Desgraciadamente somos tan imperfectos, que para lograr semejante vida de dioses, será menester que pasemos antes por todos los caminos, por el camino del deber, donde se depuran y superan los apetitos bajos, por el camino de la ilusión, que estimula las aspiraciones más altas. Vendrá en seguida la pasión que redime de la baja sensualidad. Vivir en pathos, sentir por todo una emoción tan intensa, que el movimiento de las cosas adopte ritmos de dicha, he ahí un rasgo del tercer período. A él se llega soltando el anhelo divino para que alcance, sin puentes de moral y de lógica, de un solo ágil salto, las zonas de revelación. Don artístico es esa intuición inmediata que brinca sobre la cadena de los sorites, y por ser pasión, supera desde el principio el deber, y lo reemplaza con el amor exaltado. Deber y lógica, ya se entiende que uno y otro son andamios y mecánica de la construcción; pero el alma de la arquitectura es ritmo que trasciende el mecanismo, y no conoce más ley que el misterio de la belleza divina.
¿Qué papel desempeña en este proceso, ese nervio de los destinos humanos, la voluntad que esta cuarta raza llegó a deificar en el instante de embriaguez de su triunfo? La voluntad es fuerza, la fuerza ciega que corre tras de fines confusos; en el primer período la dirige el apetito, que se sirve de ella para todos sus caprichos; prende después su luz la razón, y la voluntad se refrena en el deber, y se da formas en el refinamiento lógico. En el tercer período, la voluntad se hace libre, sobrepuja lo finito, y estalla y se anega en una especie de realidad infinita; se llena de rumores y de propósitos remotos; no le basta la lógica y se pone las alas de la fantasía; se hunde en lo más profundo y vislumbra lo más alto; se ensancha en la armonía y asciende en el misterio creador de la melodía; se satisface y se disuelve en la emoción y se confunde con la alegría del Universo: se hace pasión de belleza.
Si reconocemos que la Humanidad gradualmente se acerca al tercer período de su destino, comprenderemos que la obra de fusión de las razas se va a verificar en el continente iberoamericano, conforme a una ley derivada del goce de las funciones más altas. Las leyes de la emoción, la belleza y la alegría regirán la elección de parejas, con un resultado infinitamente superior al de esa eugénica fundada en la razón científica, que nunca mira más que la porción menos importante del suceso amoroso. Por encima de la eugénica científica prevalecerá la eugénica misteriosa del gusto estético. Donde manda la pasión iluminada no es menester ningún correctivo. Los muy feos no procrearán, no desearán procrear, ¿qué importa entonces que todas las razas se mezclen si la fealdad no encontrará cuna? La pobreza, la educación defectuosa, la escasez de tipos bellos, la miseria que vuelve a la gente fea, todas estas calamidades desaparecerán del estado social futuro. Se verá entonces repugnante, parecerá un crimen el hecho hoy cotidiano de que una pareja mediocre se ufane de haber multiplicado miseria. El matrimonio dejará de ser consuelo de desventuras, que no hay por qué perpetuar, y se convertirá en una obra de arte.
Tan pronto como la educación y el bienestar se difundan, ya no habrá peligro de que se mezclen los más opuestos tipos. Las uniones se efectuarán conforme a la ley singular del tercer período, la ley de simpatía, refinada por el sentido de la belleza. Una simpatía verdadera y no la falsa que hoy nos imponen la necesidad y la ignorancia. Las uniones sinceramente apasionadas y fácilmente deshechas en caso de error, producirán vástagos despejados y hermosos. La especie entera cambiará de tipo físico y de temperamento, prevalecerán los instintos superiores, y perdurarán, como en síntesis feliz, los elementos de hermosura, que hoy están repartidos en los distintos pueblos.
Actualmente, en parte por hipocresía y en parte porque las uniones se verifican entre personas miserables dentro de un medio desventurado, vemos con profundo horror el casamiento de una negra con un blanco; no sentiríamos repugnancia alguna si se tratara del enlace de un Apolo negro con una Venus rubia, lo que prueba que todo lo santifica la belleza. En cambio, es repugnante mirar esas parejas de casados que salen a diario de los juzgados o los templos, feas en una proporción, más o menos, del noventa por ciento de los contrayentes. El mundo está así lleno de fealdad a causa de nuestros vicios, nuestros prejuicios y nuestra miseria. La procreación por amor es ya un buen antecedente de progenie lozana; pero hace falta que el amor sea en sí mismo una obra de arte, y no un recurso de desesperados. Si lo que se va a transmitir es estupidez, entonces lo que liga a los padres no es amor, sino instinto oprobioso y ruin.
