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– Siempre se portaba como si fuera alguien superior a los demás. La saludabas y ella pasaba mirando a la lejanía, como si no tuviera tiempo para ti.

Dio otra chupada al cigarrillo y sonrió malévola.

– Esta vez no he metido la pata. Ambos la miramos.

– Ninguno de ustedes dos es un mejicano, así que no he vuelto a decir algo que no debía.

Estaba muy complacida consigo misma y me aproveché de esta sensación de ánimo para hacerle algunas preguntas más.

– ¿Está siendo medicada su hija por causa de su hiperactividad, señora Quinn?

– Oh, claro. El doctor me dio unas pildoras para ella.

– ¿Tiene usted la receta a mano?

– Tengo la botella -se alzó y regresó con un frasco color ámbar lleno de pastillas…

Lo tomé y miré la etiqueta. Ritalina. Hidroclorato de metilfenidato. Una superanfetamina que acelera a los adultos, pero que frena a los niños, y que es uno de los fármacos más comúnmente recetados a los niños de los Estados Unidos. La Ritalina es adictiva y potente, además de tener una multitud de efectos secundarios, siendo uno de los más comunes el insomnio. Lo cual podía explicar el porqué Melody Quinn estaba sentada una madrugada en una habitación a oscuras, mirando por la ventana.

La Ritalina es una droga encantadora cuando lo que uno desea es controlar a los niños. Mejora su concentración y reduce la frecuencia de los comportamientos problemáticos en los chicos hiperactivos… lo que suena muy bien, sólo que los síntomas de hiperactividad son muy difíciles de distinguir de los de la ansiedad, depresión, reacción aguda al estrés, o simple aburrimiento en la escuela. Yo he visto a chicos que eran demasiado inteligentes para la clase en que estaban y que por eso parecían ser hiper. Y no hablemos de los pequeñines que estaban pasando por los horrores de un divorcio de sus padres u otro trauma significativo.

Cualquier doctor que esté haciendo su trabajo de un modo correcto exigirá una valoración psicológica y social completa, antes de recetarle Ritalina u otra droga modificadora del comportamiento a un niño. Y hay muchos doctores buenos; pero algunos se escapan por la tangente, usando las pastillas a las primeras de cambio. Si esto no es un incumplimiento de los deberes profesionales, es algo que se le parece mucho.

Abrí el frasco y me dejé caer algunas pastillas en la palma de la mano. Eran de color ambarino, de las de veinte miligramos. Examiné la etiqueta. La dosis máxima recomendada era de sesenta miligramos. Muy fuerte para una niña de siete años.

– ¿Se las da tres veces al día?

– Aja. Eso es lo que dice ahí, ¿no?

– Sí, es lo que dice. ¿Empezó su doctor con algo más pequeño… con pildoras blancas o azules?

– Oh, sí. Primero la tuvimos tomando tres de las azules. Funcionaba bien, pero aún recibía las quejas de la escuela, así que me dijo que probase con éstas.

– ¿Y esta dosis le va bien a Melody?

– A mí me va muy bien. Si va a ser un día muy duro, con montones de visitantes que van a venir… a ella la pone muy nerviosa el ver mucha gente, cuando hay mucho jaleo… le doy una extra.

Ahora nos encontrábamos con una sobredosis.

Bonita Quinn debió haber visto la mirada de sorpresa y desaprobación que yo traté, sin conseguirlo, de ocultar, porque alzó la voz, con tono indignado.

– El médico me dijo que no había problema. Y es un hombre importante. Miren, en este sitio no se permite tener niños y me dejan quedar sólo porque se trata de una chica tranquila, o lo parece. La empresa M and M Properties, que es la propietaria de todo esto, me dijo que, a la primera queja que hubiera sobre mi niña… se acabó.

Sin duda aquello obraba maravillas con la vida social de Melody. Lo más probable es que nunca le hubieran dejado llevar a una amiguita a su casa de visita.

