María fue a sentarse a sus pies.
– No me canso de oírte, forastero -dijo, ruborizándose-. Sigue hablando.
Marta colocó la marmita en el fuego, dispuso la mesa y sacó agua fresca del pozo del patio. Luego envió a un niño vecino a preguntar a los tres ancianos de la aldea si se dignaban ir a su casa, pues había llegado un visitante.
– Sigue hablando -repitió María al ver que Jesús callaba.
– ¿Qué quieres que te diga, María? -dijo Jesús con la punta de los dedos en sus trenzas negras-. El silencio es bueno; todo lo dice.
– El silencio no satisface a la mujer -replicó María-. La desdichada tiene necesidad de que le digan palabras reconfortantes.
– Las palabras reconfortantes tampoco satisfacen a la mujer; no la escuches -intervino Marta, que ponía aceite en la lámpara para que aquella noche durara mucho tiempo encendida, ya que acudirían los ancianos para entablar graves discusiones-. Las palabras reconfortantes tampoco satisfacen a la desdichada mujer. La mujer quiere un hombre que haga conmoverse la casa cuando marcha; quiere un bebé para amamantarlo, para aliviar su pecho… La mujer quiere muchas cosas, Jesús de Galilea… ¡Pero vosotros, los hombres, no podéis saberlo!
Quiso reír, pero no lo logró. Tenía treinta años y no estaba casada.
Callaron. Escuchaban cómo el fuego devoraba los leños de olivo y lamía la marmita de barro cocido, que Borbollaba. Los tres clavaban los ojos absortos en la llama. Al fin, María habló:
– ¡Si pudieras saber las ideas que se le cruzan por la cabeza a una mujer que hila! Si pudieras saberlo, comprenderías a la mujer, Jesús de Nazaret.
– Lo sé -dijo Jesús sonriendo-. Antes fui mujer, en otra vida, y tejía.
– ¿Y en qué pensabas?
– En Dios. Nada más que en Dios, María. ¿Y tú?
María no respondió, pero su pecho se henchió. Marta escuchaba el diálogo, murmuraba y suspiraba, pero se abstenía de intervenir en la conversación. Callaba, pero al fin no pudo contenerse y dijo:
– No te preocupes -su voz se había vuelto repentinamente ronca-; María y yo, así como todas las mujeres del mundo que no tienen marido, pensamos en Dios. Lo sostenemos sobre nuestras rodillas como si fuera un hombre.
Jesús agachó la cabeza y permaneció en silencio. Marta apartó la marmita del fuego; la comida estaba lista. Fue a buscar escudillas de barro para servir en ellas la sopa.
– Quiero contarte algo que pensé un día, mientras tejía -María hablaba en voz baja para que su hermana no la oyera desde la despensa-. Aquel día yo también pensaba en Dios y me decía: «Dios mío, si te dignaras un día entrar en esta pobre casa, serías el amo y nosotras las invitadas. Y ahora…» -se atragantaba y calló.
– ¿Y ahora? -repitió Jesús, inclinándose sobre ella.
Marta apareció con las escudillas.
– Nada -murmuró María, y se levantó.
– Venid, vamos a comer -dijo Marta-. Los ancianos no tardarán en llegar. No deben encontrarnos comiendo.
Los tres se sentaron. Jesús tomó el pan, lo alzó y dijo la oración con tan apasionado fervor que las dos hermanas, sorprendidas, se volvieron para mirarlo. Al verlo sintieron miedo; su rostro resplandecía y, tras su cabeza, el aire se había abrasado y se estremecía. María gritó, señalándolo con la mano:
– ¡Señor, tú eres el amo de esta casa y nosotras somos las invitadas! ¡Ordena!
Jesús bajó la cabeza para ocultar su turbación. Aquél era el primer grito, la primera vez que un alma le reconocía.
Se levantaban de la mesa cuando de pronto la puerta se oscureció: en el vano estaba un anciano gigantesco. Poseía una barba larga como un río, huesos macizos, brazos sólidos y pecho muy peludo: un verdadero vellón de carnero. Empuñaba un bastón corvo por la parte superior, más alto que él y que no le servía para apoyarse, sino para golpear y conducir a los hombres por el buen camino.
– Anciano Melquisedec -dijeron las dos mujeres inclinándose-, seas bienvenido a nuestra casa.
Entró, dejó libre el vano de la puerta y apareció otro anciano, de edad muy avanzada, delgado, con un largo rostro caballuno y desdentado; pero sus ojitos despedían llamas y no era posible sostener por largo rato su mirada. Así como la serpiente oculta el veneno tras los ojos, él ocultaba el fuego tras los suyos, y tras el fuego había un cerebro tortuoso y perverso.
