Jesús Samper le llamó por teléfono para felicitarle la Navidad. Tras recordarle la conveniencia de tomar una rápida decisión sobre la nueva muestra fotográfica que proyectaba le invitó a su fiesta de Nochevieja.
– Nos vemos muy poco, Víctor. Será una buena oportunidad para que nos reunamos. Muchos amigos ya me han confirmado su asistencia. Creo que habrá más gente que el año pasado.
Víctor dejó en suspenso la aceptación, balbuceando excusas poco convincentes. Samper, antes de despedirse, se lo recriminó amistosamente:
– Te estás comportando como un misántropo, y eso no es bueno para la salud. Hazme caso, venid Ángela y tú. Os divertiréis.
Samper no fue el único: las felicitaciones navideñas llovieron desde todas partes como si los que le rodearan estuvieran empeñados en competir con alardes de efusividad. Víctor supuso que a todo el mundo le sucedía lo mismo, cruzándose los deseos de bienestar hasta formar una espesa red que, en los propósitos y las ilusiones, mantuviera alejada la desgracia. Todos los años se repetía puntualmente en estas fechas una operación similar, de manera que las variaciones eran tan escasas que bien hubieran podido resumirse en la media docena de fórmulas que se heredaba a través de las sucesivas generaciones. Los ritos para apelar a la fortuna eran parcos y reiterativos.
A pesar de todo Víctor, durante aquellos días, escuchó tímidamente las proposiciones de sus interlocutores. Lo hizo, con una atención enfermiza casi, tratando de detectar algo que rompiera la uniformidad de las expresiones. Quería adivinar la intención callada, apoderarse del más minúsculo desliz que confirmara que aquel año no había sido como todos los años. Leyó tarjetas de felicitación o atendió las llamadas telefónicas con el espíritu del cazador furtivo que irrumpe alevosamente en terrenos ajenos para cobrarse las piezas codiciadas. Pero buscó en vano manchas que ensombrecieran el rutinario idioma de la felicidad navideña. Ninguna alusión a que hubiera ocurrido algo fuera de lo normal en los meses precedentes. Ni siquiera deseos de que el inmediato porvenir fuera menos turbio que el inmediato pasado. A juzgar por lo que leía o escuchaba el deseo de que nada perturbara la paz de la población se formulaba con la seguridad de que nada, en los tiempos recientes, la había perturbado.
De otro lado la ciudad parecía vivir de acuerdo por entero con esta regla, no permitiendo que se apreciara en su interior ningún síntoma de anomalía. No se apreciaban signos de desorden ni huellas de que los hubiera habido. Lo que en ella hubiera podido calificarse todavía de peculiar se presentaba cubierto con el manto tranquilizador de lo meramente accidental o de lo que, en cualquier caso, tenía visos de ser un simple fenómeno pasajero. Así, por ejemplo, era innegable que, en contraste con lo que era propio de estas épocas, la afluencia de extranjeros era nula y que tampoco los ciudadanos viajaban al exterior. Pero, como contrapartida, se hablaba frecuentemente de grandes migraciones en ambos sentidos: las previsiones de visitantes para la próxima temporada eran espectaculares y, paralelamente, se daba por descontado que las agencias turísticas trabajaban a pleno rendimiento para satisfacer las demandas de viaje. Nada impedía que la ciudad fuera, a todos los efectos, una ciudad abierta.
