La idea, todavía visual, trasladó a Víctor a otros escenarios y, como en un carrusel, divisó un vértigo de sacrificios. Animales anfibios para los que no tenía nombre que iban a morir en pendientes arenosas, pájaros que se precipitaban contra la pared vertical de una montaña, plantas que habiendo exudado toda su savia se marchitaban sin dilación: escenarios de una naturaleza determinada a la muerte abandonándose a la laxitud de sus ceremonias terminales. En cualquiera de los casos el sol blanco presidía como un sacerdote impasible. El carrusel, de pronto, se detuvo. Aún durante un instante pudo ver, en rápido retazo, la explanada y sus pirámides, coloreadas por la masa de cadáveres. Pero esta visión fue rápidamente sustituida por otra en la que aparecía con nitidez la ciudad, si bien, al principio, como si estuviera superpuesta al paisaje anterior. Bajo la lámina transparente se adivinaba la selva y, en su corazón, el holocausto voluntario. Luego, desaparecidas las sombras, la imagen se hacía completamente clara. La ciudad estaba disecada, en un intachable estado de conservación pero sin indicio alguno de vida, y el sol blanco, que había usurpado ya todo su cielo, la iluminaba con una extraordinaria intensidad.
El sol blanco sobre la ciudad blanca: los contornos se desvanecían y las imágenes se rompían en los arrecifes del pensamiento. El despliegue de la idea dejaba atrás las visiones afianzándose en el suelo las palabras. A Víctor, cegado, le hablaba una voz remota que en su vuelo parecía capturar otras voces. Alguien desde un lugar desconocido sabía, con rara precisión, lo que a él le resultaba confuso. Esto le atraía de tal modo que concentraba toda su atención. Empero, no le llegaba el contenido de su voz sino únicamente resonancias. Estuvo luchando por entender, sin que sus esfuerzos tuvieran recompensa, hasta que se vio obligado a renunciar sumiéndose en la pasividad. Permaneció con la mente vacía durante un buen rato. Era una situación apacible que deseaba que se prolongara. Pero fue interrumpido, de nuevo, por la voz. Esta vez era comprensible. Se refería a lo que había observado, previamente, en las imágenes: la existencia, cuando percibía el cansancio de sí misma, se lanzaba voluntariamente a la muerte. Esta vez la voz era demasiado comprensible. Hablaba de mundos que se entregaban a su ocaso. De hombres que, desde lo alto de pirámides, aguardaban su extinción, de animales anfibios ahogándose lentamente, de pájaros que se destrozaban contra rocas. Y la ciudad, de creerla, pertenecía ya a estos mundos.
XII
Ángela había hecho grandes avances en su trabajo. Los márgenes del cuadro, la parte más deteriorada, estaban completamente restaurados y los colores de la tierra y del infierno, vivos unos, tenebrosos los otros, aparecían en su esplendor original. Faltaba ahora por reparar pequeños fragmentos de la pintura, los más delicados sin embargo porque concernían a las figuras. Por fortuna, las principales, Orfeo y Eurídice, se hallaban en buen estado. No así las de algunos condenados o la de Cerbero, el perro guardián del infierno, que estaban amenazadas por minúsculas redes de resquebrajaduras. También la rueda de fuego de la qué tiraban los prisioneros estaba afectada por una mancha de humedad. Ángela calculaba que aún le serían necesarios tres o cuatro meses para ultimar su labor.
Una noche, después de cenar, le contó a Víctor que aquella tarde, contra sus hábitos, había hecho la siesta y que, en el transcurso de ésta, había tenido un sueño del que no sabía qué pensar.
– Yo estaba en el estudio, creo que sola. De pronto levantaba los ojos y me daba cuenta de que el cuadro ya estaba totalmente restaurado. No estoy segura de que fuera con exactitud el mismo cuadro. Es posible que fuera todavía más grande y de tonos más brillantes. Si no estoy equivocada también había más gente, particularmente en la parte superior donde, en el real, no hay nadie. Yo me sentía aliviada y satisfecha por haberlo terminado y miraba una y otra vez para comprobar que todo estaba en su sitio.
