– En los almacenes. Cerca del bosque.
– ¿Aquellos edificios color ceniza… aquellos que se cuidó en evitar cuando me acompañó a la visita?
– Aja. Sí.
– ¿Cuál de ellos? Había cuatro.
– El último… el más alejado.
Una mancha se fue agrandando en la moqueta, a mis pies. Se había orinado encima.
– Jesús -dijo.
– Siga así, Tim. Lo está haciendo muy bien. Asintió, aparentemente ansioso de oír alabanzas.
– ¿Sigue aún con vida?
– Sí. Al menos que yo sepa. El primo Will… el doctor Towle, quería mantenerla con vida. Gus y el juez estuvieron de acuerdo. Pero no sé por cuánto tiempo.
– ¿Qué hay de la madre?
Cerró los ojos y no dijo nada.
– Hable, Tim, o despídase de su pierna.
– Está muerta. La mató el tipo al que mandaron a por ella y la niña. La enterraron en el prado.
Recordé la extensión de campos al norte de La Casa. Este verano plantaremos aquí una huerta, me había dicho…
– ¿Quién es ese tipo?
– Un tío loco. Deforme… como paralizado de un costado. Gus le llamaba Earl.
No era el nombre que yo me había esperado, pero la descripción concordaba perfectamente.
– ¿Y por qué lo hizo?
– Para dejar los menos cabos sueltos posibles.
– ¿Por orden de McCaffrey?
Se quedó en silencio. Hice algo de presión con la pistola. Su cadera tembló.
– Sí, él lo ordenó. Earl no actuaba por su cuenta.
– ¿Y dónde está ahora ese tal Earl?
Más dudas, sin pensarlo le di con el cañón de la 38 en el hueso de la rodilla. Sus ojos se agrandaron por la sorpresa y el dolor, luego cayeron lágrimas de ellos.
– ¡Oh, Dios!
– No se ponga religioso, limítese a hablar.
– Se acabó… está muerto. Gus y Halstead se lo cargaron. Después de que enterrasen a la mujer. Estaba llenando la tumba y Halstead le golpeó con la pala, lo empujó dentro con ella y los cubrió a ambos con tierra. Luego él y Gus se reían al recordarlo. Halstead decía que, cuando le dio en la cabeza a Earl, sonó a hueca; hablaban así del tipo ese, a sus espaldas… le llamaban tarado, medio hombre…
– Un mal bicho, ese Halstead.
– Aja. Lo es -el rostro de Kruger se iluminó, dispuesto a complacerme-. También anda tras usted. Usted andaba husmeando por allí y Gus no sabía qué era lo que le habría contado la chica. Se lo aconsejo, amigo, ándese con tiento.
– Gracias, amigo, pero Halstead ya no es una amenaza. Para nadie.
Alzó la vista hacia mí. Contesté la pregunta no hecha con un rápido movimiento afirmativo.
– Jesús -dijo, derrumbándose.
No le di tiempo a reflexionar.
– ¿Por qué mató usted a Handler y a la Gutiérrez?
– Ya le he dicho que yo no lo hice. Fueron Halstead y Earl. Gus les dijo que lo hicieran de modo que pareciese un crimen sexual. Luego, Halstead me dijo que Earl era más que adecuado para el trabajo: los estuvo haciendo picadillo; se le notaba que lo estaba disfrutando. Sobre todo hizo un trabajo a conciencia con la maestra. Halstead la agarraba y él usó el cuchillo.
Dos hombres, quizá tres, había dicho Melody.
– Usted también estaba allí, Tim.
– No. Bueno, yo… yo los llevé allí en coche. Con los faros apagados. Era una noche oscura, sin luna ni estrellas. Me quedé dando vueltas al aparcamiento, luego pensé que quizá me vieran, así que fui hasta las Palisades y regresé. Aún no habían acabado… recuerdo que me pregunté qué estarían haciendo para tardar tanto. Me marché de nuevo, di unas cuantas vueltas, regresé y justo entonces estaban saliendo. Iban vestidos de negro, como demonios. Y podía ver la sangre, incluso sobre el negro. Olían a sangre. Estaba por todas partes, cubriéndoles, oscura como su ropa, pero con una textura diferente… ya sabe, brillante. Húmeda.
