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Andrés y Juan se pusieron enfrente de Jesús para que éste no lo viera. Pedro se acercó a Santiago y se inclinó sobre su oído.

– Tú lo conoces -dijo-. Es Santiago, el hijo mayor de José el carpintero. Recorre las aldeas, vende amuletos y de vez en cuando sufre un ataque, se revuelca por tierra y se desgarra la piel.

– ¿Es el que persigue con rencor al maestro? -preguntó Santiago, deteniéndose.

– El mismo. Dice que deshonra su hogar.

Salieron por la puerta de Oro del Templo, franquearon el valle del Cedrón y se encaminaron hacia el Mar Muerto. Dejaron a su derecha el huerto de Getsemaní. Por encima de ellos, el cielo ardiente resplandecía de blancura. Llegaron al Monte de los Olivos; el mundo se suavizaba un tanto, cada hoja chorreaba luz y los cuervos se abatían incesantemente sobre Jerusalén.

Andrés llevaba a Jesús del brazo y le hablaba de Juan Bautista, su antiguo maestro. Al acercarse a su guarida, humeaba aterrado el olor a fiera del profeta.

– Es el profeta Elías en persona. Bajó del monte Carmelo para curar una vez más el alma del hombre por medio del fuego. Una noche vi con mis propios ojos un carro de fuego que describía círculos sobre su cabeza; otra noche vi cómo un cuervo le llevó en el pico una brasa para comer… Un día me armé de valor y le pregunté: «¿Eres el Mesías?» Dio un salto atrás como si hubiera pisado una serpiente. «No -me respondió lanzando un suspiro-, no. Soy un buey de labranza y él es la simiente.»

– ¿Por qué lo abandonaste, Andrés?

– Buscaba la simiente.

– ¿La hallaste?

Andrés apretó sobre su corazón la mano de Jesús y enrojeció violentamente.

– Sí -respondió, pero tan bajo que Jesús no le oyó.

Descendían a paso lento y respirando entrecortadamente hacia el Mar Muerto. El sol los bañaba en llamas y abrasaba sus cerebros. Ante ellos se alzaban, cada vez más altas, semejantes a una muralla árida, las montañas de Moab; atrás, blancas como la cal, las montañas de Judea. El sendero, lleno de recodos, era escarpado como la pared de un foso profundo y respiraban con dificultad. Todos pensaban:

– Bajamos al infierno… Bajamos al infierno.

Aspiraban un olor a pez y azufre.

La luz los cegaba y avanzaban a tientas. Sus pies estaban cubiertos de heridas y sus ojos ardían. Oyeron el tintineo de cascabeles y pasaron dos camellos. No eran camellos sino espectros que desaparecieron en el fuego del sol.

– Tengo miedo… -murmuró el hijo menor de Zebedeo-. Esto es el Infierno.

– Animo -le respondió Andrés-. Es sabido que el Paraíso se halla en el centro del Infierno.

– ¿El Paraíso?

– Ya lo verás.

El sol se ponía al fin; las montañas moabitas habían adquirido tonos de un subido color violeta, y las montañas de Judea un color rosado. Los párpados de los hombres dejaban de arder y de pronto, en un recodo del camino, sintieron una frescura en los ojos. En los ojos y en el cuerpo, como si acabaran de entrar en el agua fresca. Justamente ante ellos, allá en la arena, extendíase un verdor inesperado; había allí corrientes de agua que susurraban, granados cargados de frutos y casitas blancas y sombreadas. En el aire se sintió repentinamente el perfume de jazmines y rosas.

– Jericó! -gritó Andrés gozoso-. En el mundo no hay dátiles más dulces ni rosas más milagrosas; aun cuando estén marchitas, basta con meterlas en agua para que revivan.

La noche cayó bruscamente; brillaban las primeras lámparas.

– Creo que una de las más grandes y más puras alegrías de este mundo -dijo Jesús al tiempo que se detenía para saborear aquella hora santa- consiste en que caiga la noche cuando uno viaja, en llegar a una aldea, en ver encenderse las primeras lámparas, en no tener nada que comer ni techo bajo el cual dormir y en abandonarse a la gracia de Dios y a la bondad de los hombres…

Los perros de la aldea sintieron la presencia de los forasteros y se pusieron a ladrar; las puertas se abrieron y viéronse lámparas en la oscuridad que pronto desaparecieron. Los compañeros fueron a golpear a todas las puertas y los habitantes les dieron de buen corazón un trozo de pan, un puñado de dátiles, aceitunas verdes, una granada. Reunieron aquellos dones de Dios y del hombre, se echaron en el rincón de un huerto, comieron y se durmieron rápidamente. Durante toda la noche oyeron, mientras dormían, el murmullo del desierto, que los mecía y arrullaba como el mar. Sólo Jesús escuchó trompetas en sueños y vio derrumbarse las murallas de Jericó.

