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Seis semanas después de la caída de La Casa de los Niños, Robin y yo fuimos a cenar con Milo y Rick Silverman en un tranquilo y elegante restaurante especializado en pescado, en Bel Air.

El amante de mi amigo resultó ser un tipo que parecía salido de uno de esos anuncios de cigarrillos: un metro ochenta, espaldas anchas, caderas estrechas, masculino, con una cara apuesta recubierta con las arrugas justas y necesarias, el cabello una masa de rizos de bronce, con un bigote erizado a juego. Vestía un traje negro de sastre, camisa a rayas blancas y negras y una corbata de punto también negra.

– ¡Qué suerte la de Milo! -susurró Robin, cuando llegaron a nuestra mesa.

Junto a él, Milo se veía más desastrado que nunca, a pesar de que había tratado de acicalarse, con su cabello alisado y engominado como el de un chico para ir a misa.

Milo hizo las presentaciones. Pedimos unas copas y nos fuimos conociendo. Rick era silencioso y reservado, con unas nerviosas manos de cirujano que siempre tenían que estar cogiendo algo: un vaso, un tenedor, un agitador de cócteles. Él y Milo se intercambiaban miradas amorosas. Una vez les vi hacer manitas, sólo por un instante. A medida que transcurría la velada se fue abriendo y habló de su trabajo, de lo que le gustaba y lo que no le gustaba del ser un doctor. Llegó la comida. Los otros tomaron langosta y bistec. Yo tuve que conformarme con un suflé. Charlamos y la reunión fue de maravilla.

Después de que hubieran retirado los platos, antes del carrito de los postres y la copa, sonó el buscapersonas de Rick. Se excusó y fue al teléfono.

– Si a ustedes caballeros no les importa, debo pasar un momento por el reservado para damas – Robin se secó la boca con la servilleta y se alzó. Seguí su contoneo hasta que desapareció.

Milo y yo nos miramos. Él se quitó un trocito de pescado de la corbata.

– Hola, amigo -le dije.

– Hola.

– Es un tío majo, ese Rick. Me gusta.

– Quiero que esto dure, y es difícil, visto el modo en que vivimos.

– Se te ve feliz.

– Lo somos. Nos diferenciamos en muchas cosas, pero también tenemos otras muchas en común. Y se va a comprar un Porsche 928 -añadió con una carcajada.

– Felicidades. Bienvenido a la buena vida.

– Todo llega al fin a quien sabe esperar.

Hice un gesto al camarero y le pedimos más bebida. Cuando las copas llegaron, le dije:

– Milo, hay algo de lo que he estado queriéndote hablar. Acerca del caso.

Dio un largo trago de escocés.

– ¿Acerca de qué?

– De Hayden.

Se le puso serio el rostro.

– Eres mi comecocos, así que… ¿es confidencial esta conversación?

– Mejor aún, también soy tu amigo.

– De acuerdo -suspiró-. Pregúntame lo que ya sé que me vas a preguntar.

– El suicidio. No tiene sentido, por dos motivos. Primero, por la clase de persona que era. Todo el mundo me ha pintado el mismo cuadro: un bastardo, arrogante, mala persona y sarcástico. Se quería mucho a sí mismo. Ni una pizca de duda. Ese tipo de persona no se mata; busca un modo de cargarles las culpas a otros, se escapan de los líos serpenteando. Segundo, tú eres un profesional. ¿Cómo pudiste ser tan descuidado como para dejar que lo hiciera?

– La historia que conté en la Comisión de Asuntos Internos fue que, como era un juez, lo traté con deferencia. Dejé que fuera a vestirse a su estudio. Ellos se la creyeron.

– A mí dime la verdad. Por favor.

Miró alrededor, por el restaurante. Las mesas más cercanas estaban vacías. Rick y Robin aún no habían regresado. Se tragó de golpe el resto de su bebida.

