Dos gruesas barricas formaban una mancha de sombra al fondo de la taberna. En una había pintado un gallo rojo y en otra un puerco gris oscuro. Llenó una jarra con vino de la barrica del gallo, tomó seis vasos y los sumergió en un cubo de agua sucia para lavarlos. El olor del vino lo estimuló y se despertó.
Apareció un ciego en el umbral de la taberna, donde se detuvo. Colocó el bastón entre las piernas y comenzó a afinar un viejo oboe; tosió y escupió para aclararse la garganta. Eliacín había sido camellero en su juventud y un día, al cruzar el desierto, había visto bajo una datilera a una mujer desnuda, que se lavaba en un aguazal. En lugar de desviar la mirada, el desvergonzado había clavado los ojos en la hermosa beduina. La mala suerte quiso que su marido estuviera en cuclillas tras una roca encendiendo el fuego para cocinar. Vio al camellero, que se acercaba cada vez más y devoraba con los ojos la desnudez de su mujer. Cogió dos brasas y las apagó en los ojos del camellero… Desde aquel día el pobre Eliacín había comenzado a cantar salmos y canciones. Recorría las tabernas y las casas de Jerusalén con su oboe, bien celebrando la bondad de Dios, bien cantando al cuerpo de la mujer. Le daban un trozo de pan duro, un puñado de dátiles, dos aceitunas y seguía su camino.
Afinó el oboe, se aclaró la garganta, ahuecó la voz y comenzó a hacer ejercicios de vocalización sobre sus salmos preferidos:
«Tenme piedad, oh Dios, tenme piedad, / que en ti se cobija mi alma; / a la sombra de tus alas me cobijo / hasta que pase el infortunio.» En aquel instante el tabernero llegaba con la jarra de vino y los vasos. Sólo supo montar en cólera al oír la salmodia.
– ¡Basta! ¡Ya está bien! -rugió-. Tú también me rompes los tímpanos. Siempre la misma cantinela: «Tenme piedad… Tenme piedad…» ¡Vete al diablo! ¿Acaso pequé yo? ¿Acaso fui yo quien alzó los ojos para mirar a la mujer del prójimo cuando se lavaba? Dios nos dio ojos para que no miremos… ¿no lo comprendiste aún? Lo que te ocurrió te lo tenías merecido. ¡Anda, lárgate!
El ciego tomó el bastón, apretó el oboe bajo el brazo y, sin pronunciar palabra, se alejó.
– Tenme piedad, oh Dios, tenme piedad -solfeó el tabernero, irritado-. David miró con ojos acariciadores a la mujer del prójimo, y éste, el ciego, miró con ojos acariciadores a la mujer del prójimo… ¡y resulta que nos fastidian a nosotros! ¡Oh, pobres amigos míos!
Llenó los vasos y bebieron. Llenó de nuevo el suyo y volvió a beber.
– Ahora os pondré en el horno una cabeza de cordero, algo especial. ¡Os relameréis!
Se dirigió con paso vivo al patio, donde él mismo había construido un hornillo: llevó ramitas secas y sarmientos, encendió fuego, metió en el horno el asador con la cabeza de cordero y luego fue a reunirse con sus amigos. Estaba excitado por el vino y tenía ganas de discutir.
Pero los compañeros no estaban para bromas. Apretados uno junto a otro cerca del fuego, mantenían los ojos clavados en la puerta; se encontraban inquietos; querían partir. Cambiaban dos palabras casi sin abrir la boca e inmediatamente volvían a guardar silencio. Judas se levantó y fue hasta la puerta. Le asqueaba ver a aquellos cobardes a quienes el miedo había hecho perder el juicio. ¡Cómo se habían apresurado, a qué velocidad habían recorrido el camino desde el Jordán a Jerusalén para ir a esconderse, más muertos que vivos, en aquella taberna escondida! Y allí, con el oído aguzado, temblaban como liebres y se alzaban sobre la punta de los pies, listos para huir… «¡El diablo cargue con vosotros, galileos fanfarrones! Dios de Israel, te agradezco que no me hayas hecho a su sucia imagen. Yo nací en el desierto y estoy amasado con granito árabe y no con blanda tierra galilea. Y todos vosotros, que lo mimabais y que le prodigabais juramentos y besos ahora habéis exclamado: "¡sálvese quien pueda!" Pero yo, el salvaje, el pelirrojo maldito, el degollador, yo no lo abandono y le esperaré aquí hasta que vuelva del desierto del Jordán. Quiero ver qué trae. Entonces decidiré. Porque yo no me preocupo por mi pellejo. Sólo me importa una cosa: el sufrimiento de Israel.»
