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– Está cansado -dijo entonces María y miró a los ancianos con aire suplicante-. Está cansado, señores; no lo atormentéis…

– ¡Es justo! -rugió Melquisedec. Se apoyó en el cayado e hizo ademán de levantarse para partir-. Tienes razón, María; le hablamos como si lo juzgáramos. Olvidamos -se volvió hacia el segundo anciano-, tú olvidas, viejo Samuel, que los ángeles suelen descender a la tierra disfrazados de pobres diablos, mal vestidos, descalzos, sin bastón ni alforjas, como éste. Es bueno que nos comportemos con este forastero como si fuera un ángel. Es el lenguaje de la prudencia.

– También el de la estupidez -dijo el ciego, riendo a carcajadas-, pero yo apruebo las palabras del anciano Melquisedec. Y no sólo hemos de considerar un ángel al forastero, sino a todos los hombres…, ¡hasta al anciano Samuel!

Samuel, el de la lengua viperina, enloqueció de rabia. Iba a abrir la boca, pero se contuvo. «Este ciego bellaco es rico -pensó- y un día puedo tener necesidad de él. Aparentemos no haber oído. Lo aconseja la prudencia.»

El suave resplandor del fuego caía sobre el pelo, el rostro fatigado y el pecho descubierto de Jesús y arrancaba destellos azules de su barba ensortijada, negra como el ala del cuervo.

– No importa que sea pobre -cuchicheaban las mujeres entre sí-, porque es un hermoso joven. ¿Viste sus ojos? En mi vida los he visto más dulces. Ni siquiera le igualan los de mi marido cuando me estrecha en sus brazos.

– En mi vida he visto ojos más salvajes -dijo otra-. Son aterradores. Al verlos, una siente deseos de abandonarlo todo e irse a la montaña.

– ¿Y has visto cómo lo devoraba Marta con los ojos? La desdichada enloquecerá esta noche.

– Pero él miraba a hurtadillas a María -dijo otra-. Las dos se van a pelear, acordaos de lo que os digo. Somos sus vecinas y oiremos los gritos.

– ¡Vámonos! -ordenó el viejo Melquisedec-. En vano nos molestamos en venir; el forastero tiene sueño. ¡Levantaos, ancianos, y vámonos! -extendió el cayado para abrirse paso entre los hombres y las mujeres.

Pero cuando llegaba al umbral oyéronse pasos precipitados en el patio y un hombre pálido y sin aliento entró en la casa y se desplomó frente al hogar. Las dos hermanas se precipitaron enloquecidas sobre él y lo cogieron en sus brazos.

– ¿Qué te ha ocurrido, hermano? -gritaban-. ¿Quién te persigue?

El primer anciano se detuvo y tocó al recién llegado con el cayado:

– Lázaro -dijo-, si traes una mala nueva, que las mujeres se vayan y que los hombres se queden para oírla.

– ¡El rey apresó a Juan Bautista y le cortó la cabeza! -rugió Lázaro.

Se puso en pie; temblaba. Mostraba un rostro terroso, blando, mejillas flácidas y colgantes, y sus ojos, de un color verde deslavado, brillaban ante el fuego como los de un gato montes.

– No hemos perdido el día -dijo el ciego, satisfecho-. Al menos ha ocurrido algo. El mundo se ha conmovido. Instalémonos, pues, en los escabeles para oír. Me agradan las noticias, aunque sean malas.

Se inclinó hacia Lázaro y dijo:

– Habla, hijo mío, te lo ruego. ¿Cuándo, cómo y por qué sucedió semejante desgracia? Refiérelo todo con orden, no te apresures. Tu relato nos ayudará a pasar el tiempo. Recobra aliento; te escuchamos.

Jesús se había estremecido; miraba a Lázaro y sus labios temblaban. Aquélla era una nueva señal que le enviaba Dios; el Precursor había abandonado el mundo porque su presencia ya no era necesaria; había preparado el camino, había cumplido hasta el fin con su deber y por eso se había ido… «Ha llegado mi hora… Ha llegado mi hora», pensó Jesús estremeciéndose; pero callaba y mantenía la mirada fija en los labios lívidos de Lázaro.

– ¿Lo mató? -rugió el viejo Melquisedec golpeando violentamente el suelo con el cayado-. ¡A qué punto hemos llegado! ¡El incestuoso mata al santo, el licencioso al asceta! Ha llegado el fin del mundo.

