Выбрать главу

– Aquí, de pie, hace frío, ¿verdad? -alegó.

Víctor no se había dado cuenta de que hacía realmente frío. Imitó a su compañero, subiéndose también él el cuello del abrigo.

– Entonces, ¿usted está convencido de que estos hechos han sucedido? Tal vez sea una ingenuidad o una idiotez preguntárselo de esta forma pero no se me ocurre otra.

– No es ni una cosa ni la otra -afirmó con suavidad el anciano-. No tengo ninguna duda de que han sucedido. Lo que no entiendo es por qué usted se empeña en tratar de ratificar lo que es evidente.

– La gente lo ha olvidado -se justificó Víctor.

– ¿De veras?

Le pareció, por un momento, una interrogación cínica. Pero no había cinismo en ella. Únicamente, quizá, una distancia que le mantenía alejado de tribulaciones demasiado punzantes. Sus siguientes palabras lo corroboraron.

– Es posible que tenga razón. Pero no hay por qué sorprenderse, pienso sinceramente. Lo han olvidado, es cierto, pero también hace meses habían olvidado lo que pasaba con anterioridad y no sabemos si mañana se habrá olvidado lo que pasa hoy. Probablemente sí. En realidad presumimos de memoria pero recordamos pocas cosas y casi nunca lo que en su momento nos pareció fundamental. El miedo es más importante que la memoria y yo, que ya soy viejo, puedo asegurarle que tratamos de apartar de nuestro recuerdo todo aquello que tememos. No creo que seamos culpables por eso. Mentirosos seguramente sí, pero con el transcurso de los años nos acostumbramos a ello con facilidad.

Se detuvo en una esquina, obligando a Víctor a hacer lo mismo.

– Además, cabe otra posibilidad.

Víctor permaneció callado.

– Cabe otra posibilidad -repitió-. ¿No ha pensado que quizá cada uno de nosotros está convencido de que él solo es el que recuerda mientras todos los demás han olvidado? Es una pura suposición, claro está, pero bien pudiera ser que lo que usted o yo sospechamos de los otros fuera bastante similar a lo que los otros sospechan de nosotros. Quiero decir lo siguiente: usted cree que está aislado, recordando detalle a detalle lo que ha ocurrido durante este año, en tanto que los otros a su alrededor se han aliado en el silencio. Pongamos que a mí me pasa algo parecido. ¿No podría ser que lo mismo, exactamente lo mismo, les pasara a muchos de los habitantes de esta ciudad? Si así fuera todos sabríamos que algo tremendo ha tenido lugar en nuestras vidas y, al mismo tiempo, todos lo callaríamos, pero no por culpa de los demás sino por nuestro propio miedo.

Presionó el brazo de Víctor con un gesto cordial y antes de reemprender la marcha añadió:

– De todos modos no me haga mucho caso. Ya soy demasiado viejo.

Tras dar la vuelta a la manzana retornaron al punto de partida. Los últimos metros los caminaron en silencio. Antes de despedirse el viejo le dijo:

– ¿Sabe que mi nieto me ha preguntado varias veces por usted? Por lo visto en el poco rato que estuvieron juntos se hicieron muy amigos.

– ¿Cómo está? -se interesó Víctor.

– Bien, muy bien. Es un buen muchacho aunque muy travieso. Sigue obstinado en meter las cucharas en las botellas. ¿Y sabe qué dice? Dice que usted le prometió enseñarle cómo hacerlo.

En el fondo azul de sus ojos había un destello malicioso. Sonrió. Luego se despidieron deseándose mutuamente prosperidad para el año que estaba a punto de iniciarse.

Víctor Ribera declinó finalmente la invitación de Jesús Samper. Éste le mostró su pesar, al igual que Salvador Blasi y Max Bertrán, que le telefonearon para animarle a asistir a la fiesta.

– Te echaremos a faltar. De todos modos si cambias de opinión ya sabes que mi casa es la tuya -le dijo solemnemente Samper.

Prefería cenar a solas con Ángela, y ella también lo prefería. Tenía sus motivos: debían celebrar que la restauración del cuadro de Orfeo había llegado a su fin. De hecho, Ángela la dio por definitivamente terminada el último día del año, cerrando así una labor que a ella la había absorbido casi por entero y en la que también Víctor se había inmiscuido con intensidad creciente. Orfeo asimismo había participado en un ciclo que ahora parecía concluir. Había entrado en sus vidas cuando las sombras empezaban a proyectarse sobre la ciudad y ahora su escenario estaba recompuesto como, según todas las voluntades, lo estaba también el de ésta. Víctor pensó que no era una simple coincidencia. Un hilo secreto ataba el destino de la ciudad a la incertidumbre de Orfeo: al fondo permanecía, amenazante, el infierno de la memoria guardando una verdad demasiado intolerable.

