El centurión se enfureció. Clavó las espuelas en el caballo y avanzó, abriéndose paso entre la multitud.
– Pregunto -bramó-. Es rebelde, asesino y traidor. ¿Qué suplicio merece?
El pelirrojo dio un salto, poseído por la cólera. No podía contenerse. Quería gritar: «¡Viva la libertad!» Ya estaba a punto de hacerlo cuando su camarada Barrabás le tapó la boca con la mano.
Durante un largo rato no se escuchó más que un rumor, semejante al del mar. Nadie se atrevía a hablar, pero todo el mundo gemía sordamente, jadeaba, suspiraba. Y de repente, por encima de aquel rumor confuso, oyóse una voz cascada, llena de valor. Todos se volvieron, llenos de alegría y de terror. El anciano rabino había vuelto a encaramarse en los hombros del pelirrojo y alzaba sus manos esqueléticas como si orara o maldijera. Gritaba:
– ¿Qué suplicio? ¡La corona real!
El pueblo rugió para cubrir su voz. Les inspiraba lástima el rabino. Sin embargo, el centurión no había oído; con la mano formó una cornetilla junto a su oído:
– ¿Qué dijiste, viejo rabino? -gritó. Clavó las espuelas al caballo.
– ¡La corona real! -repitió el rabino con todas sus fuerzas. Su rostro irradiaba luces; toda su persona ardía, se agitaba sobre los hombros del herrero, saltaba, bailaba y hasta hubiérase dicho que quería echarse a volar.
– ¡La corona real! -volvió a gritar una vez más, feliz de encarnar la voz de su pueblo y de su Dios. Extendió los brazos, como si lo crucificaran en el aire.
El centurión se encolerizó. Se apeó de un salto del caballo, quitó el látigo del arzón y avanzó hacia la muchedumbre. Marchaba pesadamente, apartando las piedras a puntapiés, avanzaba en silencio como un enorme animal, como un búfalo o un jabalí. El pueblo permaneció inmóvil y contuvo la respiración. Volvían a oírse las cigarras a lo lejos, en los olivares, y los cuervos impacientes.
Avanzó dos pasos, luego otro y se detuvo. El hedor de las bocas abiertas y de los cuerpos sucios que sudaban -el olor judío- le dio de lleno en el rostro. Continuó avanzando hasta llegar ante el anciano rabino. Este, encaramado en los hombros del herrero, miraba desde arriba al centurión y todo su rostro irradiaba felicidad. El instante que había deseado apasionadamente toda su vida había llegado: morir como los profetas.
El centurión entrecerró los ojos y le clavó la mirada. Realizando un gran esfuerzo, se dominó y bajó el brazo que había alzado para asestar un puñetazo en aquel viejo rostro rebelde. Puso freno a su cólera porque Roma no tenía interés alguno en que él matara a aquel anciano. Aquel pueblo maldito e irreductible se alzaría y volvería a la guerra de guerrillas, y Roma no deseaba meter de nuevo la mano en aquel avispero que eran los hebreos. Se dominó, pues, arrolló el látigo en el brazo y se volvió hacia el rabino. Su voz se había enronquecido:
– Tu persona, anciano -dijo-, es respetable sólo porque yo la respeto. Yo, Roma, decido otorgarle un valor. Por sí misma, no lo posee. Sólo por eso no alzaré el látigo. Te oí; has pronunciado tu sentencia y yo ahora pronunciaré la mía.
Se volvió hacia los dos gitanos, que esperaban uno a cada lado de la cruz.
– ¡Crucificadlo! -gritó.
– Yo pronuncié mi sentencia -dijo el rabino con voz calma-, y tú pronunciaste la tuya, centurión. Pero aún debe pronunciar la suya alguien que es más grande que nosotros.
– ¿El emperador?
– No. Dios.
El centurión se echó a reír.
– Yo soy en Nazaret la voz del emperador. El emperador es en toda la tierra la voz de Dios. Dios, el emperador y Rufo pronunciaron su sentencia.
Después de decir esto, desenrolló el látigo y ganó la cima de la colina descargándolo como un poseso sobre las piedras y las zarzas.
– ¡Dios se ha de vengar de ti, maldito, en tus hijos y en los hijos de tus hijos! -murmuró un anciano, levantando los brazos al cielo.