Oyó en la taberna voces ahogadas que discutían. Se volvió.
– Opino que debemos regresar a Galilea. Allí estaremos seguros. ¡Acordaos de nuestro lago, muchachos! -decía Pedro, lanzando suspiros. Vio su barca verde balanceándose en las aguas azules y sintió nostalgia; vio los guijarros, las adelfas, las redes cargadas de peces y sus ojos se arrasaron de lágrimas-. ¡Vámonos, muchachos! -exclamó-. ¡Partamos!
– Le hemos prometido esperarlo en esta taberna. El honor nos obliga a cumplir nuestra palabra -dijo Santiago.
– Le pediremos al cirenaico -propuso Pedro, para solucionar las cosas- que le diga, si viene…
– ¡No, no! -replicó Andrés-. No podemos dejarlo solo en esta ciudad feroz. Le esperaremos aquí.
– Yo soy de la opinión de regresar a Galilea -repitió con terquedad Pedro.
– Hermanos -dijo Juan, asiendo con un ademán de súplica las manos y los hombros de sus compañeros-, hermanos, pensad en las últimas palabras del Bautista. Extendió los brazos bajo la espada del verdugo y exclamó: «Jesús de Nazaret, abandona el desierto! ¡Yo me voy! ¡Ven tú al encuentro de los hombres! ¡Ven, no dejes solo el mundo!» Estas palabras poseen un sentido profundo, compañeros. Que Dios me perdone si pronuncio una blasfemia, pero…
Su voz se quebró. Andrés le cogió la mano y dijo:
– Habla, Juan. ¿Qué cosa terrible presientes, que no te atreves a revelar?
– …Si nuestro maestro fuera el… -balbuceó.
– ¿Quién?
La voz de Juan resonó, débil, ahogada, llena de terror.
– …¡el Mesías!
Todos se sobresaltaron. ¡El Mesías! ¡Habían pasado mucho tiempo junto a él y aquella idea jamás se les había ocurrido! Al principio le creían un hombre animoso, un santo que traía el amor al mundo; más tarde lo habían tomado por un profeta, aunque no por un profeta salvaje como los antiguos, sino alegre mejor domesticado. Hacía descender a la tierra el reino de los cielos, es decir la vida fácil y la justicia. Llamó Padre al Dios de Israel, a aquel Dios terco, al Dios de sus antepasados, a Jehová; y apenas le hubo llamado padre, aquel Dios se había ablandado y todos los hombres se habían convertido en hijos suyos… Y ahora, ¿qué palabra se había escapado de los labios de Juan?… ¡El Mesías!
¡Aquello equivalía a decir la espada de David, la omnipotencia de Israel, la guerra! ¡Y ellos, los discípulos, los primeros que le siguieron, serían grandes señores, tetrarcas y patriarcas que rodearían su trono! ¡Del mismo modo que Dios está rodeado en el cielo de ángeles y arcángeles, ellos serían tetrarcas y patriarcas en el reino de la tierra! Sus ojos despedían chispas.
– Retiro lo que dije, compañeros -dijo Pedro, completamente ruborizado-. Jamás le abandonaré!
– ¡Yo tampoco!
– ¡Yo tampoco!
– ¡Yo tampoco!
Judas escupió con cólera y descargó un puñetazo en el marco de la puerta.
– ¡Vaya, qué valientes! -les gritaba-. Cuando lo creíais débil no pensabais más que en huir. Pero ahora que habéis olfateado esplendores, decís: «Jamás le abandonaren ¡Pues bien, todos le abandonaréis un día, lo dejaréis completamente solo! ¡Acordaos de lo que os digo! ¡Yo seré el único que no le traicionará! ¡Tú, Simón de Cirene, eres testigo de mis palabras!
El tabernero, que los escuchaba y reía tras sus largos bigotes, guiñó el ojo a Judas y dijo:
– ¡Míralos, y éstos son los que quieren salvar el mundo!
Pero sus narices sintieron un olor procedente del patio y exclamó:
– ¡Se quema la cabeza de cordero! -Fue corriendo al patio.
Los compañeros se miraban entre sí, confusos.
– ¡Por eso el Bautista, al verlo, se quedó con la boca abierta! -dijo Pedro, golpeándose la frente.
– ¿Y visteis la paloma que revoloteó sobre su cabeza cuando se hacía bautizar?
– No era una paloma; era un relámpago.