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– ¿Dónde están ahora sus hijos?

Se puso en pie, repentinamente agitada.

– No les haga daño, son buenos chicos. Ellos no saben nada.

– No lo haré. Sólo quiero hablar con ellos.

Miró hacia un lado, a la pared cubierta con retratos familiares. A sus tres hijos, jóvenes, inocentes y sonrientes: los chicos con el cabello corto, engominado y partido por una raya y con camisas blancas con los cuellos desabrochados; la chica con una blusa de volantes, entre ellos. A la foto de la graduación: Elena con el birrete y la túnica, con una expresión de ansia y confianza, dispuesta a comerse el mundo con su inteligencia, encanto y buen tipo. Y a la foto de tintas oscuras de su marido, muerto hacía tanto, tieso y solemne en su camisa almidonada y traje gris, un trabajador poco acostumbrado al ritual que rodeaba al que le grabaran a uno las facciones para la posteridad.

Miró a las fotos y sus labios se movieron, casi imperceptiblemente. Como un general que estudia un campo de batalla aún humeante, contó las bajas silenciosamente.

– Andy está trabajando -me dijo, y me dio la dirección de un garaje en Figueroa.

– ¿Y Rafael?

– Rafael no sé dónde está. Me dijo que iba a buscar trabajo.

Ella y yo sabíamos dónde estaba. Pero yo ya había abierto bastantes heridas para un solo día, así que mantuve la boca cerrada, sólo abriéndola para darle las gracias.

Lo encontré tras media hora de ir arriba y abajo de Sunset y entrar y salir por varias travesías. Caminaba hacia el sur por Alvarado, si es que se le puede llamar caminar a ese tambaleante, ensimismado lanzarse hacia delante, con la cabeza primero y los pies siguiéndola. Permanecía pegado a los edificios, apartándose hacia la calzada cuando la gente u objetos se interponían en su camino, pero regresando de inmediato a la sombra de los aleros. Hacían casi veintisiete grados, pero él llevaba puesta una camisa de franela de manga larga, que le colgaba sobre unos pantalones caquis, y abotonada hasta el cuello. En sus pies calzaba botas altas de baloncesto; los cordones de una de ellas se habían soltado. Estaba más delgado de lo que yo recordaba.

Conduje lentamente, permaneciendo en el carril derecho, fuera de su campo de visión y manteniendo el paso con él. En una ocasión se cruzó con un grupo de hombres de edad mediana, gente de negocios. Le señalaron por la espalda, movieron las cabezas y fruncieron el ceño. Él no se daba cuenta de nada, estaba aislado del mundo exterior. Iba apuntando el camino con la cara, como un setter que ha captado un olor. Su nariz moqueaba continuamente y se la secaba con la manga. Sus ojos iban de un lado a otro, a medida que su cuerpo se movía. Se pasaba la lengua por los labios, se palmeaba las caderas delgadas en un constante tamborileo, ahuecaba los labios como si cantara, movía la cabeza de arriba abajo. Estaba haciendo un concentrado esfuerzo por parecer despreocupado, pero no engañaba a nadie. Como el borracho que pone todo su esfuerzo en parecer sobrio, sus gestos eran exagerados, poco naturales y faltos de espontaneidad. Producían el efecto opuesto: parecía ser un chacal hambriento al acecho, desesperado, roído por dentro y doliéndole todo. Su piel brillaba por el sudor y era pálida y fantasmal. La gente se apartaba de su camino cuando él bailoteaba hacia ellos.

Aceleré y conduje dos manzanas, antes de acercarme al bordillo y aparcar cerca de un callejón, tras un edificio de tres pisos que albergaba una tienda hispana de ultramarinos en el piso bajo y apartamentos en los otros dos.

Una mirada rápida hacia atrás me confirmó que aún seguía viniendo.

Salí del coche y me metí en el callejón, que hedía a comida pútrida y orina. El pavimento estaba repleto de botellas de vino, rotas y vacías. A unos treinta metros había una plataforma de carga, vacía, con sus puertas de hierro cerradas y atrancadas. Una docena de vehículos estaban ilegalmente aparcados a ambos lados; la salida del callejón quedaba bloqueada por un camión de media tonelada, que había sido dejado perpendicular a las paredes. En algún punto de la lejanía una banda de mariachis interpretaba «Cielito lindo». Un gato maulló. Sonaron bocinas en la calle grande. Lloró un niño.

