La segunda noche, el Bautista volvió a extender la mano, delgada como una caña y, con un seco ademán, abrió una brecha en el tiempo y el espacio.
– Aguza el oído, ¿qué oyes?
– No oigo nada.
– ¿Nada? ¿No oyes la Iniquidad, esa perra que ha perdido todo pudor, que subió al cielo y ladra a la puerta del Señor? ¿No has pasado por Jerusalén, no has oído a los sacerdotes, a los sumos sacerdotes, a los escribas y fariseos que rodean el templo y ladran? Dios no soporta ya la impudicia de la tierra. Se levanta, marcha por las montañas, baja. Delante de él viene la Cólera y tras él, las tres perras del cielo: el Fuego, la Lepra y la Locura. ¿Dónde está el Templo? ¿Dónde están las columnas orgullosas, con incrustaciones de oro, que lo sostenían y hacían exclamar: «¡Eterno! ¡Eterno! ¡Eterno!»?¡El Templo está reducido a cenizas, los sacerdotes, los sumos sacerdotes, los escribas y los fariseos están reducidos a cenizas, sus amuletos santos, sus dalmáticas de seda y sus anillos de oro están reducidos a cenizas! ¡Reducidos a cenizas! ¡Reducidos a cenizas! ¡Reducidos a cenizas! ¿Dónde está Jerusalén? Empuño una linterna encendida, busco entre las montañas, a través de las tinieblas del Señor y llamo: Jerusalén! Jerusalén! Sólo veo un desierto, un desierto sin fin; ni siquiera un cuervo responde. Los cuervos comieron y se fueron. Me hundo hasta las rodillas entre los cráneos y los esqueletos, las lágrimas están a punto de saltárseme de los ojos pero las aparto, las alejo de mí y río, me agacho, elijo los huesos más largos, hago flautas con ellos y canto al Señor.
El Bautista reía durante aquella segunda noche y contemplaba, en las tinieblas de Dios, el Fuego, la Lepra y la Locura. Jesús asía las rodillas del profeta y preguntaba:
– ¿No es posible que la rendición descienda sobre el mundo por obra del amor? ¿Del amor, de la alegría, de la misericordia?
Sin volverse siquiera para mirarlo, el Bautista le respondía:
– ¿Nunca leíste las Escrituras? Para sembrar, el Salvador tritura nuestros riñones, destroza nuestros dientes, lanza fuego e incendia los campos. Arranca las espinas, las cizañas, las ortigas. ¿Cómo es posible hacer desaparecer de la tierra la mentira, la infamia y la injusticia sin hacer desaparecer a los injustos, los infames y los mentirosos? Es preciso que la tierra se purifique para poder plantar la nueva simiente.
Había pasado la segunda noche y Jesús callaba; esperaba la tercera noche, en que acaso la voz del profeta se dulcificara.
Durante la tercera noche, el Bautista iba y venía, inquieto, por la roca. No reía, no hablaba; examinaba con angustia, palpaba los brazos de Jesús, sus manos, sus hombros, sus rodillas, meneaba la cabeza y guardaba silencio. Olía el aire. Al resplandor de las estrellas percibíanse sus ojos, que brillaban, ya verdes, ya amarillos; de su frente cetrina chorreaban, mezclados, el sudor y la sangre. Al fin, por la mañana, cuando la luz blanca del alba los hubo cubierto, había tomado las manos de Jesús, lo había mirado a los ojos y había fruncido el entrecejo:
– La primera vez que te vi -le había dicho- cuando salías del cañaveral y te dirigías en línea recta hacia mí, mi corazón brincó como un animal joven. ¿Cómo brincó el corazón de Samuel cuando vio por primera vez a David, el joven pastor imberbe y pelirrojo? De ese modo brincó el mío. Pero es de carne y ama la carne; no confío en él. Como si te viera por primera vez, te examino, te huelo, y no logro tranquilizarme. Miro tus manos y compruebo que no son manos de leñador, que no son manos de Redentor; son demasiado delicadas, demasiado clementes… ¿cómo podrían manejar el hacha? Miro tus ojos y compruebo que no son ojos de Redentor; derraman compasión.
El Bautista se levantó y suspiró. «Señor, tus caminos son tortuosos, oscuros -murmuraba-. Puedes enviar a una paloma blanca para incendiar, para reducir el mundo a cenizas. Nosotros miramos el cielo y esperamos un rayo, un águila, un cuervo… y tú envías a una paloma blanca. ¿De qué sirve preguntar? ¿De qué sirve oponer resistencia? Haz lo que quieras.» Abrió los brazos y enlazando la cintura de Jesús, le besó el hombro derecho, luego el izquierdo, y dijo:
– Si eres el que esperaba, no te presentaste como imaginé. ¿He traído en vano el hacha y en vano la he colocado al pie del árbol? ¿O el amor puede empuñar también un hacha?
Luego se había abismado en sus reflexiones. «No puedo decir nada -murmuró al fin-. Moriré sin ver. Poco importa, ése es mi destino; es duro y me agrada.» Oprimió la mano de Jesús y le dijo:
– Buena suerte. Habla con Dios en el desierto. Pero vuelve pronto; el mundo no ha de quedarse solo.
