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A Jesús le parecía conocer el lenguaje de los pájaros y se regocijaba al oírlos.

El pavo real se exhibía desplegando la cola, orgulloso de su plumaje; se paseaba en todas las direcciones, lanzaba miradas zalameras y oblicuas a Adán, que estaba tendido, en tierra y le explicaba: «Era una gallina; amé a un ángel y me convertí en pavo real. ¿Hay en el mundo un ave más hermosa que yo? No, no la hay.» Una tórtola revoloteaba de árbol en árbol, alzaba el cuello hacia el cielo y exclamaba: «¡Amor! ¡Amor! ¡Amor!» El tordo decía: «Soy el único de los pájaros que canta cuando arrecia el frío, y así me caliento.» La golondrina murmuraba: «Si yo no existiera, los árboles no florecerían nunca.» El gallo: «Si yo no existiera, el día no nacería nunca.» La alondra: «Cuando vuelo de mañana hacia el cielo y canto, me despido de mis pichones pues acaso muera cantando.» El ruiseñor: «No repares en la pobreza de mis vestidos; tenía grandes alas rutilantes pero las transformé en canto.» Y un mirlo de pico ganchudo fue a posarse en el hombro de la primera criatura, se inclinó sobre su oído y le habló en voz baja, como si le confiara un gran secreto. «Las puertas del Paraíso y del Infierno están una junto a otra. Las dos son idénticas, las dos son verdes y bellas. ¡Ten cuidado, Adán! ¡Ten cuidado, Adán! ¡Ten cuidado, Adán!»

Y, con el canto del mirlo, Jesús se despertó al despuntar el día.

XIX

«Dios y el hombre juntos obran grandes cosas. Sin el hombre, Dios no tendría en esta tierra una mente que se reflejara inteligentemente sobre sus criaturas y que explorara con audacia y terror su sabiduría todopoderosa; no tendría en esta tierra un corazón que sufriera por inquietudes que no son las suyas y que se obstinara en fabricar virtudes y angustias que Dios rehusó, olvidó o temió crear. Sopló, por tanto, sobre el hombre y le infundió la fuerza y la osadía necesarias para continuar la creación… E inversamente, sin Dios, el hombre, desarmado como está cuando nace, habría sucumbido al hambre, al miedo o al frío; y en el caso de que hubiera escapado a estos peligros, se arrastraría como una babosa, a mitad de camino entre el león y el piojo. Y si, tras una lucha incesante, lograra mantenerse erguido sobre sus patas traseras, jamás podría liberarse del abrazo cálido y tierno de su madre la mona…», pensaba Jesús, y aquel día sentía por primera vez intensamente que Dios y el hombre se confunden.

Muy temprano se había puesto en marcha hacia Jerusalén y caminaba codo con codo con Dios, que iba a su derecha y a su izquierda; andaban juntos y ambos tenían la misma preocupación: el mundo se había desviado de su camino y, en lugar de subir hacia el cielo, descendía a los infiernos. Era preciso que los dos juntos, Dios y el Hijo de Dios, se esforzaran por reconducirle al buen camino. Por eso llevaba Jesús tanta prisa y devoraba el camino a zancadas, impaciente por reunirse con sus compañeros y comenzar la lucha. El sol, que subía desde el Mar Muerto; las aves, a las que la caricia de la luz arrancaba trinos; las hojas de los árboles, temblorosas, y el camino blanco que se desplegaba hasta los muros de Jerusalén, todo le gritaba: «¡Apresúrate! ¡Apresúrate! ¡Naufragamos!» «Lo sé, lo sé -respondía Jesús-. ¡Lo sé, ya voy!»

Muy temprano también sus compañeros se deslizaban pegados a la pared por las callejuelas aún solitarias de Jerusalén; iban de dos en dos, Pedro con Andrés y Santiago con Juan; Judas, solo, marchaba delante. Sentían miedo y lanzaban miradas furtivas a todas partes, para ver si los seguían; corrían. Ante ellos se alzó la puerta de David; doblaron a la izquierda por la primera calleja y se metieron como ladrones en la taberna de Simón el cirenaico.

El barrigudo tabernero, de nariz roja e hinchada y ojos rojos e hinchados, acababa de levantarse, somnoliento, de su yacija de paja. Se demoraba hasta muy entrada la noche con los ebrios que frecuentaban la taberna, cantaba, discutía y, por la mañana, con mal gusto en la boca y de pésimo humor, limpiaba con un trapo mojado el mostrador, donde quedaban los restos de la francachela. Estaba en pie pero todavía no se había despertado. Le parecía que soñaba, que empuñaba un trapo mojado y que limpiaba el mostrador… Cuando así se debatía entre la vela y el sueño, oyó que un grupo de hombres jadeantes entraba en la taberna y se volvió. Los ojos le ardían, la boca le quemaba y salpicaban su barba restos de semillas de calabaza asadas.

– ¿Quiénes sois, bandidos? -rugió con voz ronca-. Dejadme tranquilo. ¿Pensáis instalaros aquí tan temprano para comer y beber? Tengo malas pulgas… ¡de modo que idos por donde habéis venido!

A fuerza de gritar se iba despertando y distinguió a su viejo amigo Pedro y sus compañeros galileos. Se acercó a ellos, los miró de cerca y estalló en carcajadas:

– ¡Vaya, qué cara traéis! ¡Meted la lengua dentro de la boca! ¡Agarraos el vientre con las dos manos, no sea que reviente de miedo! ¡Podéis estar orgullosos de vosotros mismos, amigos galileos!

– En nombre del cielo, Simón, no llames la atención de la gente con tus gritos -le respondió Pedro y adelantó la mano para taparle la boca-. Cierra la puerta. El rey mató al profeta Juan Bautista, ¿no lo sabías? Le cortó la cabeza y la colocó en una bandeja de plata…

– Hizo bien. Le había roto los tímpanos con el pretexto de que había tomado a la mujer de su hermano. ¿Y esto qué tiene de malo? Es rey y hace lo que se le antoja. Además, y para no ocultaros nada, también me había roto los tímpanos a mí: «¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos!» ¡Oh, qué mal bicho!

– Pero parece que va a matar a todos los bautizados. Los pasará a filo de cuchillo. Y nosotros estamos bautizados, ¿comprendes?

– ¿Y quién os dijo que os bautizarais, brutos? ¡Lo tenéis merecido!

– ¡Pero tú también te hiciste bautizar, pellejo de vino! -le dijo indignado Pedro-. ¿Acaso no nos lo contaste? No tienes derecho a protestar.

– Mi caso es distinto, sucio pescador. Yo no me hice bautizar. ¿Llamas tú a eso un bautismo? Me metí en el agua, tomé un baño. Y cuanto me dijo el falso profeta me entró por un oído y me salió por otro. Así proceden los que tienen juicio, pero vosotros, con vuestras cabecitas sin seso… Apenas aparece un falso profeta que promete montañas y maravillas os aprestáis a seguirlo. Os dicen: «Sumergios en el agua», y ¡pluf!, os sumergís y tragáis tanta agua que estáis a punto de reventar. «No matéis a vuestros piojos el día del sábado, pues ése es un gran pecado», y entonces no los matáis; pero ellos os matan a vosotros. «No paguéis el impuesto por cabeza», no lo pagáis y ¡crac!, os cortan la cabeza. ¡Lo tenéis merecido! Y ahora, sentaos a beber un vaso de vino para recobrar el ánimo. ¡Yo lo necesito para despertarme!