Saqué la cabeza por la esquina y la volví a meter. Estaba a media manzana de distancia. Me preparé para recibirlo. Cuando comenzó a cruzar en frente del callejón, le dije con un susurro muy teatraclass="underline"

– Hey, tío. Tengo lo que necesitas.

Eso le hizo pararse. Me miró con gran amor, creyendo que había logrado la salvación. Esto le dejó sin equilibrio cuando lo agarré por el enjuto brazo y tiré de él hacia el callejón. Le arrastré varios metros, hasta que hallamos refugio tras un viejo Chevy con la pintura cayéndosele a placas y dos ruedas deshinchadas. Sus manos se alzaron defensivamente. Yo las empujé hacia abajo y las atrapé ambas con una de las mías. Se retorció, pero no tenía fuerzas. Era como pelearse con un bebé.

– ¿Quéslo quequieres, tío?

– Respuestas, Rafael. ¿Me recuerdas? Te visité hace unos días. Con Raquel.

– Hey, esoseguro -dijo, pero sólo había confusión en los acuosos ojos color avellana. Los mocos le caían de una de las ventanillas de la nariz hasta su boca. Los dejó estar allí un rato antes de sacar la punta de la lengua y tratar de apartarlos -. Sime acuerdo, tío. Con Raquel, claro tío.

Miró arriba y abajo por el callejón.

– Entonces, también recordarás que estoy investigando la muerte de tu hermana.

– Ohsí, claro, Elena. Malacosa, tío.

Lo dijo sin sentimiento. Su hermana había sido rajada a rebanaditas y en lo único en que él podía pensar era en que necesitaba un paquete de polvo blanco que pudiera ser convertido en su tipo especial de leche. Había leído docenas de tomos sobre la adicción, pero fue allí, en el callejón, que me quedó bien claro el verdadero poder de la jeringuilla.

– Ella tenía unas cintas, Rafael. ¿Dónde están?

– Hey, tío, nosenada de cintas, ni mierda -luchó por soltarse, pero yo le aplasté de nuevo contra la pared-. Oh, tío meduele. Déjame ir a darme un pico y luegoblamos de cintas. ¿Vale, tío?

– No. Lo quiero saber ahora. Rafael. ¿Dónde están las cintas?

– ¡No lo sé, tío! ¡Telodicho! -estaba gimoteando como un crío de tres años, con la cara llena de mocos y poniéndose más frenético a cada segundo que pasaba.

– Pues yo creo que sí, y quiero saberlo.

Daba saltitos para soltarse de mi mano, sonando como un saco de huesos.

– ¡Jameir, mamón! -jadeó.

– A tu hermana la asesinaron, Rafael. La dejaron como una hamburguesa. Vi fotos del aspecto que tenía. Quien quiera que lo hiciese se tomó su tiempo. Para hacerle daño. Y tú estás dispuesto a tratar con ellos.

– Nosé dequéstas hablando, tío.

Más forcejeo, otro empellón contra la pared. Esta vez se dejó caer, cerró los ojos por un momento y pensé que lo había dejado sin sentido. Pero los abrió de nuevo, se lamió los labios y lanzó una tos seca y estremecida.

– Te habías bajado del caballo, Rafael. Y de pronto empezaste a chutarte de nuevo. Justo después de la muerte de Elena. ¿De dónde has sacado la pasta? ¿Por cuánto la vendiste?

– Nosé nada -se estremecía como con epilepsia -. ¡Jameir, no sé nada!

– A tu propia hermana – insistí -. Y la vendiste a sus asesinos por el precio de una pápela.

– Porfa, tío. Jameir.

– No hasta que hables. No tengo tiempo para perderlo contigo. Quiero saber dónde están esas cintas. Si no me lo dices en seguida, te llevaré a casa conmigo, te ataré y te dejaré en un rincón hasta que te venga el mono. ¡Imagínate eso, Rafael… piensa lo que ya te duele ahora, Rafael… piensa lo mucho peor que será luego!

Se derrumbó.

– Selasdí aun tío -tartamudeó.

– ¿Por cuánto?

– Pasta no, tío. Me dio nieve. Bastante para una semana de picos. Buena nieve. Ahora jameir, tengo una cita.