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– ¡Bautizo al servidor de Dios, al hijo de Dios, a la esperanza del hombre!

Con la cabeza hizo una señal al Jordán para que sus aguas reiniciasen su fluir. El misterio se había consumado.

XVII

El sol surgió del desierto como un león. Golpeó a todas las puertas de Israel y desde todas las casas la salvaje oración matinal ascendió hacia el obstinado Dios de los judíos.

«Te cantamos y te glorificamos, ¡oh, Dios nuestro, Dios de nuestros padres, Todopoderoso y terrible, que nos ayudas y nos proteges! ¡Gloria a ti, Inmortal, gloría a ti, defensor de Abraham! ¿Quién puede rivalizar en poder contigo, que eres el rey que mata y resucita y da la liberación? ¡Gloría a ti, Redentor de Israel! ¡Extermina, quebranta y dispersa a nuestros enemigos, pero pronto, mientras estemos en la tierra!”

Al salir el sol, Jesús y Juan Bautista se encontraban sentados en el hueco de un peñasco que caía a pico sobre el Jordán. Durante toda la noche habían tenido el mundo en sus manos; se lo pasaban de uno a otro y se interrogaban para saber qué debían hacer con él. El rostro del Bautista era severo y decidido, sus manos se alzaban y bajaban como si empuñara verdaderamente un hacha y descargara con ella grandes golpes; el rostro de Jesús estaba sereno, aparecía indeciso y sus ojos derramaban piedad.

– ¿El amor no basta? -preguntó.

– No, no basta -respondió el Bautista con violencia-. El árbol está podrido; Dios me llamó y me dio el hacha. Yo la traje y la coloqué al pie del árbol. Yo cumplí con mi deber; ahora tú debes cumplir con el tuyo. ¡Empuña el hacha y golpea!

– Si yo fuera fuego ardería, si fuera leñador golpearía… Pero soy un corazón y amo…

– Yo también soy un corazón y por eso precisamente no puedo soportar la injusticia, el impudor, la infamia… ¿Cómo puedes a amar a los injustos, los infames, los impúdicos? ¡Golpea! Uno de los deberes del hombre, uno de sus deberes más grandes, es la cólera.

– ¿La cólera? -dijo Jesús. Su corazón se negaba a admitirlo-. ¿Acaso no somos todos hermanos?

– ¿Hermanos? -dijo el Bautista sarcásticamente-. ¿Hermanos? ¿Crees que el amor es el camino de Dios? ¡Mira!

Tendió la mano huesuda y vellosa y señaló a lo lejos el Mar Muerto, hediondo como una carroña.

– ¿Te inclinaste sobre sus aguas para ver en el fondo las dos putas, Sodoma y Gomorra? Dios se encolerizó, lanzó el fuego, golpeó el suelo con el pie y la tierra se convirtió en mar y el mar sepultó a Sodoma y Gomorra. Tal es el camino de Dios; síguelo. ¿Qué dicen las profecías? «¡El día del Señor el bosque derramará sangre, las piedras cobrarán vida, se alzarán de las casas construidas con ellas y matarán a sus habitantes!» El día del Señor se aproxima, ya llega. Yo fui quien lo vio primero y lancé una llamada; empuñé el hacha de Dios y la coloqué al pie del mundo. Llamaba y llamaba… A ti te llamaba: viniste y yo me voy.

Le tomó las manos e hizo ademán de colocarle entre las palmas una pesada hacha. Jesús se apartó, asustado.

– Ten aún un poco de paciencia, te lo suplico -dijo-. No te apresures. Iré a hablar con Dios en el desierto. Allí se oye su voz más claramente.

– También se oye más claramente la voz de la Tentación. Ten cuidado, Satán te espía; alinea su ejército, pues sabe que para él ésta es una cuestión de vida o muerte, y caerá sobre ti con toda su ferocidad y toda su ternura. Ten cuidado, el desierto está poblado de voces suaves y de muerte.

– Ni las voces suaves ni la muerte me engañan, amigo. Ten confianza.

– Tengo confianza. Desgraciado de mí si no la tuviera. Ve al desierto. Habla con Satán y habla con Dios, y decídete. Y si eres el que esperaba, Dios ya ha tomado la decisión y no puedes escapar de ella. Si no eres el que esperaba, ¿qué me importa que te pierdas? Parte y luego veremos. Pero pronto; no quiero dejar al mundo completamente solo.