Los jinetes de bronce ya habían rodeado la cruz; en la ladera de la colina la multitud bramaba nerviosa, se alzaba sobre la punta de los pies para ver y temblaba de angustia. ¿Se produciría el milagro? Muchos escrutaban el cielo, esperando que se abriera. Las mujeres ya habían distinguido en el aire alas multicolores. El rabino, de rodillas sobre los anchos hombros del herrero, se esforzaba por ver, entre las patas de los caballos y los mantos rojos de los jinetes, qué ocurría allá arriba, en torno a la cruz. Miraba la cima de la esperanza, la cima de la desesperación, miraba pero no hablaba. Esperaba. Aquel anciano rabino conocía de sobra al Dios de Israel. Era un Dios despiadado que se regía por sus propias leyes, por su propio decálogo; empeñaba su palabra, es cierto, y cumplía lo prometido, pero no se apresuraba. Poseía una medida propia y con ella medía el tiempo, mientras pasaban las generaciones y las generaciones; su palabra permanecía suspendida en el aire y no bajaba a la tierra y, cuando acababa por descender, ¡desgraciado, tres veces desgraciado el hombre elegido a quien se la confiaba! ¡Cuántas veces los elegidos de Dios, según se veía a lo largo de las Santas Escrituras, eran matados sin que Dios alzara la mano para salvarlos! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿No hacían acaso su voluntad? ¿O bien era su voluntad el que murieran todos sus elegidos? El rabino se interrogaba de esta suerte pero no osaba ir más allá en sus pensamientos. Dios es un abismo, pensaba, un abismo… ¡Y yo no quiero acercarme a él!
El hijo de María estaba aún sentado en una piedra, apartado de todos. Sus manos asían fuertemente sus rodillas, que temblaban, y miraba. Los dos gitanos habían cogido al zelote; algunos soldados romanos se habían acercado, lo zarandeaban riendo y blasfemando y procuraban ponerlo en la cruz. Los perros de pastor vieron la lucha, comprendieron y se levantaron de un salto.
La anciana mujer silenciosa abandonó el peñasco en que estaba apoyada y avanzó.
– ¡Valor, hijo mío! -gritó-. ¡No te quejes, no te cubras de vergüenza!
– Es la madre del zelote -murmuró el viejo rabino-. Pertenece a la noble familia de los macabeos.
Ya habían pasado una gruesa soga bajo los brazos del zelote; luego apoyaron dos escalas en los brazos de la cruz y comenzaron a subirlo lentamente. Era macizo, pesado, y la cruz se balanceó por unos instantes como si fuera a caer. El centurión dio un puntapié al hijo de María, quien se levantó, tomó la maza, y con paso vacilante, fue a afirmar la cruz entre las piedras.
Su madre María no resistió aquello. Le avergonzó ver a su hijo, su hijo querido, confundido con los crucificadores. Endureció su corazón y se abrió paso a codazos; los pescadores de Genezaret se apiadaron de ella y aparentaron no verla. Avanzó precipitadamente hasta el lugar donde estaban los caballos para arrancar de allí a su hijo y llevárselo consigo.
Una vieja vecina se compadeció de ella y la tomó del brazo.
– María -le dijo-, no hagas eso. ¿Dónde vas? ¡Te matarán!
– Voy a sacar a mi hijo de allí -respondió María y estalló en sollozos.
– No llores, María -continuó la vieja-. Mira a la otra madre, que está allí inmóvil y ve cómo crucifican a su hijo. Mírala y ten valor.
– No lloro sólo por mi hijo, vecina; lloro también por aquella madre.
Pero la vieja, que debía haber sufrido mucho en su vida, sacudió la cabeza casi sin cabellos.
– Más vale ser la madre del crucificador -murmuró- que la del crucificado.
María no oyó, pues ya la había dejado atrás. Subió la cuesta; sus ojos arrasados de lágrimas buscaban a su hijo. Pero el mundo que la rodeaba parecía haber perdido nitidez, se había vuelto turbio, y la madre distinguía, en medio de una bruma densa, caballos, armaduras de bronce y, enorme, subiendo de la tierra hasta el cielo, una cruz recién tallada.