Había una cruel ironía en la idea de una niña de siete años prisionera en medio de todo aquel lujo para solteros dorados, metida dentro de un rincón escuálido en un lugar de ensueño anidado sobre el Pacífico, y atiborrada de Ritalina para cumplir con los deseos conjuntos del sistema escolar de Los Ángeles, una madre de escasas luces y la M and M Properties.

Examiné la etiqueta del frasco y encontré el nombre del doctor que lo había recetado. Y entonces las cosas empezaron a encajar.

L. W. Towle. Lionel Willard Towle, Doctor en Medicina. Uno de los pediatras mejor establecidos y respetados del Lado Oeste. No le conocía personalmente, pero sí su reputación. Estaba entre el personal directivo del Pediátrico del Oeste y en media docena más de hospitales de la zona. Era uno de los hombres importantes de la Academia de Pediatría. Conferenciante invitado, muy solicitado, en los seminarios sobre problemas del aprendizaje y del comportamiento.

El doctor Towle también era asesor a sueldo de tres empresas farmacéuticas. O, lo que es lo mismo, era un propagandista de las mismas. Tenía la reputación, especialmente entre los doctores más jóvenes y generalmente más conservadores acerca del uso de fármacos, de ser muy liberal en el empleo de su libreta de recetas. Nadie lo decía en voz demasiado alta, porque Towle llevaba mucho tiempo en la profesión y tenía montones de pacientes importantes y muy buenas relaciones, pero el consenso, susurrado, era que era una especie de Doctor Feelgood para los bebés. Me pregunté cómo una mujer como Bonita Quinn habría llegado a su consulta. Pero no había un modo fácil de preguntárselo sin parecer demasiado entrometido.

Le devolví la botella y me volví hacia Milo, que había estado sentado en silencio durante toda nuestra conversación.

– Tengo que hablar contigo un momento -le dije.

– Ahora volvemos, señora. Fuera del apartamento le dije:

– No puedo hipnotizar a esa niña. Está drogada hasta la coronilla. Sería un riesgo trabajar con ella y, además, hay pocas posibilidades de sacarle algo que merezca la pena.

Milo digirió lo que le decía.

– Mierda -se rascó la cabeza -. ¿Y si la tuviéramos unos cuantos días sin pastillas?

– Eso es una decisión médica. Si hacemos eso, nos estamos metiendo en un terreno que no es el nuestro. Necesitamos el permiso de su médico, con lo que mandamos al diablo el secreto.

– ¿Quién es ese doctor? Le hablé de Towle.

– Maravilloso. Pero quizá acepte dejarla unos días sin pastillas.

– Quizá. Pero no hay garantía de que nos vaya a contar algo. Esta niña lleva un año tomando estimulantes. ¿Y qué me dices de la señora Q? Ya está bastante aterrada, tal cual están las cosas. Saca a su querida hija de las pildoras y lo primero que hará es tenerla encerrada doce horas al día. En este lugar les gusta el silencio.

El complejo seguía tan silencioso como un mausoleo. Y eso a la una cuarenta y cinco del día.

– Al menos, ¿puedes echarle una mirada a la cría? Tal vez no esté tan dopada.

Al otro lado del camino, la puerta del apartamento de Handler estaba abierta. Pude dar una ojeada a la elegancia desordenada: alfombras orientales, antigüedades y muebles en acrílico rotos y volcados, así como paredes manchadas de sangre. Los técnicos del laboratorio de la policía trabajaban en silencio, como topos.

– En este momento ya debe haber tomado su segunda dosis, Milo.

– Mierda – se dio un puñetazo en la palma-. Sólo quiero que veas a la niña. Dame tu impresión. Quizá aún esté alerta.

No lo estaba. Su madre la trajo a la sala de estar y luego se fue con Milo. Miraba a la lejanía, chupándose el pulgar. Era una niña pequeñita. Si no hubiera sabido su edad, hubiera supuesto que tenía cinco años, quizá cinco y medio. Tenía una cara larga y seria, con unos ojos marrones demasiado grandes. Su liso cabello rubio le colgaba hasta los hombros, mantenido en su sitio por dos pasadores de plástico. Vestía tejanos y una camiseta de rayas azules, verdes y blancas. Tenía los pies descalzos y sucios.