El terror se apoderó de las mujeres, que comenzaron a aullar. El ciego se compadeció de ellas y dijo:

– Exageras, viejo Melquisedec. ¡El mundo está sólidamente afirmado! ¡No tengáis miedo, mujeres!

– El cuello del mundo ha sido cortado, la voz del desierto ha callado. ¿Quién gritará ahora a Dios en nombre de nosotros, los pecadores? -Lázaro lloraba; las lágrimas corrían abundantemente por sus mejillas-. ¡El mundo ha quedado huérfano!

– No debes rebelarte contra el poder -dijo en un silbido el segundo anciano-. Hagan lo que hicieren los poderosos, cierra los ojos y no intentes ver. Dios lo ve, pero tú no has de mezclarte en esos problemas. Juan Bautista se lo tenía merecido!

– ¿Entonces debemos ser esclavos? -rugió Melquisedec-. ¿Por qué Dios le dio al hombre una cabeza? Sin duda para alzarla contra los tiranos. ¡Eso es lo que te respondo!

– Ancianos, callad para que escuchemos cómo se produjo la desgracia -dijo el ciego, irritado-. ¡Habla, Lázaro, hijo mío!

– Iba a hacerme bautizar para ver si así recobraba la salud -comenzó Lázaro-. En los últimos tiempos no me siento bien y voy empeorando; sufro vértigos, mis ojos comienzan a hincharse, y mis riñones…

– Bien, bien; eso ya lo sabemos -le interrumpió el ciego-. ¿Qué más?

– Llegué al Jordán, bajo el puente donde la gente se reúne para el bautismo. Oí gritos y sollozos y me dije: los hombres deben confesar sus pecados y lloran. Avancé, llegué, ¿y qué veo? Hombres y mujeres habían caído boca abajo en el fango del río y se lamentaban… Pregunto: «¿Qué ocurre, hermanos? ¿Por qué lloráis?» «¡Mataron al Profeta!» «¿Quién?» «¡Herodes, el criminal sin fe ni ley!» «¿Cómo? ¿Cuándo?» «Se había emborrachado y su hijastra Salomé bailó desnuda, la impúdica, ante él, y su belleza extravió el cerebro del lascivo. "¿Qué quieres que te dé? -le dijo sentándola sobre sus rodillas-. ¿La mitad de mi reino?" "No." "¿Qué quieres entonces?" "La cabeza de Juan Bautista" "¡Tómala!", le respondió y se la presentó en una bandeja de plata.»

Lázaro dejó de hablar y volvió a desplomarse. Todo el mundo callaba. La lámpara crepitó y vaciló, a punto de extinguirse. Marta se levantó, la llenó de aceite y la llama se reavivó.

– Llega el fin del mundo… -repitió el anciano Melquisedec, cogiéndose la barba, después de un largo silencio durante el cual había sopesado el mundo y reflexionado sobre los crímenes y las infamias. Cada día venían noticias de Jerusalén: los idólatras mancillaban el santo Templo, los sacerdotes degollaban todas las mañanas un toro y dos corderos en sacrificio al emperador maldito y ateo de Roma y no al Dios de Israel; los ricos abrían sus puertas de mañana, veían en los umbrales a los hombres que habían muerto de hambre durante la noche, recogían sus vestiduras de seda para pasar sobre los cadáveres e iban a pasearse bajo las arcadas que rodean el Templo… El viejo Melquisedec había pesado todo aquello y había pronunciado su sentencia: llega el fin del mundo. Se volvió hacia Jesús y le preguntó-: Y tú, ¿qué opinas?

– Vengo del desierto -respondió Jesús, cuya voz se había vuelto repentinamente muy grave; todo el mundo se volvió para mirarlo-; vengo del desierto y he visto tres ángeles que partieron del cielo para abatirse sobre la tierra; los vi con mis propios ojos; aparecieron en el extremo del cielo…, ¡y ya llegan! El primero es la Lepra; el segundo, la Locura, y el tercero, el más caritativo, es el Fuego. Fue entonces que oí un grito: «Hijo del carpintero, fabrica un arca y haz entrar en ella a todos los justos que encuentres. Apresúrate. Ha llegado el día del Señor, mi día. Ya llego.»