En el restaurante Ángela le habló, una vez más, de aquel lugar paradisíaco en el que los visitantes cedían a la tentación de quedarse definitivamente. Poseía nuevas informaciones que acrecentaban su fascinación. Para demostrarlo pidió una hoja de papel a un camarero y se puso a dibujar el mapa del país. En él apuntó los nombres de algunas poblaciones y, luego, de montañas y ríos. Víctor quedó sorprendido del conocimiento minucioso de que Ángela hacía gala.

– Creo que tú ya has estado -bromeó. -No, no he ido. Pero quiero ir. Quiero que vayamos.

– ¿Orfeo y Eurídice viajando al paraíso de los vivos?

– ¿Por qué no? -dijo Ángela, aceptando el reto.

– Imagínate que pasa como dices y una vez hemos ido a la tierra prometida no queremos volver…

– Es muy sencillo: no volvemos -concluyó Ángela.

Víctor sintió, como tantas veces, que la fuerza de Ángela residía en su capacidad de convicción. Le prometió que muy pronto harían el viaje y, al prometerlo, se dio cuenta de que él también deseaba realizarlo. Deseaba salir, alejarse de la escena en la que estaba atrapado desde hacía demasiado. Nada le impedía viajar, era libre de hacer el equipaje y partir el día que quisiera. Pensó en David cuando, en las aguas del puerto, le aconsejó que se fuera. Que Ángela y él se fueran de la ciudad apestada. Pero entonces un cerco invisible lo prohibía, el mismo cerco que se había ido estrechando alrededor de David hasta acabar por asfixiarlo.

Ahora decían que el cerco se había roto y que la ciudad estaba de nuevo abierta, dispuesta, como siempre lo había estado, a comunicarse con el resto del mundo. Las carreteras, los muelles, el aeropuerto se llenarían de individuos que saldrían para apoderarse de las geografías exteriores. De pronto le retornó una duda infantil y se vio montado en el compartimento de un tren, mirando fijamente a través de la ventanilla mientras pedazos de paisaje circulaban a gran velocidad ante él. Pedazos de mar, de bosques, de campos y, entre ellos, casas y hombres apareciendo y desapareciendo vertiginosamente. O quizá no eran los pedazos de paisaje los que circulaban sino que era él mismo, gracias a ir subido al tren, quien lo hacía. Eso era lo que le decían sus padres, lo que los adultos, burlándose, le aseguraban. Pero durante años él siempre creyó lo contrario.

Al sonar las campanadas de medianoche se originó un cierto revuelo en el restaurante. Hubo abrazos y cantos al tiempo que se levantaban las copas para brindar. Algunos comensales fueron de mesa en mesa saludando efusivamente a sus desconocidos compañeros de celebración. Ángela y Víctor se recordaron mutuamente la promesa del viaje mientras oían que otros, a su alrededor, se comunicaban otras promesas: el nuevo año irrumpía, generoso, como un mensajero cargado de buenas noticias. Nada se decía del año recién gastado, un cadáver ya descompuesto un segundo después de haber expirado. O, tal vez, el proceso de putrefacción se había iniciado mucho antes, al nacer bajo el signo del desastre. Nadie de los allí reunidos parecía dispuesto a dedicar un minuto de su nuevo año para aclarar una duda que, posiblemente, ni tan siquiera les afectaba.

Víctor miró a Ángela. Estaba seguro de que ella no había olvidado. Únicamente había preservado hasta el final su estrategia logrando, en cierto modo, mantenerse al margen. Había hecho bien o, más exactamente, a él le hacía bien al conservar esta actitud: lo alentaba a escapar del túnel oscuro en el que el observador, por persistir temerariamente en su misión, había terminado por caer. Instintivamente Víctor volvió a la imagen infantil del tren. Ahora era él el adulto pero la imagen se reproducía. Quizá nada en el exterior se había movido, y él, al igual que le sucedía cuando era niño, había confundido el movimiento del tren atribuyéndolo al paisaje. Quizá la ciudad había sido la misma de siempre y aquel año, ahora caído del calendario, había sido igual a los transcurridos anteriormente y a los que, en adelante, transcurrirían. De ser así únicamente él se había desplazado, pasando ciegamente de un estado a otro y otorgando al mundo exterior lo que sólo en su interior había en realidad sucedido.