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Naturalmente, Handler piensa en estas cosas, pero se las guarda para sí. Después de todo, quizás el crío se lo esté inventando todo. Quizás Elena se está pasando en su reacción, ya sabemos cómo son las mujeres, especialmente las latinas… así que le dice que siga escuchando, enfatiza el buen trabajo que ella está llevando a cabo, el gran punto de apoyo que es para el crío. Y espera al momento adecuado.

¿No debería informar de esto a alguien?, le pregunta ella. Espera, cariño, sé cauta, hasta que sepas más. Pero el niño solloza pidiendo ayuda, pues los hombres malos aún andan tras él… y Elena toma la responsabilidad de ir a ver a su médico. Y en ese momento firma su sentencia de muerte.

Cuando Elena sabe lo de la muerte del niño, sospecha la terrible verdad, y se derrumba. Handler la atiborra de tranquilizantes, la calma. Y, entretanto, su mente psicópata va marchando, clic clic, porque ahora ya sabe que de aquello se puede conseguir dinero.

Entra en escena Maurice Bruno, compañero psicópata, antiguo paciente, nuevo compañero. Un tío muy hábil. Handler lo recluta y le ofrece una parte del botín, si se infiltra en la Brigada de Caballeros y se entera de todo lo que pueda: nombres, fechas y lugares. Elena quiere llamar a la policía, Handler la acalla con más pastillas y palabrería. La policía es muy poco efectiva, cariño. No harán nada al respecto. Lo sé por experiencia. Lentamente, de un modo gradual, consigue que ella esté de acuerdo con el plan de hacerles chantaje. Ése es el modo adecuado de castigarlos, le asegura. Darles donde les duele. Ella le escucha, tan insegura, tan confusa. Hay algo que no le parece correcto en el aprovecharse de la muerte de un niño, inerme, pero también es cierto que nada va a devolverlo a la vida, y Morton parece saber de lo que habla. Es muy persuasivo y, además, ahí está aquel Datsun 280ZX que ella siempre ha ambicionado, y aquella ropa que vio la semana anterior en los almacenes Neiman-Marcus. Nunca se va a permitir todo aquello con el maldito salario que le paga la maldita escuela. Y, en cualquier caso, ¿quién infiernos he hecho alguna vez algo por ella, La caridad bien entendida empieza por uno mismo, como siempre dice Morton, y quizá tenga razón en eso…

– Earl y Halstead buscaron las cintas -estaba diciendo Kruger -, después de que los tuvieron atados. Los torturaron para que les dijeran dónde las habían escondido, pero ninguno de los dos habló. Hasltead se le quejó a Gus de que lo podría haber averiguado, pero que Earl se puso a trabajar en seguida con el cuchillo. Handler murió cuando le cortó el cuello, y la chica enloqueció y se puso a dar alaridos; tuvieron que meterle algo en la boca. Se ahogó, y entonces Earl acabó con ella, jugó con ella.

– Pero usted, al fin, encontró las cintas, ¿no es así Timmy?

– Sí. Las habían guardado en casa de su madre. Las obtuve gracias a su hermano drogadicto, usando heroína como señuelo.

– Cuénteme más.

– Eso es todo. Trataron de apretarle los tornillos a Gus. Les pagó en una o dos ocasiones, grandes cantidades, pues yo vi los billetes… pero sólo era para darles falsa confianza. Ya desde el principio no tuvieron la menor oportunidad. Nunca recuperamos el dinero, pero no creo que eso le importase. Era una gota en el depósito. Además, el dinero no parece ser lo que mueve a Gus: vive de un modo muy simple, le gusta la comida sencilla. Y cada día llega mucha pasta. Del gobierno: tanto el del estado como el federal. Y donaciones privadas. Por no mencionar los miles que los pervertidos le pagan por sus placeres. Una parte la guarda en algún lugar, pero jamás le he visto hacer nada extravagante. Lo que él busca es el poder, no la pasta.

– ¿Dónde están las cintas?

– Se las di a Gus.

– ¡Venga ya!

– Se las entregué a él. Me mandó a un recado y yo cumplí.

– Ésta es una rodilla que parece muy resistente. Es una pena pulverizarla y dejarla hecha papilla de hueso.

Puse el pie en la parte de atrás de una de sus rodillas e hice presión. Eso le hizo levantar la cabeza, seguro que le dolía.

– ¡Pare! De acuerdo, hice unas copias. Tenía que hacerlo; para tener una agarradera. ¿Y si Gus quería sacarme un día de su camino? Quiero decir que ahora soy su ojito de la cara, pero uno nunca sabe lo que puede pasar mañana, ¿no?

– ¿Dónde están?

– En mi alcoba. Pegadas con esparadrapo a la parte de abajo del colchón.

– No se vaya -le liberé la rodilla.

Chirrió los dientes como un tiburón atrapado en una red.

Encontré tres cassettes sin marcas donde me había dicho, me las metí en el bolsillo y regresé.

– Dígame algunos nombres. De los perversos de la Brigada.

Los recitó como si fuera un chico, en un examen aprendido de memoria. De un modo automático. Nervioso. Con la lista aprendida de carrerilla.

– ¿Alguno más?

– ¿No son suficientes?

En eso tenía razón. Había citado a un director de cine bien conocido, a un ayudante del fiscal del distrito, un político importante, uno de esos que deberían estar tras las escenas pero que lograba permanecer en el candelero, abogados de grandes empresas, doctores, banqueros, grandes propietarios de terrenos. Hombres cuyos nombres acostumbraban a aparecer en la prensa cuando donaban algo o les daban un premio por sus actos humanitarios. Hombres cuyos nombres en una lista de adhesiones a una candidatura política significaban votos. Había como para poner por un tiempo a la alta sociedad de Los Ángeles boca abajo.

– ¿No irá a olvidar todo esto cuando la policía le interrogue, Tim?

– ¡No! ¿Por qué iba a hacerlo? Quizá si coopero logre inmunidad… me dejen libre.

– No va a salir usted libre. Acéptelo. Pero al menos – añadí -, no acabará fertilizando el campo de coles de McCaffrey.

Consideró esto. Debía de resultarle difícil considerar lo bien que estaba, con las cuerdas erosionándole las muñecas y tobillos.

– Escuche -me dijo -. Yo le he ayudado a usted. Ahora ayúdeme a mí, a lograr un trato. Cooperaré… yo no he matado a nadie.

El poder que me atribuía era ficticio. Pero, de todos modos, lo utilicé.

– Haré lo que pueda -le dije magnánimamente -, pero en buena medida depende de usted. Si la niña Quinn sale de esto con bien, abogaré por usted. De lo contrario, lo tiraré al retrete.

– ¡Entonces vaya allí, por Dios! ¡Sáquela de ese lugar! No le doy más de un día. Gus se ocupará de ello: tendrá un accidente y jamás hallarán el cadáver. Es cuestión de tiempo. Gus está seguro de que ella ha visto demasiado.

– Dígame cómo puedo sacarla de allí sana y salva. Apartó la vista.

– Le mentí acerca de dónde estaba. No es en el edificio más alejado, sino en el anterior, el que tiene la puerta azul. Una puerta de metal. Tengo la llave de la cerradura en mis pantalones claros. Están colgados en el armario de mi habitación.

Le dejé, fui a buscarla y regresé haciendo oscilar la llave.

– Lo está haciendo muy bien, Tim.