Hombres negros. Dos, quizá tres. Se detuvo.
– Eso no es el final de la historia, Tim.
– Lo es. Se desnudaron en el coche, guardaron el cuchillo en una bolsa de lona. Lo quemamos en uno de los cañones: la ropa, la bolsa, todo. Y lo que quedaba lo tiramos al agua en el muelle de Malibú -hizo otra pausa, sin aliento-. Yo no maté a nadie.
– ¿Dijeron algo en el coche?
– Halstead estaba callado como una estatua. Me preocupó, por lo ido que se le veía, porque es un mal bicho… esa historia de que un chico le amenazó con una navaja es una pura memez. Le expulsaron de la Escuela de Artes Manuales por haber dado una buena paliza a un par de estudiantes. Y antes de eso lo habían echado de la Infantería de Marina. Le encantaba la violencia. Pero, fuera lo que fuese que hubiera pasado en aquel apartamento le había impactado… estaba muy callado.
– ¿Y qué hay de Earl?
– Earl era… diferente… era como si, le fuese aquello, ¿me entiende? Estaba lamiéndose los labios y acunándose adelante y atrás, como uno de esos crios autistas. Murmurando. Diciendo «hija de puta», una y otra vez. Era raro. Loco. Al fin Halstead le dijo que se callara de una jodida vez, y él le gritó algo en respuesta… en español. Halstead también gritó, y yo pensé que los dos se iban a hacer pedazos allá mismo. Era como ir conduciendo con dos bestias enjauladas. Los calmé, usando el nombre de Gus… eso siempre funcionaba con Earl. Aquella noche no podía aguantar el estar más tiempo con esos dos. Ambos eran el prototipo del psicópata.
– Ahórrese las descripciones intelectuales y explíqueme cómo mató a Bruno.
– Lo sabe todo, ¿no es así?
– Lo que me falta por saber me lo va a contar usted – hice un gesto en el aire con la pistola-. Bruno.
– Lo hicimos… lo hicieron la noche después de despachar al doctor y a la profesora. Halstead no quería que Earl le acompañase, pero Gus insistió. Dijo que era mejor que fueran dos para aquel trabajo. Tengo la sensación de que los dominaba, enfrentándolos el uno contra el otro. Esta vez ni fui, Halstead condujo y asesinó. Usó un palo de béisbol del almacén de suministros deportivos. Yo estaba allí cuando regresó y se lo contó a Gus: encontraron al vendedor cenando y lo mataron a golpes en la misma mesa. Earl se comió lo que quedaba de cena.
Dos asesinatos echados sobre la conciencia de dos hombres muertos. Todo perfecto. Aquello olía mal, y se lo dije.
– Así es como fueron las cosas. No estoy diciendo que yo sea totalmente inocente. Sabía lo que iban a hacer cuando les llevé a la casa del matasanos. Y les di la llave del apartamento. Pero yo no cometí ninguno de los asesinatos.
– ¿Y cómo consiguió la llave?
– Me la dio el primo Will. No sé de dónde la sacó él.
– Muy bien. Ya hemos hablado del quién, ahora hablemos del porqué de toda esta carnicería.
– Suponía que ya lo sabía…
– No suponga ni una higa.
– De acuerdo, de acuerdo. Es por la Brigada, que es una tapadera para los que gustan de abusar sexualmente de niños. El médico ese y la chica lo descubrieron y estaban haciéndoles chantaje. ¡Qué estúpidos que fueron al creer que iba a salirles bien!
Recordé las fotos que Milo me había mostrado aquel primer día. Habían pagado un precio demasiado alto por su estupidez.
Aparté las sangrientas imágenes de mi mente y volví con Kruger.
– ¿Todos los Caballeros son unos pervertidos?
– No. Sólo una cuarta parte, el resto son gente totalmente honrada. Eso hace que sea más fácil disimularlo todo, al ocultar a los pervertidos entre los demás.
– ¿Y los crios nunca hablan?
– No hasta que… escogemos con mucho cuidado a los que los pervertidos se llevan a casa, sobre todo a aquellos que no pueden hablar, defenderse. Los retrasados mentales, o los que no saben inglés, los que tiene grandes problemas mentales. A Gus le encantan los huérfanos porque no tienen lazos familiares, nadie se preocupa por ellos.