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Jonathan Kellerman

La Rama Rota

Título originaclass="underline" When the Bough Breaks, 1985

© por la traducción, Luis Vigil, 1987

Alex Delaware – #1

1

Parecía que iba a ser un buen día, así que lo último de lo que hubiera querido oír hablar era de un asesinato.

Una fría corriente del Pacífico había recorrido la costa durante los dos últimos días, empujando la polución hacia Pasadena. Mi casa anida al pie de las colinas, justo al norte de Bel Air, y se halla sobre un viejo camino de herradura que serpentea alrededor de Beverly Green, allá donde la opulencia deja paso a la horterada más claramente asumida. Es un vecindario de Porsches y coyotes, de malos alcantarillados y arroyos desviados.

Mi casa, en sí, son ciento setenta metros cuadrados de madera de pino tratada, tejas desgastadas por el tiempo y vidrios emplomados. En los suburbios elegantes quizá la considerasen una casucha, pero aquí en las colinas es un refugio rural… nada distinguido, pero sí con muchas terrazas, espacios abiertos, ángulos placenteros y sorpresas visuales. La casa había sido diseñada por y para un artista húngaro que se había arruinado tratando de colocar triángulos policromáticos de gran tamaño en las galerías de arte de La Ciénaga. Aquella pérdida para el arte había sido en mi beneficio, vía la subasta de un tribunal de Los Ángeles. En un día bueno -como era hoy- el lugar incluía una vista del océano, un parche cerúleo que atisbaba tímidamente por encima de las Palisades.

Había dormido solo y con las ventanas abiertas, sin importarme ni los ladrones, ni los locos asesinos a lo Manson y me había despertado a las diez, desnudo y con la ropa de cama tirada al suelo durante algún sueño olvidado. Sintiéndome vago y saciado de sueño, me erguí sobre los codos, volví a cubrirme con la sábana y contemplé las capas acarameladas de luz solar que entraban por la puerta estilo francés. Lo que finalmente me hizo levantar fue la invasión de mi intimidad por un moscardón que alternativamente buscaba trozos de comida putrefacta por encima de la sábana o atacaba en picado mi cabeza.

Fui arrastrando los pies hasta el cuarto de baño y comencé a llenar una bañera, tras lo que hice el camino de la cocina, en pos de algún alimento, y llevándome al moscardón conmigo. Puse el café a hervir y el moscardón y yo compartimos un pastelillo de cebolla. Las diez y veinte de una mañana de lunes y sin ningún sitio al que ir, sin nada que hacer. ¡Oh, bendita decadencia!

Ya hacía casi medio año desde mi jubilación anticipada y aún me asombraba el ver lo fácil que había resultado la transición de triunfador hiperactivamente trabajador a perezoso indolente. Era obvio que aquello era algo que ya estaba dentro de mí desde el principio.

Regresé al baño, me senté en el borde de la bañera masticando y tracé un vago plan para el día: un baño tranquilo, una ojeada rápida al periódico de la mañana, quizá una carrerita cañón abajo y regreso, una visita a…

El timbre de la puerta me arrancó violentamente de mi ensoñación.

Me até una toalla alrededor de la cintura y fui hasta la puerta delantera, justo a tiempo de ver entrar a Milo.

– Estaba abierta -me dijo, cerrando la puerta de un fuerte empujón y lanzando el Times sobre el sofá. Me miró y yo me apreté el nudo de la toalla.

– Buenos días, hijo de la Naturaleza. Le hice un gesto para que entrara.

– Realmente deberías cerrar la puerta con llave, amigo mío. Tengo dossiers en la comisaría que ilustran con toda claridad lo que le sucede a la gente que no lo hace.

– Buenos días, Milo.

Fui hasta la cocina y serví dos tazas de café. Milo me siguió como una enorme sombra, abrió la nevera y sacó una bandeja con pizza fría que yo no recordaba haber metido allí. Vino tras de mí, de regreso al salón, se desplomó sobre mi viejo sofá de cuero, un objeto procedente del viejo consultorio abandonado de Wilshire, equilibró la bandeja en su regazo y estiró las piernas.

Cerré el agua del baño y me coloqué frente a él, en una otomana de piel de camello.

