Pedro no dejaba de mirarlo con terror. «¡En qué estado se lo entregamos a Dios y en qué estado nos lo devuelve!»
– ¡Eh, eh! ¿Por qué lo miras y lo tocas tanto tiempo? -gritó Zebedeo a Pedro-. Hazle entrar, no sea que un soplo de viento lo derribe. Entra, Andrés, hijo mío; agáchate, toma un racimo de uvas y come. También tenemos pan. Alabado sea Dios, come para reponerte, para no presentarte en ese estado ante Jonás, tu pobre padre. ¡El susto podría devolverlo al vientre de su ballena!
Pero Andrés alzó su brazo esquelético y gritó:
– ¿No tenéis vergüenza, no teméis a Dios? ¡El mundo agoniza y vosotros pisáis la uva y os reís a mandíbula batiente!
– ¡Vaya, vaya! ¡Otro que nos viene a contar historias! -murmuró Zebedeo. Se volvió, furioso, hacia Andrés-: ¿Nos dejarás tranquilo? Estamos hartos de sermones. ¿Eso es lo que proclama tu profeta, el Bautista? Dile de mi parte que cambie de estribillo. Según dice, llegó el fin del mundo y las tumbas van a abrirse para que los muertos salgan de ellas. Al parecer, Dios bajará del cielo. ¡El Juicio Final! Abrirá los registros, ¡y desgraciados de nosotros! ¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡No escuchéis, muchachos! ¡A trabajar, pisad la uva!
– ¡Arrepentios! ¡Arrepentios! -rugió el hijo de Jonás. Se arrancó de los brazos de su hermano y se colocó en el centro del patio, frente al viejo Zebedeo, con el dedo índice alzado hacia el cielo.
– Te daré un buen consejo, Andrés -dijo Zebedeo-. Siéntate y come; bebe un sorbo de vino para recobrar el juicio. ¡El hambre te ha enloquecido, desdichado!
– ¡La buena vida te ha enloquecido, viejo Zebedeo! -respondió el hijo de Jonás-. Pero la tierra se abre bajo tus pies… Dios es un temblor de tierra… ¡La tierra devorará tu lagar, tus barcas y a ti mismo y a tu maldita panza!
Estaba excitado, paseaba la mirada a su alrededor, clavándola en unos y otros y gritando:
– ¡Antes de que este mosto se convierta en vino llegará el fin del mundo! Poneos una camisa de tela basta, derramad ceniza sobre vuestras cabezas, golpeaos el pecho y gritad: ¡He pecado!
¡He pecado! ¡La tierra es un árbol y ese árbol está podrido! ¡El Mesías llega con el hacha!
Judas soltó el martillo. Su labio superior se había recogido y sus agudos dientes brillaban al sol. Pero el viejo Zebedeo no podía ya contenerse.
– ¡Si crees en Dios, Pedro -gritó-, llévatelo! Aquí tenemos que trabajar. ¡Ya llega!… ¡Ya llega! ¡A veces nos lo presentan lanzando llamaradas de fuego, otras con rollos de registros, y ahora empuña un hacha! ¡Vaya, vaya! ¿Nos dejaréis tranquilos de una vez por todas, embaucadores del pueblo? ¡Este mundo no se acaba, no se acaba, muchachos! ¡Pisad la uva y no tengáis miedo!
Pedro palmeaba tiernamente la espalda de su hermano para calmarle.
– ¡Cállate! -le decía en voz baja-, cállate, hermano; no grites. La marcha te ha fatigado. Vayamos a casa, necesitas descanso. Nuestro anciano padre te verá y su pena se mitigará.
Lo tomó de la mano y lo guió con toda suavidad, con gran solicitud, como si fuera ciego. Se internaron en la callejuela estrecha y desaparecieron. El viejo Zebedeo estalló en carcajadas.
– ¡Eh, pobre Jonás, pescador profeta, no querría estar en tu pellejo!
Pero Salomé abrió entonces la boca. Sentía aún sobre ella los grandes ojos de Andrés, que la quemaban.
– Zebedeo -dijo sacudiendo la cabeza blanca-, Zebedeo, viejo demonio, mide tus palabras, no te rías. Sobre nosotros hay un ángel que todo lo escribe…, ¡y te sucederá precisamente aquello de lo que te mofas!
– Mi madre tiene razón -dijo Santiago, que aún no había despegado los labios-. Poco faltó para que te ocurriera lo mismo con Juan, tu hijo querido. Y hasta creo que el peligro aún no ha pasado. Los muchachos que traían los cestos me dijeron que no vendimia, sino que permanece sentado hablando con las mujeres sobre Dios, los ayunos y las almas inmortales… ¡Yo tampoco querría estar en tu pellejo, padre!
Lanzó una risa seca; no soportaba que su hermano fuera un niño mimado y un haragán. Se puso a pisar la uva con rabia.