Una mezcla de razas consumada de acuerdo con las leyes de la comodidad social, la simpatía y la belleza, conducirá a la formación de un tipo infinitamente superior a todos los que han existido. El cruce de contrarios conforme a la ley mendeliana de la herencia, producirá variaciones discontinuas y sumamente complejas, como son múltiples y diversos los elementos de la raza humana. Pero esto mismo es garantía de las posibilidades sin límites que un instinto bien orientado ofrece para la perfección gradual de la especie. Si hasta hoy no ha mejorado gran cosa, es porque ha vivido en condiciones de aglomeración y de miseria en las que no ha sido posible que funcione el instinto libre de la belleza; la reproducción se ha hecho a la manera de las bestias, sin límite de cantidad y sin aspiración de mejoramiento. No ha intervenido en ella el espíritu, sino el apetito, que se satisface como puede. Así es que no estamos en condiciones ni de imaginar las modalidades y los efectos de una serie de cruzamientos verdaderamente inspirados. Uniones fundadas en la capacidad y la belleza de los tipos, tendrían que producir un gran número de individuos dotados con las cualidades dominantes. Eligiendo en seguida, no con la reflexión, sino con el gusto, las cualidades que deseamos hacer predominar, los tipos de selección se irán multiplicando, a medida que los recesivos tenderán a desaparecer. Los vástagos recesivos ya no se unirían entre sí, sino a su vez irían en busca de mejoramiento rápido, o extinguirían voluntariamente todo deseo de reproducción física. La conciencia misma de la especie irá desarrollando un mendelismo astuto, así que se vea libre del apremio físico, de la ignorancia y la miseria, y de esta suerte, en muy pocas generaciones desaparecerán las monstruosidades; lo que hoy es normal llegará a aparecer abominable. Los tipos bajos de la especie serán absorbidos por el tipo superior. De esta suerte podría redimirse, por ejemplo, el negro, y poco a poco, por extinción voluntaria, las estirpes más feas irán cediendo el paso a las más hermosas. Las razas inferiores, al educarse, se harían menos prolíficas, y los mejores especímenes irán ascendiendo en una escala de mejoramiento étnico, cuyo tipo máximo no es precisamente el blanco, sino esa nueva raza, a la que el mismo blanco tendrá que aspirar con el objeto de conquistar la síntesis. El indio, por medio del injerto en la raza afín, daría el salto de los millares de años que median de la Atlántida a nuestra época, y en unas cuantas décadas de eugenesia estética podría desaparecer el negro junto con los tipos que el libre instinto de hermosura vaya señalando como fundamentalmente recesivos e indignos, por lo mismo, de perpetuación. Se operaría en esta forma una selección por el gusto, mucho más eficaz que la brutal selección darwiniana, que sólo es válida, si acaso, para las especies inferiores, pero ya no para el hombre.
Ninguna raza contemporánea puede presentarse por sí sola como un modelo acabado que todas las otras hayan de imitar. El mestizo y el indio, aun el negro, superan al blanco en una infinidad de capacidades propiamente espirituales. Ni en la antigüedad, ni en el presente, se ha dado jamás el caso de una raza que se baste a si misma para forjar civilización. Las épocas más ilustres de la Humanidad han sido, precisamente, aquellas en que varios pueblos disímiles se ponen en contacto y se mezclan. La India, Grecia, Alejandría, Roma, no son sino ejemplos de que sólo una universalidad geográfica y étnica es capaz de dar frutos de civilización. En la época contemporánea, cuando el orgullo de los actuales amos del mundo afirma por la boca de sus hombres de ciencia la superioridad étnica y mental del blanco del Norte, cualquier profesor puede comprobar que los grupos de niños y de jóvenes descendientes de escandinavos, holandeses e ingleses de las Universidades norteamericanas son mucho más lentos, casi torpes, comparados con los niños y jóvenes mestizos del Sur. Tal vez se explica esta ventaja por efecto de un mendelismo espiritual benéfico, a causa de una combinación de elementos contrarios. Lo cierto es que el vigor se renueva con los injertos y que el alma misma busca lo disímil para enriquecer la monotonía de su propio contenido. Sólo una prolongada experiencia podrá poner de manifiesto los resultados de una mezcla realizada, ya no por la violencia ni por efecto de la necesidad, sino por elección, fundada en el deslumbramiento que produce la belleza, y confirmada por el pathos del amor.