Hombres y mujeres se abrazaban sin pudor en pleno día; primero en las tiendas y luego, abiertamente, en las calles, sobre la hierba. Desde todos los barrios llegaban, pintadas y embadurnadas de almizcle, las célebres prostitutas de Jerusalén. Los cándidos campesinos y pescadores que habían acudido desde el fondo de la tierra de Canaán para adorar al Santo de los Santos caían en aquellos brazos experimentados y perdían la cabeza. Jamás habían pensado que un beso pudiera encerrar tanta ciencia y tanto sabor.
Jesús caminaba por las calles a paso vivo, con furor, pasaba por encima de hombres ebrios dormidos en tierra y retenía la respiración. Los perfumes, el hedor, los jadeos impúdicos le daban náuseas. Apremiaba a sus compañeros:
– ¡Vamos, vamos rápido! -A su derecha iba Juan y a su izquierda Andrés, y los tres avanzaban cogidos del brazo.
Pero Pedro se detenía a cada instante. Encontraba peregrinos que habían llegado de Galilea y que le ofrecían un vaso de vino y algún bocado y entablaba conversación con ellos. Pedro llamaba a Judas y Santiago también acudía pues deseaba que ningún amigo tuviera motivos de queja contra ellos. Pero los otros tres iban adelante, se apresuraban, se volvían para llamarlos y reanudaban en seguida la marcha.
– ¡Oh, el Maestro podría dejarnos respirar un poco! ¡Todos se divierten! -murmuraba Pedro, que ya estaba achispado-. ¡Qué aguafiestas!
– Te equivocas, pobre Pedro -le decía Judas meneando su maciza cabeza-. ¿Crees que hemos venido para divertirnos? ¿Crees que vamos a una fiesta de bodas?
Pero mientras andaban una voz ronca llamó:
– ¡Eh, Pedro, hijo de Jonás, maldito galileo! ¡Pasas a mi lado, casi me llevas por delante y ni siquiera lo adviertes! ¡Párate a beber una copa conmigo! ¡El vino te abrirá los ojos y me verás!
Pedro reconoció la voz y se detuvo:
– ¡Ah! ¡Celebro verte, Simón, maldito cirenaico!
Se volvió hacia sus dos compañeros y les dijo:
– Muchachos, no hay modo de escapar. Nos detendremos a beber. Simón es un borracho famoso; posee una taberna célebre cerca de la puerta de David. Carne de patíbulo, pero un buen hombre. Debemos homenajearlo.
Era cierto, Simón era un buen hombre. En su juventud había desembarcado procedente de Cirene, había abierto una taberna, y cada vez que Pedro iba a Jerusalén dormía en su casa. Comían y bebían, discutían, bromeaban, a veces entonaban canciones, a veces se iban a las manos y se reconciliaban para volver a beber. Al fin Pedro se arrollaba en un cobertor, se acostaba sobre un banco y dormía. Ahora Simón estaba sentado en su tienda, construida con sarmientos entrelazados; llevaba un cántaro bajo el brazo, empuñaba una copa de bronce y bebía a solas.
Los dos amigos se besaron. Medio ebrios los dos, sintieron un afecto mutuo tan grande que sus ojos se arrasaron de lágrimas. Después de los gritos, los primeros abrazos y las repetidas libaciones, Simón se echó a reír.
– Apostaría la cabeza -dijo- que vais a haceros bautizar. Y hacéis bien; os doy mi bendición. Yo me hice bautizar anteayer y no me arrepiento. La cosa tiene su encanto.
– ¿Y te sientes mejor? -preguntó Judas, que no bebía y se contentaba con comer; estaba enfadado.
– ¿Qué quieres que te diga, amigo mío? Hacía años que no entraba en el agua. El agua y yo estamos en guerra declarada. Yo soy un hombre que bebe vino; el agua es para las ranas. Pero anteayer me dije: vaya, ¿y si fuera a hacerme bautizar? Todos van al Jordán y no es posible que entre los nuevos iniciados no haya algunos que beban vino; no todos serán idiotas y trabaré relaciones; en suma, iré en busca de clientes. Todo el mundo conoce mi taberna de la puerta de David. Pues bien, me decidí a ir. El profeta es un salvaje, un animal feroz, ¿cómo decirlo? ¡Despide llamas por las narices, Dios mío! Me cogió por el pescuezo y me hundió en el agua hasta la barba. Grité, pensando que aquel maldito me iba a ahogar. Pero salí con bien del enredo y ¡heme aquí!
– ¿Y te sientes mejor? -volvió a preguntar Judas.
