto.
– Desde luego estás tras la pista de algo grande. ¿No te sientes un tanto extraño, al ir descubriendo todos esos secretos?
– Realmente no, pero lo que pasa es que yo no estoy mirando estas cosas desde fuera.
– Yo sí y, créeme, las cosas son muy extrañas, Alex. Me alegraré mucho cuando Milo regrese y pueda ocuparse él de todo.
– Sí. ¿Y qué tal te andan a ti las cosas?
– A mí no me pasan cosas tan excitantes. Sólo hay una cosa nueva: esta mañana recibí la llamada de la jefa de un nuevo grupo feminista… es una especie de cámara de comercio, pero únicamente femenina. Yo le arreglé el banjo a esa mujer, ella vino a recogerlo y nos pusimos a charlar. Eso fue hace un par de meses. De cualquier modo, me llamó ahora y me invitó a dar una conferencia a su grupo la semana que viene. Sobre algo así como «La mujer artesana en la Sociedad Contemporánea» y como subtítulo: «La creatividad se enfrenta al Mundo de los Negocios.»
– Eso es fantástico. Si me dejan entrar, puedes estar segura de que estaré ahí oyéndote.
– ¡Ni lo sueñes! Ya me da bastante canguelo tal como están las cosas… Alex, yo jamás he dado una conferencia. ¡Estoy aterrorizada!
– No te preocupes. Sabes de lo que has de hablar, eres inteligente y culta, seguro que les encantas.
– Eso es lo que dices tú.
– Eso es lo que digo yo. Escucha, si realmente estás tan nerviosa, te hipnotizaré un poquito. Para ayudarte a relajarte. Va a ser todo muy fácil.
– ¿Crees que la hipnosis me puede ayudar?
– Seguro. Y con tu imaginación y creatividad, serás un sujeto excelente.
– Te he oído hablar de eso, de cómo lo habías hecho con tus pacientes, pero jamás se me ocurrió el pedirte que lo hicieras conmigo.
– Usualmente hallamos otros modos en los que ocupar el tiempo que pasamos juntos, cariño.
– Hipnosis -musitó-. Ahora tengo otra cosa por la que preocuparme.
– No te preocupes. Es totalmente inocua.
– ¿Totalmente?
– Sí. En tu caso totalmente. La única vez en la que uno se encuentra con problemas es cuando el sujeto sometido a hipnosis ha tenido conflictos emocionales importantes o tiene problemas muy profundamente arraigados. En esos casos la hipnosis puede sacar a la superficie recuerdos primigenios. Y uno se encuentra con una reacción de estrés, y con algo de terror. Pero incluso esto puede ser de ayuda. El psicoterapeuta experimentado usa la ansiedad de un modo constructivo, para ayudar al paciente a salir de su situación.
– ¿Y eso no podría sucederme a mí?
– Desde luego que no. Te lo garantizo. Eres la persona más normal que nunca he conocido.
– Ja. ¡Llevas mucho tiempo retirado!
– Te reto a que me presentes un solo síntoma de psicopatología.
– ¿Y qué te parece la tremenda lujuria que me surge al sólo oír tu voz, y los deseos de poder tocarte y agarrarte y meterte dentro de mí?
– Hummm. Eso suena grave.
– Entonces, doctor, venga pronto y haga algo al respecto.
– Regresaré mañana. Y el tratamiento comenzará de inmediato.
– ¿A qué hora?
– El avión aterriza a las diez… pues media hora después.
– ¡Maldita sea, lo había olvidado! Mañana tengo que ir a Santa Bárbara por la mañana. Mi tía está enferma, en la Unidad de Cuidados Intensivos del Cottage Hospital. Es una de esas cosas familiares que no puedo dejar de hacer. Si vienes más pronto podíamos desayunar antes de que me vaya.
– Tomo el primer vuelo, cariño.
– Supongo que podría retrasarlo. Aparecer por allí más tarde.
– Visita a tu tía. Ya cenaremos juntos.
– Puede que sea una cena muy tardía.
– Cuando vuelvas ven directamente a mi casa y nos lo montaremos allí.
– De acuerdo. Trataré de estar allí hacia las ocho.
– Estupendo. Que se mejore pronto tu tía. Te quiero.
– Yo también te quiero, cuídate.
26
Algo me preocupaba, a la mañana siguiente. La sensación molesta persistió durante el viaje hasta el aeropuerto de Sea-Tac y mientras subía por la escalerilla al avión. No podía atisbar qué era lo que se ocultaba en el cajón de más abajo de mi mente, y ese algo permaneció allí durante el tiempo en que sirvieron la comida de plástico típica de los aviones, mientras aparecían las sonrisas forzadas de las azafatas, y sonaban los chistes malos que hacía el copiloto por los altavoces del avión. Cuanto más me esforzaba en sacar aquello hasta la superficie de lo consciente, más y más se hundía. Sentía la impaciencia y la frustración que nota un niño cuando por primera vez se enfrenta a uno de esos rompecabezas de alambre chinos. Así que decidí dejarlo correr por el momento, esperar y ver si se resolvía por sí mismo.