Jesús abrió los ojos. El Jordán, Juan Bautista, los bautizados, los camellos y la lamentación de los hombres se desvanecieron en el aire. Ante él se extendió el desierto. El sol estaba alto y quemaba. Las piedras despedían humo como panes y Jesús sentía que el hambre acuchillaba su vientre. «Tengo hambre -murmuró mirando las piedras-, ¡tengo hambre!» Se acordó del pan que les había dado la anciana samaritana; era sabroso, dulce como la miel. Recordó la miel que les daban en las aldeas por donde pasaban, las aceitunas partidas, los dátiles, la santa comida que habían tenido cuando sentados a orillas del lago de Genezaret bajaban de los morillos las parrillas donde se alineaban los olorosos pescados. Luego, los higos, las uvas, las granadas, se impusieron a su espíritu, y le atormentaron.
Su garganta se secó, agostada por la sed. ¡Cuántos ríos se deslizaban por el mundo, cuántos saltos de agua descendían de roca en roca! Corrían de un extremo a otro de la tierra de Israel para perderse en el Mar Muerto… ¡y él no tenía ni una sola gota para beber! Pensó en todas aquellas corrientes de agua y su sed se multiplicó. Su cabeza comenzó a dar vueltas, pestañeó varias veces y dos demonios malignos, semejantes a gazapos, surgieron de la arena ardiente, se apoyaron en sus patas traseras, danzaron, giraron, vieron al ermitaño, aullaron de alegría y se pusieron a patalear. Se fueron acercando a él y acabaron por subírsele a las rodillas y saltar a sus hombros. Uno de ellos era fresco como el agua, el otro tibio y fragante como el pan; cuando Jesús adelantó febrilmente la mano para cogerlos, dieron un salto y desaparecieron en el aire.
Cerró los ojos, volvió a concentrar sus pensamientos, que el hambre y la sed habían dispersado, pensó en Dios y no sintió ya hambre ni sed. Pensó en la redención del mundo. ¡Ah, si fuera posible que el día del Señor llegara por el amor! ¿Acaso Dios no es todopoderoso? ¿Por qué no obra un milagro, por qué no toca los corazones para que florezcan? Todos los años, por Pascua, toca las cepas, las hierbas y las espinas y las hace florecer. ¡Ah, si fuera posible que una mañana los hombres se despertaran con el corazón florecido!
Sonrió. El mundo había florecido en él; el rey incestuoso se había hecho bautizar, su alma se había purificado y había arrojado lejos de sí a su cuñada Herodías y ésta había vuelto al lado de su marido. Los sumos sacerdotes y los señores habían abierto sus despensas y sus cofres y habían distribuido sus bienes entre los pobres, y los pobres respiraban; habían arrojado de sus corazones el odio, los celos y el mielo… Jesús se miró las manos: el hacha que le había confiado el Precursor había florecido y empuñaba, ahora, una rama de almendro en flor.
El día había finalizado con aquella alegría. Se echó en la piedra y durmió. Durante toda la noche oyó en sueños el murmullo de corrientes de agua, danzas de gazapos, susurros extraños, y sentía como que unas narices húmedas lo absorbían aspirando… Hacia medianoche, un chacal hambriento -o al menos tal le pareció- se había acercado a él y lo olfateó para comprobar si estaba muerto; se detuvo un instante, indeciso, y Jesús, en sueños, tuvo piedad de él. Estuvo a punto de abrirse el pecho para darle de comer, pero enseguida se abstuvo de hacerlo. Conservaba su carne para los hombres.
Se despertó antes de que despuntara el día. Grandes estrellas entrelazaban sus orbes en el cielo y el aire era aterciopelado y azul. «En este momento se despiertan los gallos -pensó-, se despiertan las aldeas, los hombres abren los ojos y miran por el tragaluz las primeras claridades; los bebés se despiertan también, se echan a llorar y sus madres les dan el pecho…» El mundo se movió por un instante sobre la arena, con sus hombres, sus casas, sus gallos, sus niños y sus madres, un mundo hecho de aire y de frescura matinal. ¡Y ahora el sol iba a ascender para devorarlo!… Oprimióse el corazón del ermitaño. «¡Si pudiera -pensó- volver eterna esta frescura! Pero el pensamiento de Dios es un abismo y su amor es un terrible precipicio. Planta un mundo, lo destruye cuando está a punto de fructificar y luego planta otro. ¿Quién sabe? El amor acaso sea capaz de empuñar un hacha…» Recordó las palabras de Juan Bautista y se estremeció. Miró el desierto; se había vuelto salvaje, escarlata y se movía bajo el sol, que aquel día apareció colérico, ceñido de un halo de tempestad. El viento comenzó a soplar y a las narices de Jesús llegó un olor fétido a pez y azufre. Sintió que ascendían en su recuerdo, sumergidas en alquitrán, con sus palacios, sus teatros, sus tabernas y sus lupanares, Sodoma y Gomorra. «¡Ten piedad, Señor! -gritaba Abraham-. ¡No las quemes. Eres bueno, apiádate de tus criaturas!» «Soy justo -le había respondido Dios-. ¡Las quemaré!»