– ¿Qué dijo la paloma silvestre que batió las alas sobre mi cabeza en el momento en que me bautizabas?

– No era una paloma silvestre y llegará un día en que oigas las palabras que pronunció. Hasta entonces quedarán suspendidas sobre tu cabeza como otras tantas espadas.

Jesús se levantó y le tendió la mano. Su voz temblaba:

– Adiós, amado Precursor -dijo-. Quizá nunca volvamos a vernos.

El Bautista pegó sus labios a los de Jesús durante algunos instantes. Su boca era una brasa y los labios de Jesús se. quemaron.

– A ti entrego mi alma -le dijo oprimiendo con fuerza la delicada mano-. Si eres el que esperaba, escucha mi última voluntad, pues creo que no volveré a verte en esta tierra. Nunca más.

– Escucho -murmuró Jesús estremeciéndose-. ¿Cuál es tu voluntad?

– Cambia de rostro, fortalece tus brazos, endurece tu corazón. Tu vida será terrible; veo sangre y espinas en tu frente. ¡Sopórtalo todo, hermano más grande que yo, ánimo! Dos caminos se abren ante ti: el camino del hombre, que es llano, y el camino de Dios, que es escarpado. Sigue el camino más difícil. ¡Adiós! Y no te atormentes por las separaciones, pues tu misión no consiste en llorar sino en golpear. ¡Golpea! Que tu mano no tiemble; tal es tu camino. Y no olvides esto: el fuego y el amor son los hijos de Dios, pero el primogénito es el fuego… y después viene el amor. Comencemos pues por el fuego. ¡Buena suerte!

El sol ya estaba alto. Aparecieron caravanas procedentes del desierto de Arabia y llegaron nuevos peregrinos con turbantes multicolores en las cabezas rasuradas. Algunos llevaban colgados del cuello amuletos en forma de media luna, hechos con colmillos de jabalí; otros, estatuillas en bronce de diosas, de anchas caderas, y otros, en fin, collares hechos con los dientes de sus enemigos. Eran salvajes orientales que acudían para recibir el bautismo. El Bautista los vio, lanzó un estridente alarido y descendió de la roca. Los camellos se arrodillaron en el limo del Jordán y resonó, implacable, la voz del desierto: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios! ¡El día del Señor ha llegado!»

A todo esto Jesús encontró a sus compañeros sentados en silencio, afligidos, esperándolo a orillas del río. Hacía tres días y tres noches que había desaparecido y durante aquel tiempo Juan Bautista había abandonado sus bautismos para hablar con él. El Bautista hablaba, y Jesús bajaba la cabeza y escuchaba. ¿Qué le decía, inclinado sobre él como un ave de presa? ¿Y por qué uno de ellos era tan feroz y el otro estaba tan triste? Judas jadeaba de rabia, iba y venía y, apenas caía la noche, se acercaba furtivamente al peñasco para escuchar. Los dos hombres hablaban mejilla contra mejilla y Judas aguzaba el oído pero sólo oía un murmullo, un murmullo rápido como el de una comente de agua… nada más. Uno de ellos daba y el otro, el hijo de María, recibía y se llenaba como un cántaro inclinado contra una fuente. El pelirrojo se deslizaba hasta el pie del peñasco y, furioso, giraba en redondo en la oscuridad: «¡Es una vergüenza -murmuraba-, es una vergüenza para mí! ¡Discuten sobre el destino de Israel y yo no estoy presente! El Bautista debió haberme confiado a mí su secreto; a mí debió darme el hacha. Yo puedo servirme de ella, pero él no. Porque yo soy el único que me apiado de Israel. El otro, el iluminado, proclama -y debería avergonzarse…- ¡que todos somos hermanos, tanto los perseguidos como los perseguidores, tanto los israelitas como los malditos romanos y griegos!»

Se echaba al pie del peñasco, lejos de los otros compañeros; no quería estar con ellos. El sueño le vencía y durante segundos creía oír la voz del Bautista, que pronunciaba palabras aisladas: «Fuego, Sodoma y Gomorra, ¡golpea!» Se despertaba sobresaltado pero, una vez despierto, nada oía. Sólo los gritos de las aves nocturnas, los rugidos de los chacales y el murmullo del Jordán entre las cañas… Bajaba al río y hundía en el agua su cabeza abrasada. «¿Por qué no baja ya de su peñasco? -murmuraba-. Terminará por bajar y entonces, quiéralo o no, sabré.»