– Te juro por el vino que el baño me hizo bien. Mucho bien: me alivió. El Bautista dice que me alivió de mis pecados pero, entre nosotros, yo creo que me alivió de la mugre que llevaba encima. Porque cuando salí del Jordán, flotaba en el agua un dedo de aceite.
Rió a carcajadas, llenó su copa, bebió y dio de beber luego a Pedro y Santiago. Volvió a llenarla y le dijo a Judas:
– ¿Y tú no bebes, artesano? Es vino, amigo, y no agua.
– Nunca bebo -respondió el pelirrojo, rechazando la copa.
Simón abrió desmesuradamente los ojos y dijo, bajando la voz:
– ¿Serás de aquellos que?…
– De aquellos, sí -respondió Judas y con un ademán categórico cortó la conversación.
Pasaron dos mujeres cargadas de afeites; se detuvieron unos instantes y miraron provocativamente a los cuatro hombres.
– ¿Tampoco tienes trato con mujeres? -preguntó Simón, perplejo.
– Tampoco -respondió secamente el pelirrojo.
– Y entonces, ¿para qué vives, infeliz? -gritó Simón, sin poder contenerse-. ¿Puedes decirme para qué hizo Dios el vino y la mujer? ¿Para pasar el tiempo o para hacérnoslo pasar a nosotros?
En aquel instante llegó corriendo Andrés.
– ¡Apresuraos! -gritó-. El maestro tiene prisa.
– ¿Qué maestro?-preguntó el tabernero-. ¿Ese vestido de blanco que va descalzo?
Pero los tres compañeros ya habían partido y Simón el cirenaico, aturdido frente a su tienda, empuñando aún la copa vacía, con el cántaro bajo el brazo, los miraba y meneaba su cabezota: «Debe ser otro Bautista -murmuró-, otro loco furioso. A fe mía, en los últimos tiempos crecen como hongos. Beberé un sorbo a su salud. ¡Que Dios le devuelva el juicio!», dijo y llenó la copa.
Entretanto, Jesús y sus compañeros habían llegado al gran patio del Templo. Detuviéronse y se lavaron los pies, las manos y la boca para entrar en el Templo y prosternarse. Lanzaron una rápida mirada a su alrededor y vieron una sucesión de galerías descubiertas, llenas de hombres y animales, pórticos sombreados, columnas de mármol blanco y azul ceñidas de sarmientos y de racimos de oro. Por doquier había puestos, tiendas, carretas de cambistas, barberos, taberneros, carniceros. En el aire resonaban gritos, juramentos, risas; la casa del Señor olía a sudor y suciedad.
Jesús se tapó con la mano las narices y la boca. Miró a su alrededor: Dios no estaba en parte alguna. «Aborrezco, desprecio vuestras fiestas; la pestilencia de los terneros que me degolláis me da náuseas; no puedo oír vuestros salmos ni vuestros oboes…» Ya no era el profeta, ya no era Dios el que hablaba sino sólo el corazón de Jesús, que sentía náuseas y gritaba. Durante algunos segundos sufrió como un desfallecimiento; todo desapareció de pronto, el cielo se abrió y un ángel de cabellera de fuego se precipitó al aire. De su cabeza salían llamas y humo; se subió a una piedra negra en medio del patio y blandió la espada hacia el Templo orgulloso y recubierto de oro…
El cuerpo de Jesús vaciló; se colgó del brazo de Andrés. Abrió los ojos y vio el Templo y el hormiguero de hombres. El ángel se había ocultado en la luz. Jesús extendió los brazos hacia sus compañeros:
– Perdonadme -dijo-, no resisto más; voy a desvanecerme. Vámonos.
– ¿Sin adorar a Dios? -dijo Santiago, escandalizado.
– Lo adoraremos dentro de nosotros mismos, Santiago -dijo Jesús-. Todo cuerpo es un Templo.
Se pusieron en marcha.
«No soporta la suciedad, la sangre ni los gritos. No es el Mesías…», pensaba Judas, que iba solo delante y golpeaba el suelo con el bastón. Un fariseo en éxtasis se debatía; con el rostro en el último peldaño del Templo, besaba el mármol con rabia y rugía. De su cuello y de sus brazos pendían gruesos rosarios de amuletos, sobrecargados de palabras amenazantes de las Escrituras. Sus rodillas eran callosas como las del camello debido a las continuas prosternaciones; su rostro, su cuello y su pecho estaban cubiertos de llagas abiertas que sangraban. Cada vez que la tormenta de Dios lo arrojaba en tierra, cogía piedras afiladas y se laceraba.