– Fui a por él justo después de que te dejé a ti. Debían de ser más de las diez. Vivía en uno de esos enormes palacios estilo Tudor en Hancock Park. Dinero desde siempre. Un gran jardín. Un Bentley en el garaje. Un aldabón que parecía sacado de una de esas películas de Boris Karloff. Él mismo me abrió la puerta, un tipejo pequeñito, quizás un metro sesenta. Con los ojos raros, como los de un fantasma. Vestía un batín de seda y llevaba una copa de brandy en la mano. Le dije a lo que había venido, y no se alteró en lo más mínimo.

»Se mostró muy educado y distante, como si aquello por lo que yo había ido allí no tuviera nada que ver con él. Le seguí al interior de la casa: montones de retratos de familia. Molduras en los techos, candelabros… quiero que te hagas la idea exacta: el Lord en su Mansión. Me llevó hasta su estudio en la parte trasera. Las necesarias paredes cubiertas de madera noble, librerías de lado a lado, con volúmenes encuadernados en piel, del tipo que la gente colecciona pero jamás lee. Una chimenea con dos galgos en porcelana, un escritorio de madera tallada, bla, bla, bla, bla…

»Le cacheo y le encuentro una pistola calibre 22, se la quito. "Es para mi protección en la noche, agente", me dice. "Uno nunca sabe quién va a venir a llamar a su puerta". Se estaba riendo de mí, Alex. Te juro que no me lo podía creer. La vida de aquel tipo se le está cayendo a pedazos en derredor, va a ir a las primeras páginas como un molestacríos y él se lo está tomando a broma.

»Le leo sus derechos, cumplo con los requisitos legales y él parece aburrido. Se sienta en su escritorio, como si yo estuviera allí para pedirle un favor. Luego empieza a hablarme. A reírse en mi propia cara: "Que divertido", me dice, "que le envíen a usted, al policía marica, a buscarme, en un caso como éste. Usted, al menos, debería de comprenderme". Y sigue así un rato, con una sonrisa irónica, implicándolo y, al cabo, diciéndolo: que somos pájaros de la misma pluma. Compañeros de crímenes. Pervertidos. Y yo estoy allí de pie, escuchando aquello y la sangre me va hirviendo más y más. Se ríe un poco más y veo que eso es lo que busca, seguir controlando la situación. Así que me tranquilizo y le devuelvo la sonrisa. Silbo. Él empieza a contarme las cosas que les hacían a esos crios, como si supusiera que eso tendría que ponérmela dura. Como si fuéramos compinches en una fiesta para solteros. Mi estómago se revuelve y él insiste en meternos en la misma barca.

»Y, mientras habla, todo entra en foco, en un enfoque psicológico. Es como si yo pudiera ver tras esos ojos de espectro, dentro de su cerebro. Y todo lo que veo es negro y malo. No hay nada bueno allá dentro. Nada bueno puede surgir de aquel tipo. Es una basura. Y yo estoy juzgando al juez. Y profetizando. Y, en tanto, él está describiendo las orgías que acostumbraban a tener con los chicos, y cómo las va a echar de menos.»

Se detuvo y se aclaró la garganta. Tomó mi vaso y se lo acabó.

– Y yo sigo mirando más allá de él, en su futuro. Y sé lo que va a suceder. Miro en derredor de esa gran habitación y veo la clase de dinero que respalda a aquel hombre. Que le darán un veredicto de No Culpable, por no estar en posesión de sus facultades mentales, y que lo mandarán a alguna de esas bonitas residencias campestres. Y al cabo logrará sobornar su puesta en libertad y empezará de nuevo. De modo que tomo una decisión, allá en ese preciso instante.

»Voy tras él, le agarro su cabecita arrugada y la inclino hacia atrás. Saco la 22 y se la meto en la boca. Está debatiéndose, pero es un viejo débil. Es como aguantar a un insecto, un maldito bicho. Lo coloco en la postura correcta, he visto los bastantes informes del forense como para saber el aspecto que ha de tener. Le digo: "Buenas noches, Honorable", y aprieto el gatillo. El resto ya lo sabes. ¿Vale?»

– Vale.

– Y ahora, ¿qué tal si pedimos otra copa? ¡Tengo una sed de mil diablos!

Jonathan Kellerman

***