Víctor aguardaba impacientemente el final del año con la secreta esperanza de que el cambio de calendario le facilitara el acceso a un tiempo más llevadero. Había renunciado ya a su combate contra el absurdo desde el momento en que se había visto empujado a considerar que era ese mismo combate lo que era absurdo. Si repasaba su propia crónica de lo acontecido, lo cual hacía con una asiduidad ingrata, se veía en la obligación de aceptar que todo, incluida su participación en el drama, o en la comedia, podía ser vuelto al revés, invertido de modo tan drástico que apenas vislumbraba un suelo firme en el que apoyarse. Caprichosos juglares hacían incesantes volteretas en su pensamiento y nadie desmentía que fueran ellos quienes escenificaban la verdad. Tampoco David Aldrey y su muerte. En apariencia la muerte de David seguía rebelándose frente al olvido. Sin embargo, podía ser que fuera únicamente eso, una apariencia, y que en realidad toda la vida de David estuviera equivocada. Y que también su muerte fuera una equivocación. El ya no estaba en condiciones de demostrar lo contrario. Víctor no sabía lo que su amigo hubiera hecho de encontrarse en su situación. Sí sabía, no obstante, que a él sólo se le ofrecía el aprendizaje del olvido y envidiaba la facilidad con que lo habían realizado sus conciudadanos.
Lo reconoció de inmediato y se sorprendió de que también el anciano le reconociera a él con presteza. Su fragilidad, el mismo cabello blanquísimo, los mismos ojos de azul intenso, de una intensidad insólita para su edad: Víctor tenía grabada aquella cabeza en su retina con una claridad especial. Había transcurrido medio año desde que lo viera por única vez y su imagen permanecía en él con rara nitidez. Lo recordaba con su nieto en una mano y con el reloj que había recuperado en la otra, caminando entre los escombros calcinados que los incendiarios habían dejado tras su orgía. Sobre todo recordaba su voz pausada, magníficamente sosegada en medio del desastre. De pronto Víctor pensó que aquella súbita coincidencia entrañaba un significado poderoso. No era tan sólo un azar sino el fruto de lo que antes o después debía producirse para que el silencio no ganara definitivamente su partida. Sin sopesar las causas que le inclinaban a ello adjudicó al anciano la función de testigo decisivo. Más que acercársele se abalanzó, Casi, sobre él.
– ¿Me recuerda?
– Claro -contestó sonriente, su interlocutor- ¿Cómo está usted?
– Bien -dijo Víctor precipitadamente, sin reparar en devolver la cortesía y haciendo una nueva pregunta-. ¿Se acuerda de la mañana en que nos encontramos cerca de aquí?
– Ha pasado bastante tiempo -respondió el anciano, algo vacilante.
Por un instante se cruzó por la mente de Víctor la idea de que su testigo decisivo se desmoronaba. Tampoco refutaría las piruetas de los juglares. Sin embargo, la voz que le hablaba recuperó su firmeza:
– Aunque, desde luego, me acuerdo perfectamente. Por desgracia fueron unos días inolvidables y aún hoy le agradezco que aquella mañana se hiciera cargo de mi nieto. Yo me había despistado buscando el reloj.
– Entonces, ¿usted recuerda lo que pasó aquellos días?
El anciano le miró con aire de perplejidad. Contestó de inmediato:
– ¿Qué dice usted? ¿Cómo no iba a recordarlo? Estuvieron a punto de incendiar mi casa.
Víctor sintió una extraña satisfacción al comprobar que su testigo le era fiel. Alguien, al parecer, estaba dispuesto a mirar atrás sin temer el castigo que ello podría acarrearle. Observó con agradecimiento al desconocido anciano: hacía caso omiso de la prohibición que, al igual que pendiera sobre Orfeo, pendía sobre la ciudad. Llenó de preguntas a su improvisado interlocutor. Quería una confirmación minuciosa de cada uno de los hechos acontecidos. El viejo respondía con naturalidad, aunque sin poder ocultar un cierto asombro por la insistencia de Víctor. Cuando hubieron recorrido un largo tramo hacia el pasado le exteriorizó este asombro:
– ¿Por qué quiere que le conteste cosas que usted ya sabe? Todo el mundo lo sabe.
– Perdone -se disculpó, por primera vez, Víctor-. Me temo que seamos pocos los que lo sabemos.
Víctor se lo dijo en un tono confidencial, casi intimidatorio, del que se arrepintió enseguida apercibiéndose de que podía ser tomado por un energúmeno. El anciano notó su incomodidad y, sonriéndole de nuevo, le cogió por el brazo invitándole a dar una vuelta a la manzana.