Milo es todo un hombretón: uno ochenta y cinco, noventa kilos… con esa forma que tienen los hombres grandes de desmadejarse y quedar con sus miembros colgando cuando dejan de estar de pie. Aquella mañana parecía un enorme muñeco de peluche, puesto sobre los cojines… un muñeco con una cara ancha y placentera, casi infantil, si no hubiera sido por las cicatrices del acné que le festoneaban la cara y los cansados ojos. Unos ojos que eran asombrosamente verdes, aunque ahora ribeteados de rojo, y que limitaban por arriba con unas cejas pobladas y una espesa mata de cabello oscuro muy a lo Kennedy. Su nariz era ancha y de puente alto y sus labios gruesos, infantilmente suaves. Unas patillas, que hacía cinco años habían dejado de estar de moda, bajaban por las señaladas mejillas.

Como era habitual en él, copiaba el modo de vestir de los Brooks Brothers: un traje de gabardina color verde aceituna, un jersey amarillo de botones, una corbata a rayas bronce y doradas, camisa de cuello abotonado. El efecto final era tan de yuppie como pudiera serlo el Pato Donald con un mono color rojo.

Me ignoró y se dedicó a la pizza.

– Me alegra que hayas logrado llegar a la hora del desayuno.

Cuando su plato estuvo vacío, me dijo:

– Y bien, ¿qué tal andas, chico?

– Hasta ahora andaba bien. ¿Qué puede hacer por ti, Milo?

– ¿Y quién te dice que yo quiera que me hagas algo? – expulsó algunas migas del regazo hacia la alfombra -. Quizá sólo se trate de una simple visita.

– El que entres así, sin haber llamado antes, y con esa expresión de perro de caza en la cara me dice que no es una simple visita.

– ¡Vaya una capacidad de intuición! -se pasó las manos por la cara, como lavándosela sin agua-. Necesito un favor.

– Puedes coger el coche. No lo necesitaré hasta la noche.

– No. Esta vez no es eso. Necesito tus servicios profesionales.

Eso me hizo sobresaltar.

– No estás ya en las edades de las que yo me ocupaba – le contesté-. Además, ya no practico mi profesión.

– No bromeo, Alex. Tengo a uno de tus colegas tendido en una de las camillas de la morgue. Un tipo llamado Morton Handler.

Recordaba el nombre, pero no la cara.

– Handler es un psiquiatra.

– Psiquiatra o psicólogo, en estos momentos eso es una pequeña distinción semántica. Lo que ahora es él es un cadáver. Con el cuello cortado y algo de evisceración para acabar de completar el trabajo. Está junto a una amiga a la que le han dado el mismo tratamiento, pero peor: mutilación sexual, la nariz cortada. El lugar en donde lo hicieron, su casa, parece un matadero.

Dejé mi taza de café.

– De acuerdo, Milo, ya he perdido el apetito. Ahora dime qué tiene que ver todo esto conmigo.

Prosiguió como si no me hubiera oído.

– Me llamaron para que me hiciera cargo del caso a las cinco de la madrugada y desde entonces he estado metido hasta la rodilla en sangre y otras porquerías. Había un hedor terrible… la gente huele muy mal cuando muere. Y no te estoy hablando de la podredumbre, sino del hedor que sueltan antes de empezar a pudrirse. Pensaba que ya me había acostumbrado a ello; pero de vez en cuando me llega un poco de olor de ése y se me mete aquí -se clavó el índice en la barriga -. ¡A las cinco de la madrugada! Dejé a un amante muy irritado en la cama. Me parece tener la cabeza a punto de explotar. ¡Picadillo de carne a las cinco de la madrugada! ¡Jesús!

Se puso en pie y miró por la ventana, con la vista por encima de las copas de los pinos y los eucaliptus. Desde donde yo me hallaba podía ver humo subiendo en espiras indolentes desde alguna chimenea lejana.

– Realmente es muy bonito aquí arriba, Alex. ¿No te cansa nunca el estar en el paraíso y sin nada que hacer?

– No tengo ni una pizca de aburrimiento.

– Claro, supongo que no. Y no querrás oír hablar más de Handler y la chica.