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Avanzaba, y el sol, que avanzaba con él, había llegado al centro del cielo; estaba sobre su cabeza. Sus pies le ardían al pisar la arena caliente y miró a su alrededor para buscar una sombra. Mientras miraba oyó un ruido de alas sobre él y vio que una bandada de cuervos se precipitaba hacia una fosa donde una cosa negra se descomponía y hedía.

Se tapó las narices y se acercó. Los cuervos se habían abatido sobre la carroña, habían clavado en ella las garras y comían. Al ver que se acercaba un hombre, levantaron vuelo irritados, llevándose cada uno un trozo de carne en las garras, y comenzaron a describir círculos en el cielo y a gritar al intruso que se fuera. Jesús se inclinó y vio el vientre abierto, el vellón negro medio arrancado, los pequeños cuernos nudosos del chivo y, en el cuello descompuesto, collares de amuletos:

«El chivo -murmuró estremeciéndose-, el chivo sagrado que toma sobre sí los pecados del pueblo, que los hombres arrojaron de aldea en aldea, de montaña en montaña hacia el desierto, y ha muerto…»

Se agachó, excavó un foso con sus manos, tan profundo como pudo, y cubrió la carroña con arena.

– Hermano mío -dijo-, eras puro y estabas libre de pecado, como todos los animales. Pero los hombres cobardes te purgaron con sus pecados y te mataron. Descomponte en paz. No les guardes rencor. Los hombres, esas pobres criaturas sin esperanza, no tienen el valor de pagar por sí mismos sus faltas y cargan con ellas a un inocente… Paga por ellos, hermano mío, adiós…

Reanudó la marcha y, a los pocos pasos, se volvió emocionado, agitó la mano y gritó:

– ¡Nos volveremos a ver!

Los cuervos le perseguían con rabia; les había arrebatado la sabrosa carroña y ahora lo seguían, esperando que cayera a su vez y les abriera el vientre para darles de comer. ¿Qué derecho tenía a ser injusto con ellos? ¿Acaso Dios no los había creado para comer carroña? ¡Debía pagar por lo que había hecho!

Al fin cayó la noche y se sintió fatigado. Se echó en una gran piedra redonda como una muela. «No iré más lejos -murmuró-; aquí, sobre esta piedra, estableceré mi campamento y lucharé.» La oscuridad cayó de golpe desde lo alto del cielo, ascendió desde la tierra y cubrió el mundo. La noche trajo consigo la helada. Sus dientes castañeteaban. Se envolvió en la sotana blanca, se hizo un ovillo y cerró los ojos. Pero apenas los hubo cerrado sintió miedo; se acordó de los cuervos; los chacales hambrientos comenzaban a aullar por todas partes y sentía que el desierto se movía como una fiera a su alrededor… Se aterró y abrió los ojos; el cielo se había cubierto de estrellas y eso le consoló. «He ahí los serafines -dijo en su fuero interno-, he ahí las seis alas de luz que cantan junto al trono de Dios. Pero están lejos, demasiado lejos y nada oímos. Aparecieron para hacerme compañía…» Su cabeza se llenó de la luz de las estrellas y olvidó que sentía frío y hambre. El era también un ser vivo, una luciérnaga efímera en la noche que cantaba las alabanzas del Señor. Su alma era una pequeña luciérnaga, una hermana, humilde y pobremente vestida, de los ángeles. Recobró valor al pensar en sus orígenes celestes y vio a su alma erguida junto a los ángeles que rodeaban el trono del Señor. Entonces, calmado, sin miedo, cerró los ojos y se durmió.

Se despertó, alzó la cabeza mirando hacia oriente y vio el sol, tórrido, que emergía de la arena. «Es el rostro de Dios -medité y se cubrió la cara con la mano para no deslumbrarse. Luego murmuró-: Señor, no soy más que un grano de arena… ¿Me distingues en el desierto? Un grano de arena que habla, respira y te ama. Te ama y te llama Padre. No tengo más arma que el amor y con ella he venido a luchar. ¡Acude ya en mi socorro!»