Las mujeres se inclinaron, le dieron la bienvenida y el anciano entró a su vez. Tras él apareció el tercer anciano, ciego, rechoncho y bajo. Alargaba el bastón delante de él, pues el bastón tenía ojos y le guiaba certeramente. Le agradaba bromear y era un hombre honrado. Cuando juzgaba a los campesinos, no tenía valor para castigarlos. «No soy Dios -decía-; el que juzga será juzgado. Reconciliaos, muchachos; no quiero que esto me traiga problemas en el otro mundo.» Y pagaba de su peculio, o él mismo iba a la cárcel en lugar del culpable. Unos decían que estaba loco, y otros, que era un santo. El viejo Melquisedec no lo soportaba, pero ¿qué iba a hacer? Era el colono más rico de la aldea y, por añadidura, pertenecía a aquella raza sacerdotal de Aarón…
– Marta -dijo Melquisedec; su cayado llegaba hasta las vigas del techo-, Marta, ¿quién es el forastero que entró en nuestra aldea?
Jesús se levantó del rincón en que estaba sentado, frente al hogar.
– ¿Tú? -dijo el anciano, examinándolo de pies a cabeza.
– Yo -respondió Jesús-. Soy de Nazaret.
– ¿Galileo? -balbuceó el segundo anciano, el de lengua viperina-. Nada bueno puede salir de Nazaret. Las Escrituras lo dicen.
– No le trates mal, anciano Samuel -dijo el ciego-. A decir verdad, los galileos son un tanto simples, habladores y proclives a las bromas de mal gusto, pero honrados. Y nuestro huésped de esta noche es un hombre honrado. Su voz me lo dice.
Se volvió hacia Jesús y le dijo:
– Bienvenido.
– ¿Eres comerciante? -interrogó el viejo Melquisedec-. ¿Qué vendes?
Mientras hablaban los ancianos, iban entrando los ricos propietarios y los vecinos de la aldea. Se habían enterado de que un forastero había llegado, se habían endomingado y habían ido a darle la bienvenida, saber de dónde venía y qué noticias traía. Se trataba de pasar el tiempo. Entraron y se sentaron en tierra, detrás de los tres ancianos.
– No vendo nada -respondió Jesús-. Era carpintero en mi aldea, pero abandoné mi trabajo y la casa de mi madre. Me consagré a Dios.
– Has hecho bien, hijo mío -dijo el ciego-. Has escapado al mundo. Pero ten cuidado, desdichado. Ahora tienes que vértelas con un ser más complicado: con Dios. ¡Y para escapar de él!…
Se echó a reír a carcajadas.
Al oírlo, el viejo Melquisedec estuvo a punto de reventar de rabia, pero no abrió la boca.
– ¿Eres monje? -dijo como en un silbido el segundo anciano, zumbón-. ¿Eres también tú un levita, un zelote, un falso profeta?
– No, no -respondió Jesús, afligido-. No, no.
– ¿Y qué eres entonces?
Entretanto iban entrando las mujeres, adornadas, para ver al forastero y para que el forastero las viera. ¿Era viejo? ¿Joven? ¿Apuesto? ¿Qué vendía? ¿Podría ser un novio para las hermosas solteronas Marta y María? Ya era hora de que un hombre las estrechara en sus brazos, pensaban; de lo contrario, las desdichadas se volverían locas. «¡Vamos a verle!», se dijeron.
Se habían adornado y habían ido a colocarse en fila, en pie, tras los hombres.
– ¿Y qué eres entonces? -volvió a preguntar el anciano de lengua viperina.
Jesús acercó las palmas de las manos al fuego; de pronto había comenzado a temblar; sus vestiduras, aún húmedas, despedían humo. Permaneció un largo rato en silencio. «El instante es favorable -pensaba- para hablar. Para revelar la palabra que Dios me confió y para despertar, en todos los hombres y en todas las mujeres que se extravían en inquietudes vanas, a Dios, que duerme en ellos. ¿Qué vendo? Les responderé: El reino de los cielos, la salvación del alma, la vida eterna. Les diré que den todo lo que poseen para comprar esta inmensa Perla preciosa.» Lanzó una rápida mirada y, a la luz de la lámpara y al resplandor de las llamas, vio todos aquellos rostros que le rodeaban, ávidos, marcados por las pobres angustias que corroen a los hombres, afeados por el miedo. Se apiadó de ellos. Iba a levantarse para hablar, pero aquella noche estaba muy fatigado. Hacía muchas noches que no se había acostado bajo un techo humano, que su cabeza no había reposado en una almohada. Sentía sueño; se apoyó contra la pared ahumada de la chimenea y, por fin, cerró los ojos.