A Zebedeo se le subió la sangre a la cabeza. Tampoco él podía soportar a aquel hijo mayor que tanto se le parecía. Habrían comenzado a discutir si en aquel momento no hubiera aparecido en el umbral, apoyada en el brazo de Juan, María, la mujer de José de Nazaret. Sus pies y sus delgados tobillos estaban cubiertos de polvo y ensangrentados por la larga marcha. Hacía varios días que había abandonado su casa y que iba llorando de aldea en aldea en busca de su desdichado hijo. «Dios le ha hecho perder la cabeza y le ha llevado a salirse del camino de los hombres», suspiraba la madre y lo lloraba en vida. Interrogaba, acosaba a la gente con preguntas. «¿Nadie le ha visto? Es alto, delgado, va descalzo, lleva vestiduras azules y un ceñidor de cuero negro. ¿No lo habéis visto, por casualidad?» Nadie lo había visto. Sólo ahora, y gracias al hijo de Zebedeo, estaba sobre su pista. Había ido al Monasterio, en el desierto; revestido con una sotana blanca, prosternado y hundiendo el rostro en el polvo, oraba… Juan se apiadó de ella y le dijo cuanto sabía. Y ahora, apoyada en su brazo, entraba en el patio del viejo Zebedeo para descansar antes de partir hacia el desierto.
La anciana Salomé se levantó con su habitual nobleza.
– Bienvenida, querida María -le dijo-. Entra.
María bajó su pañuelo hasta los ojos, se inclinó, cruzó el patio mirando el suelo, tomó las manos de su vieja amiga y se echó a llorar.
– Es un pecado que llores, hija mía -dijo la anciana Salomé al tiempo que la hacía sentarse junto a ella en el diván-. Tu hijo está ahora bajo el techo de Dios; está en lugar seguro.
– La pena de una madre es terrible, Salomé -respondió María lanzando un suspiro-. Dios me ha dado un solo hijo…, y mira cómo anda.
El viejo Zebedeo oyó su queja. No era malo cuando no se atentaba contra sus intereses, y bajó de la plataforma para consolarla.
– Es la juventud, María -le decía-, es la juventud. No te atormentes, que ya pasará. La bienaventurada juventud es como el vino, pero el joven se desembriaga pronto y no tarda en someterse al yugo, para no volver a alborotar. Tu hijo se desembriagará, María. Mira, mi hijo Juan comienza ahora a desembriagarse… ¡Alabado sea Dios!
Juan enrojeció, pero no dijo nada. Entró en la casa a buscar agua fresca e higos maduros con que obsequiar a la visitante. Las dos mujeres, sentadas una junto a otra, con las cabezas juntas, hablaban en voz baja del hijo poseído por Dios. Apenas si murmuraban, temerosas de que, oyéndolas, los hombres intervinieran y las privaran del profundo consuelo femenino que les comunicaba el sufrimiento.
– Tu hijo me dice que ora, Salomé, que ora. A fuerza de prosternarse, sus manos y sus rodillas se han vuelto callosas. Y parece que no come, que se consume, que ve alas en el aire. No quiere beber, ni siquiera agua, para ver, según parece, a los ángeles… ¿Hasta dónde lo llevará este mal, Salomé? Su tío el rabino, que ha curado a tantos poseídos, no pudo curarle… ¿Por qué lanzó Dios la maldición sobre mí, Salomé? ¿Qué le he hecho?
Apoyó la frente en las rodillas de su vieja amiga y se echó a llorar.
Juan apareció con una copa de agua y cinco o seis higos servidos en una hoja de parra.
– No llores, mujer -le dijo, colocando los higos en su delantal-. Un santo resplandor nimba el rostro de tu hijo; no todos lo ven, pero yo vi una noche cómo lamía su rostro y tuve miedo. Además, el anciano Habacuc veía todas las noches en sueños al difunto higúmeno. Al parecer, llevaba a tu hijo de la mano, lo conducía de celda en celda y lo señalaba con el dedo. No hablaba; se limitaba a señalarlo, sonriendo. El anciano Habacuc tenía miedo, saltaba del lecho, iba a despertar a los monjes y todos se devanaban los sesos para explicar el sueño. ¿Qué quería decirles el higúmeno? ¿Por qué les señalaba al recién llegado sonriendo? Y repentinamente anteayer, el día en que salí del Monasterio, tuvieron una iluminación divina y desentrañaron el sentido del sueño: él debía ser el higúmeno. Tal ordenaba el muerto, él debía ser el higúmeno… Todos los monjes fueron entonces a la celda de tu hijo. Cayendo a sus pies, le dijeron que era voluntad de Dios que él se convirtiera en higúmeno del Monasterio. Pero tu hijo rehusó. «¡No, no! ¡Ese no es mi camino! ¡No soy digno! ¡Me iré!» Cuando yo abandonaba el Monasterio, a eso de mediodía, oí sus voces, cuando rehusaba. Los monjes amenazaban encerrarlo con llave en una celda y poner centinelas del otro lado de la puerta para impedirle huir.