Era cerca de mediodía cuando los compañeros, lívidos, jadeantes, llegaron al Mar Muerto, el mar maldito. Los peces arrastrados por la corriente del Jordán morían al llegar a sus aguas, escasos arbustos se alzaban en la orilla, semejantes a osamentas. Las aguas del Mar Muerto eran de plomo, compactas y estaban inmóviles. Los hombres piadosos que se inclinaban sobre ellas podían ver en el fondo tenebroso del mar dos prostitutas en estado de descomposición que se abrazaban: Sodoma y Gomorra.

Jesús se subió a una roca y miró a lo lejos. En el desierto la tierra ardía y las montañas parecían resquebrajarse. Jesús llevaba a Andrés del brazo y le preguntaba:

– ¿Dónde está Juan Bautista? No veo a nadie… a nadie…

– Allá abajo -respondió Andrés-, tras los cañaverales, el río se encalma. El agua forma como una charca, y es allí donde el profeta bautiza. Conozco el camino; vamos.

– Estás cansado, Andrés; quédate con los otros. Iré solo.

– Es un salvaje; iré contigo, maestro.

– Quiero ir. solo. Quédate, Andrés.

Se dirigió hacia el cañaveral. Su corazón latía violentamente y puso la mano sobre él para intentar calmarlo. Nuevas bandadas de cuervos aparecieron por el lado del desierto; se dirigían hacia Jerusalén.

Repentinamente oyó pisadas a sus espaldas; se volvió y vio a Judas.

– Te olvidaste de llamarme -dijo el pelirrojo con una sonrisa burlona-. Este es el momento más difícil y quiero estar contigo.

– Ven -dijo Jesús.

Jesús iba delante y Judas lo seguía. Marchaban en silencio. Apartaban las cañas y sus pies se hundían en el limo tibio del río. Una serpiente negra se irguió, se arrastró hacia una piedra, alzó la cabeza y el cuello, con la mitad del cuerpo pegada a la piedra y la otra mitad erecta, y los miró con sus ojillos de azabache al tiempo que silbaba. Jesús se detuvo, agitó amistosamente la mano hacia ella, como para darle la bienvenida; Judas levantó el garrote pero Jesús, con un ademán, lo contuvo.

– No le hagas daño, Judas, hermano mío -dijo-. Ella cumple también con su deber cuando muerde.

El calor había llegado a su paroxismo; soplaba viento del sur, que traía del Mar Muerto un violento olor a carroña. Podíase oír ya una voz ronca y salvaje. De cuando en cuando Jesús distinguía alguna palabra: «Fuego… hacha… árbol estéril…» Luego, más fuerte: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios!» Y repentinamente estallaron los gritos y sollozos de una gran muchedumbre. Jesús avanzaba lentamente, sin hacer ruido, como si se acercara al cubil de una fiera; apartaba las cañas y el rumor iba haciéndose más fuerte. De pronto se mordió los labios para que no se le escapase un grito: en un peñasco, sobre las aguas del Jordán, encaramado en sus largas patas… ¿qué era aquello: un hombre, una langosta, el ángel del hambre o el arcángel de la Venganza? Olas humanas rompían incesantemente en los peñascos, entre rugidos; árabes de uñas y pestañas teñidas, caldeos con gruesos anillos de bronce en la nariz, israelitas con largas greñas mugrientas… El hombre aullaba, echaba espuma por la boca, y el viento impetuoso del sur lo agitaba como una leve caña.

«¡Arrepentios! ¡Arrepentios! ¡Ha llegado el día del Señor! ¡Rodad por tierra, morded el polvo, aullad! El Señor de las Naciones dijo: ese día ordenaré al sol que se ponga a mediodía, romperé los cuernos de la luna nueva, difundiré las tinieblas en el cielo y en la tierra. ¡Helaré vuestras risas y las transformaré en lágrimas; convertiré vuestras canciones en lamentos fúnebres! ¡Soplaré y todos vuestros adornos: manos, pies, narices, orejas, cabellos, caerán!»