Ángela, sin apercibirse, describía con gestos lo que había sucedido en el sueño, señalando puntos invisibles en el aire.
– Después salía del estudio. En el exterior había una luz extraordinaria, tanta que echaba de menos mis gafas de sol. Pero no las llevaba encima. Al principio me dolían los ojos y me los cubría con la mano. Luego me fui acostumbrando hasta que la luminosidad se me hizo más agradable. Caminaba por una ciudad atiborrada de gente. Era una ciudad oriental, o ésta era la impresión que me daba, con muchos vendedores callejeros que corrían de un lado a otro con sus mercancías. Todo el rato sonaba una música de fondo. Una música muy grave, como sacada de una tuba. Recuerdo que me decía a mí misma que aquello era un sonido de tuba, pero lo que inmediatamente veía era un hombre que soplaba una gran caracola de mar desde lo alto de una muralla.
– ¿Habías estado antes en esa ciudad? -le interrumpió Víctor.
– No. Te diré que incluso en el sueño me esforzaba por tratar de averiguarlo aunque ya entonces sabía que nunca la había visto. Además hubo un cambio repentino. Crucé las puertas de la muralla y la ciudad dejó de importarme. La luz seguía siendo fuerte pero lo que tenía por delante ahora eran grandes extensiones de campos y bosques. Recuerdo trigales que brillaban muchísimo, como si estuvieran ardiendo. De modo especial recuerdo el sonido que hacían. A mí me pareció que un coro estaba cantando. Era una sensación muy placentera. Difícil de explicártelo: sabía, por un lado, que era el sonido del viento al chocar con las espigas pero, por otro, era un coro de voces humanas. Para mí eran las dos cosas al mismo tiempo. Me sentía muy a gusto caminando entre los campos cuando ocurrió lo más extraño.
Ángela aplazó por unos instantes su relato con lo que, automáticamente, consiguió que Víctor le apremiara a seguir. Como buena narradora de historias sabía colocar las pausas oportunas.
– Vamos, cuenta -insistió Víctor que ya conocía, por experiencia, la habilidad de Ángela para recrear, con sumo detalle, algunos de sus sueños.
– Es un poco confuso -explicó Ángela-. En el camino me topé con alguien que venía en dirección contraria. Creo que no me asusté en absoluto pues tenía una apariencia muy tranquilizadora. Era un hombre mayor elegantemente vestido, aunque me acuerdo sobre todo del sombrero de fieltro con que se cubría la cabeza. No hablamos pero, a una indicación suya, empecé a seguirle. Sin saber cómo me encontré de nuevo en mi estudio. El hombre estaba examinando el cuadro y yo estaba sentada en la mecedora contemplándole a él. Pienso que estaba ansiosa por saber su juicio. Se volvió hacia mí haciéndome un gesto para que me acercara. Entonces, horrorizada, veía que una delgada grieta había partido el cuadro en dos.
Se concedió una nueva pausa. Su expresión reflejaba la misma ansiedad que describía.
– Me desperté varias veces y cada vez que me dormía de nuevo pasaba lo mismo, aunque todo era mucho más rápido. Arreglaba la grieta, no sé cómo. Luego salía del estudio, caminaba por la ciudad y los campos hasta que encontraba al hombre del sombrero de fieltro. Repetíamos la operación, y cada vez, la grieta reaparecía. Cuando por fin me desperté del todo lo primero que hice, como puedes imaginarte, fue correr hacia el cuadro. Menos mal que todo me pareció en orden.
– No es nada raro que tengas sueños de este tipo después de dedicar tantas horas al cuadro -le comentó Víctor, calmándola-. Sé lo que te importa pero tal vez deberías tomarte un descanso.
Ángela no quiso oír hablar del asunto. Alegó que aquel trabajo era decisivo para ella y que, además, faltaba poco para el final. Inmediatamente volvió al sueño para añadir algo que antes había omitido.
– El que hubiera una grieta me disgustaba mucho pero lo más preocupante era ver dónde se encontraba.