Se levantó y dibujó con la caña un círculo alrededor de la piedra en que había dormido.

«No saldré de este círculo -dijo en voz alta para que le oyeran las potencias invisibles que le espiaban-, no saldré de este círculo si no escucho la voz de Dios. Pero quiero escucharla claramente y no como un rumor cambiante, de sonidos ordinarios, no como, un canto de pájaros o un trueno; claramente. Quiero que me hable con palabras humanas y que me diga qué espera de mí, así como lo que puedo y lo que debo hacer. Sólo entonces me levantaré y saldré del círculo para volver entre los hombres, si tal es lo que me ordena; para morir, si ésa es su voluntad. Haré lo que él quiera, pero quiero saberlo. ¡En nombre de Dios!»

Se arrodilló en la piedra con el rostro vuelto hacia oriente, hacia el gran desierto. Cerró los ojos, concentró sus pensamientos -los que había tenido en Nazaret, en Magdala, en Cafarnaum, en el pozo de Jacob, en el Jordán- y comenzó a alinearlos en orden de batalla. Partía a la guerra.

Con el cuello tenso y los ojos cerrados, se sumergió en el fondo de sí mismo. Oyó un murmullo de aguas, de cañas que crujen débilmente, de hombres que se lamentan. Los gritos y los espantos llegaban como oleadas desde el Jordán, así como las lejanas esperanzas ensangrentadas. Las tres largas noches que había pasado en el peñasco con el asceta salvaje fueron las primeras que se alzaron en su espíritu, armadas de pies a cabeza, y se lanzaron al desierto para entrar en batalla.

La primera noche saltó sobre él como una langosta gigantesca. Tenía ojos duros, amarillos y cenicientos, alas amarillas y cenicientas y extrañas letras verdes trazadas en su vientre; su respiración era semejante a la del Mar Muerto; hizo presa en éclass="underline" y sus alas se pusieron a chirriar en el viento, con rabia. Jesús ¡lanzó un grito y se volvió: Juan Bautista estaba en pie junto a él; había tendido su brazo esquelético en la noche hacia Jerusalén.

– Mira, ¿qué ves?

– Nada.

– ¿Nada? Ante ti se alza la santa Jerusalén, la gran prostituta, ¿no la ves? Está sentada sobre las macizas rodillas del romano y ríe a mandíbula batiente. «¡No la quiero! -grita el Señor-. ¿Es ésa mi esposa? ¡No la quiero!» Como el perro, siguiendo los pasos del Señor, ladro a mi vez: ¡no la quiero! Doy vueltas alrededor de sus fuertes murallas y ladro: ¡Puta! Posee cuatro grandes puertas fortificadas. En una de ellas está sentada el Hambre, en la otra el Miedo, en la tercera la Injusticia y en la cuarta, la del norte, la Infamia. Entro en la ciudad, recorro sus calles en todas las direcciones, me acerco, examino a sus habitantes. Miro sus rostros: tres revientan de grasa, están saciados, y un pueblo de tres mil hombres se muere de hambre. ¿Cuándo perece un mundo? Cuando tres amos comen demasiado y un pueblo de tres mil hombres se muere de hambre. Mira una vez más su rostro: el Miedo reina sobre todos, sus narices aletean y husmean el día del Señor. Mira a las mujeres: la más honrada clava los ojos con codicia en su servidor, se relame y le hace señas: ¡ven! He quitado el techo de sus palacios, mira; el rey tiene en sus rodillas a la mujer de su hermano y acaricia su desnudez. ¿Qué dicen las Sagradas Escrituras? «¡Muera quien mire la desnudez de la mujer de su hermano!» Sin embargo, no será él, el rey incestuoso quien será asesinado, sino yo, el asceta. ¿Por qué? ¡Porque ha llegado el día del Señor!

Toda aquella primera noche, Jesús, sentado a los pies de Juan Bautista, vio las cuatro puertas de Jerusalén abiertas; por ellas entraban y salían el Hambre, el Miedo, la Injusticia y la Infamia. Las nubes, preñadas de cólera y granizo, se reunían sobre la santa prostituta.